Domingo, 6 de octubre de 2013 | Hoy
Con Una felicidad repulsiva, Guillermo Martínez vuelve al cuento, en una colección que con diversos registros y tonos indaga alrededor de ese momento en que lo familiar se desliza hacia el otro lado, donde habitan lo oscuro y lo desconocido.
Por Laura Galarza
En 2008, Alex de la Iglesia eligió su novela Crímenes Imperceptibles para llevarla al cine como Crímenes de Oxford. Al año siguiente Guillermo Martínez se convirtió en el único autor argentino, además de Borges, al que The New Yorker le publicó un cuento: “Infierno Grande”. Infierno Grande, que era el título de su primer libro de cuentos y con el que obtuviera el Premio del Fondo Nacional de las Artes en 1989. Ahora, con Una felicidad repulsiva, Martínez regresa al género que lo supo consagrar, y donde sus marcas de escritura –amenaza, misterio, sordidez–, como en un buen vino añejo, resurgen maduras, asentadas. Los once relatos que integran este volumen se leen con el estómago apretado, y dejan una incomodidad que tarda en irse.
El libro abre con la imagen de una familia feliz (“una felicidad serena, extendida, imperturbable, verdaderamente repulsiva”). En la familia M. parece que nadie envejece, los hombres juegan al tenis, la madre teje, van en camionetas importadas, están bronceados y alegres, y tienen una casa frente al mar. El protagonista, a pesar de recordar a Flaubert (“Tres condiciones se requieren para ser feliz: ser imbécil, ser egoísta, y gozar de buena salud”), se pregunta (y su pregunta rebota en el lector): “¿Existe la familia feliz?”. El cuento funciona como una gran metáfora sobre la mirada que se tiene sobre la vida de los otros, sabiamente resumida en la frase de la abuela: “La felicidad es como el arco iris, no se ve nunca sobre la casa propia, sino sólo sobre la ajena”.
Luego, como si el primero funcionara como una alfombra roja para los que vienen, varios de los cuentos pivotean sobre situaciones familiares donde algo no encaja. En “El I Ching y el hombre de los papeles”, una pareja atraviesa como puede la enfermedad de su hija; en “El secreto”, un hermano descarga su violencia sobre otro delatando lo no dicho. Y también el estrago materno: un adolescente es obligado a mirar mientras su madre se lleva un hombre a la cama (“Help me!”), u otra madre que obliga a su hija a mirar un pito por primera vez (“Lo que toda niña debe ver”).
Ahora bien, los cuentos de Martínez empiezan de este lado del mundo, el de “la realidad”, donde las cosas se llaman por su nombre. El lector se sumerge en ese mundo, de la mano de la prosa cuidada de Martínez y de sus tramas, que crecen sin prisa pero sin pausa. En “Un gato muerto”, un hombre se muda a ese departamento con patio y aljibe que encontró en plena ciudad. Se dispone a empezar una nueva vida. Sin embargo, cada noche, en lo que hasta ese momento parecía el paraíso, un gatito llora como un bebé. Y el cuento se mete en una boca de lobo. Martínez logra introducir con maestría un elemento familiar y a la vez perturbador, equivalente al unheimlich de Freud. Y entonces, como un gran domador con su presa, y una torsión apenas perceptible –pero medida y calculada– deja al lector del otro lado: lo conocido, a la vuelta de página, es el horror. Ese bebé del final del cuento, ¿llora como un gato? O más: ¿es el gatito muerto? Lo mismo vale para “Déjà vu, o los reinos de la posición horizontal”. Ese joven físico matemático, que se pone en cuatro patas detrás de la enfermera, ¿es el mismo viejo inválido que se babea en los últimos cuatro renglones? (“...no puedo ser otro que éste que está aquí, inmóvil sobre la silla”).
Un punto aparte para el cuento largo o nouvelle final, “Una madre protectora”, y del que Martínez declaró que tuvo que obligarse a definirlo para que no termine siendo una novela. Aquí se ponen en la superficie algunos hechos pero –y éste es el mayor acierto– lo amenazante está en aquello que se supone que está pasando y que no se cuenta. Parece que la madre tiene custodiado a su bebé en un sótano. La tapa está sellada por dos semicírculos de hierro, el ruido que sube por la rendija de la respiración se parece bastante a un respirador.
Guillermo Martínez nació en Bahía Blanca en 1962. Desde allí vino a doctorarse en Ciencias Matemáticas. Sin embargo, cuando Martínez llegó a Buenos Aires, ya traía un libro bajo el brazo. También jugaba muy bien al ajedrez y al tenis, pero quería ser escritor. Uno de esos cuentos que vinieron bajo el brazo está en Una felicidad repulsiva, aunque Martínez se niega a revelar cuál es, siguiendo aquel consejo que le diera Elvio Gandolfo: “Nada como incluir un cuento viejo en un libro nuevo para que sea el único que te elogien”. Lo cierto es que Martínez trabajó hasta convertirse en uno de los escritores más traducidos de nuestro país. Publicó las novelas Acerca de Roderer (1992), La mujer del maestro (1998), La muerte lenta de Luciana B (2007) y Yo también tuve una novia bisexual (2011), y los ensayos Borges y la matemática (2003) y La fórmula de la inmortalidad (2005). El padre de Martínez era escritor, pero nunca se había preocupado por editar. En 2010, él mismo puso manos a la obra sobre los más de doscientos cuentos que su padre había escrito durante toda su vida. Los seleccionó y prologó en Un mito familiar. Los domingos, los cuatro hermanos se sentaban a la mesa de la cocina y el padre organizaba un concurso de cuentos. No era un juego: el padre puntuaba y editaba. El premio: ser pasados en limpio a la Olivetti. Ese tecleo fue música para los oídos de Martínez durante su infancia. De ahí quizá que le dure el vicio: el lector puede imaginarlo ahora adulto, ocupando el lugar de su padre frente a su propio texto, trabajando duro para volverlo pulcro, sencillo, estético.
Martínez logró armar un libro de cuentos con multiplicidad de registros, puntos de vista y temáticas –hasta se incluye un cuento que recrea el histórico asesinato de León Trotsky– y que sin embargo funciona sostenido por su esencia: ¿Qué pasa si mirás un poco más allá de lo que ves? Martínez obliga al lector a adentrarse en algún abismo interior. Obliga a leer como alguna vez lo hicimos de niños, con la cara semitapada, espiando por entre los dedos aquello que no se quiere ver y, a la vez, no quiere perderse de ninguna manera.
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