Después del éxito de El hombre que amaba a los perros (2009), la novela que articulaba la biografía de Trotsky con la actualidad del pueblo cubano, Padura vuelve al detective Mario Conde. En Herejes, Conde investiga el destino de un cuadro de Rembrandt y de una familia asesinada por los nazis después de que el buque S. S. Saint Louis fuera obligado a regresar a Alemania desde las costas de la isla. El derrotero policial, casi una excusa, le sirve a Padura para explorar la historia del pueblo judío en Cuba y para volver a revisar La Habana de estos días, esa pequeña y contradictoria síntesis del mundo occidental.
› Por Fernando Bogado
En un sentido bastante amplio, Cuba es la miniatura del mundo occidental y de su historia. Una isla en el medio del Caribe que pasó de ser el patio de recreo de Estados Unidos a transformarse en uno de los países que más inquietarían a esta potencia de mitad de siglo XX para adelante, un faro generacional que impulsó la idea de que era posible una vía revolucionaria latinoamericana diferente de la planteada por la URSS, un concepto vuelto carne que auguraba la verdadera venida del hombre nuevo. Pero claro, todo lo que aquí hemos anotado es el lado más luminoso de la miniatura: las sombras son bien conocidas por todos. Desde la suma de injusticias presentes en un régimen que se denomina igualitario hasta el mantenimiento de las mismas prácticas corruptas que identificaban al gobierno de Batista, Cuba ha mostrado el pasaje del momento heroico y épico del cambio histórico hasta la desidia y la posterior decepción ofrecida por la menos soñadora realidad. Leonardo Padura, uno de los mejores y más reconocidos escritores cubanos de los últimos años, ha sabido construir una literatura que muestra de manera coherente la serie de contradicciones que abriga la isla sin necesariamente volcarse por uno u otro extremo, manteniendo los opuestos, artilugio estilístico (¿histórico?) que vuelve a plasmar en su última novela publicada, Herejes.
Luces y sombras conviviendo, dijimos. Será por eso que uno de los principales motores del relato es la aparición de un estudio desconocido del pintor holandés Rembrandt en una subasta londinense, boceto que ha pertenecido por generaciones a la familia Kaminsky. La historia particular del clan no se limita a esta extraña posesión, claro: la novela comienza con Joseph y Daniel Kaminsky (tío y sobrino, respectivamente), ubicados en territorio cubano, preparándose una mañana de 1939 para la llegada de un barco que abriga la esperanza de la salvación. El S. S. Saint Louis, proveniente de Alemania, tiene entre sus pasajeros a Isaías, el padre de Daniel, a su madre y a su pequeña hermana, los cuales huyen de la persecución nazi que signó tanto el año como el siglo. Lo que se presentaba como una mañana dueña de una alegría infinita, con el paso de los días deviene la decepción más horrenda tras la declaración del gobierno cubano de que el barco tiene prohibido ingresar al puerto y que debe volver por el mismo camino de donde vino. Daniel apenas llegó a saludar a su familia desde la distancia: nunca más volvería a verlos, futuras víctimas del horror de los campos de concentración.
De la escena inicial vamos al año 2007, cuando Elías Kaminsky, el hijo de Daniel, se dispone a cerrar el destino familiar y contrata a un detective cubano para averiguar tanto el errante destino del cuadro heredado, ese supuesto boceto de Rembrandt que había viajado con Isaías, su abuelo, de Alemania a Cuba, como el secreto que su padre (sospecha) se llevó a la tumba. ¿El secreto? Un crimen cuya concepción se dio el mismo día en que Daniel vio con sus propios ojos cómo la corrupción del gobierno de Batista se hacía cómplice del nazismo tras quedar demostrado que varios de sus funcionarios se habían beneficiado con la de-sesperación de los emigrantes tras venderles pases fraudulentos para ingresar al país. Y claro, si de detectives cubanos estamos hablando, quién mejor que Mario Conde para meterse en el caso.
Luego del éxito y reconocimiento de El hombre que amaba a los perros (2009), novela que lograba articular la biografía de Trotsky con la actualidad del pueblo cubano, Padura vuelve a su personaje fetiche, el melancólico Mario Conde, para someter a la lógica de sus investigaciones policiales una historia de siglos y siglos de opresión que comienza en Europa pero termina en Cuba. Padura explora un costado poco conocido de la isla, la historia del pueblo judío en el territorio, para volver a revisar La Habana de estos días, una pequeña síntesis del mundo occidental en donde conviven terribles atrocidades con los visos de una esperanza que, por momentos, se niega a reconocerse perdida. El destino del boceto de Rembrandt perteneciente a los Kaminsky hará las veces de objeto “mágico” que despierta el interés de todos –casi como el halcón maltés en la clásica novela de Hammett– pero que, simultáneamente, invoca los más oscuros secretos (familiares).
Una vez resuelto el enigma de Daniel, la novela pasa rápidamente a explorar algunos “cabos sueltos” de los elementos que componen la primera trama. Herejes es una novela triple, una triple herejía: en pleno siglo XVII, la segunda parte nos presenta la historia de un joven judío que entra en el taller de un “Maestro” que lo elige como modelo para uno de sus trabajos pictóricos. La última parte de la novela, finalmente, se centra en las averiguaciones que Conde lleva adelante con el objetivo de resolver la desaparición de Judy, una chica emo, reclamada por una de sus amigas, vinculada con los Kaminsky, también ella perteneciente a la tribu urbana. Las tres historias, unidas por Conde pero, también, por el cuadro y los destinos de cada uno de los miembros de la familia, presentan herejías que responden a la lógica de los tiempos que viven: Rembrandt, a su manera, podía ser tan revulsivo y contestatario como el Kurt Cobain invocado por esta “Kaminsky Emo”.
Leonardo Padura ha sabido demostrar, con el paso de las novelas, que es un artista que excede la categoría de “escritor de género”. La presencia de Mario Conde y de la intriga policial es apenas la forma más sencilla que tiene el autor para meterse en los vericuetos de un suceso real (y penoso) dentro de la historia de su país, esto es, el destino del S. S. Saint Louis, al mismo tiempo que funciona como un punto fijo desde donde situarse para recorrer el paisaje habanero y generar el contraste con un pasado que cada vez se diluye más en la memoria y el derruido presente. Así, vamos de las antiguas juderías del ’30, para luego pasar a las construcciones del período “luminoso” de la revolución y terminar en las gastadas construcciones que sirven de hogar para los habitantes de la isla.
Como el cuadro, la representación de Cuba (de la actualidad del mundo cubano) que Leonardo Padura lleva adelante en cada uno de sus trabajos abriga en su interior la misma pregunta (amarga) que el boceto de Rembrandt plantea con respecto al retratado y a todos los implicados en ese complejo juego de luces y sombras: cuál será el destino, en definitiva, del modelo que respira detrás de la obra.
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