El Festival Internacional de Poesía de Rosario es una costumbre que ya se repite felizmente y que lo ha convertido en el más destacado encuentro de poetas de Argentina. Espejo de una ciudad con fuerte movida cultural y universitaria, su edición XXI sumó un escalón más a la propuesta de visibilizar y comunicar la poesía.
› Por Juan Pablo Bertazza
Desde Rosario
“Le íbamos a poner ‘submundos’, pero ese nombre implicaba algo marginal, subterráneo, oculto. Hicimos bien, porque la idea de todo esto es exactamente lo contrario: mostrarla, llevarla a la luz, mezclarla con la mayor cantidad de gente posible, y la prueba es la cantidad de personas que hay acá.” La referencia fue a la poesía, y esas palabras corresponden a la presentación de Boyitas, la revista digital que fue siguiendo paso a paso el XXI Festival Internacional de Poesía de Rosario, que se llevó a cabo entre el miércoles y el sábado de la semana pasada.
Es cierto: el Festival de Poesía de Rosario obtuvo la mayoría de edad desde su primera edición en octubre de 1993. Un momento más que indicado, entonces, para –sin dejar de estar en acción– poder mirar un poco hacia atrás para saber dónde está parado. La cuestión es que en un momento de auge de festivales poéticos –a los ya clásicos de la Biblioteca Nacional y de la Feria del Libro se les fueron sumando los flamantes de Córdoba y del Centro Cultural de la Cooperación– el de Rosario parece ser el hermano mayor de todos. Una autoridad legítimamente ganada que viene confirmando año a año.
La calidad garantizada de los poetas invitados, el contraste entre el interés por la sangre nueva y el reconocimiento a la tradición (hubo homenajes a Góngora y también a Rafael Ielpi a cargo de Sebastián Riestra), la amplísima diversidad de propuestas (talleres, presentaciones de libros, espacios de juego) y –sería injusto no decirlo– la colaboración de esa ciudad que respira rock en cada uno de sus rincones, resultaron en un festival magnífico que pudo poner en primer término el aspecto más vital y productivo de la poesía. Ese que la distingue y la hace emerger, de hecho, en esta época, en este presente lleno de creadores que enfrentan con nuevas armas los obstáculos de siempre –el síndrome de inferioridad del género, aquella victimización complaciente de que “la poesía no vende porque la poesía no se vende”–.
Lo vital engloba innumerables aspectos: hay algo de la naturaleza palpable de la poesía, su grado de comunicación con el entorno, la realidad, los pares y la actualidad, que este XXI Festival de Rosario supo aprovechar de manera impecable. De hecho, uno de los momentos más potentes tuvo lugar cuando Diana Bellesi –una de las grandes estrellas de esta edición, ya que además de coordinar la clínica de poesía de este año presentó también el Jardín secreto, documental basado en su vida y obra que se había estrenado en junio– y la poeta nicaragüense Carola Brantome, premio Casa de las Américas, subieron al escenario embanderadas con un trapo blanco que decía “yo banco las tomas”.
Y si lo vital de la poesía inexorablemente convoca al contexto, el gran trampolín fue ese lugar con aires míticos que es la Plataforma Lavardén –sede principal junto al Centro Cultural Roberto Fontanarrosa–, antiguo hotel y hoy majestuoso edificio con escaleras caracol, cúpula borgeana, terraza, y recovecos mágicos como una piecita en cuya ventana vuelan, por ejemplo, un puñado de libros. Una atmósfera, en definitiva, apta para toda poética, un escenario que recibió con los brazos abiertos todo lo que transcurrió durante esos cuatro días. Y la lista es afortunadamente extensa: una feria permanente de libros donde se podían conseguir desde ejemplares de ediciones independientes –de hecho, entre los talleres hubo uno de factura de libros a cargo de Lucas Oliveira– hasta las obras completas más canónicas de los poetas más tradicionales. Pero la vitalidad implica, por supuesto, la producción, el ida y vuelta, y en ese sentido resultaron muy novedosos el taller de traducción de poesía a cargo del español Jordi Doce (traductor de Thomas de Quincey, Charles Simic y Paul Auster, entre otros) y el flamante taller de reparación de poemas al instante, a cargo de Fernando Callero, que generaba una devolución inmediata de los poemas consultados.
También en sintonía con la producción se llevó a cabo la presentación en sociedad de 30.30 Poesía argentina del siglo XXI (una antología de nueva poesía argentina preparada especialmente para el Festival). La obra reúne a treinta poetas argentinos sub 30 que empezaron a publicar después del año 2000 tanto en libros como en soportes alternativos –fanzines, blogs, y fotocopias–. Francisco Bitar, Daiana Henderson y Gervasio Monchietti, los encargados de llevar a cabo la selección, se calzaron ropa de exploradores para adentrarse en esa selva de lo nuevo, ya que, tal como indica el prólogo del libro, a la inversa de lo que sucede con las compilaciones retrospectivas, este tipo de antologías implica mucho de descubrimiento.
La energía avasallante de la sangre joven se reprodujo con la fusión de poesía y música que lograron los respectivos recitales a sala llena de Gabo Ferro y Pablo Dacal.
Y en cuanto a las lecturas, que es el corazón de todo festival, tuvieron una duración muy equilibrada que no atentaba contra la capacidad de atención. Se destacaron la de Mirta Rosemberg y Lisandro González, ganadores del Premio Provincial José Pedroni. Y también la intervención musical de la sorprendente poeta y cantante alemana Josepha Conrad y la siempre refrescante intervención de Fernando Noy. Vale la pena destacar, por último, la participación de Chile, acaso uno de los países con mayor tradición poética pero también magnífico presente. Eso quedó demostrado en este Festival gracias a la participación de Raúl Zurita (que fue encarcelado y torturado durante el pinochetismo), una figura difícil que, luego de varios intentos, finalmente recaló en Rosario, y también del joven Víctor López Zumelzu, una de las revelaciones del Festival con sus poemas de largo aliento, tremendamente visuales.
En las paredes de la ciudad de Rosario –convulsionada por la tragedia reciente del edificio derruido por un escape de gas– se pueden vislumbrar montones de graffitis y stencils. Uno de ellos muestra el rostro de Jorge Luis Borges y un verso extraordinario de su poema “El amenazado”: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”.
Y entonces Martín Prieto y todos los organizadores dejan su estela de fiesta hasta el próximo año. Porque el Festival saca chapa de mayor de edad, y se confunde con la ciudad sede. Porque ya no se sabe si primero fue el Festival o primero la poesía inmensa de Rosario. Y qué importa saberlo.
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