Aniversarios > Hace cien años, el 8 de octubre de 1913, moría en París Lucio V. Mansilla, sin duda uno de los grandes escritores argentinos y uno de nuestros más pintorescos personajes. Fue el hombre que presintió la verdadera patria de los excluidos: la “tierra adentro”, el afuera de las ciudades, las tolderías donde habitaban los indios, los cautivos, las mujeres abandonadas por la civilización. María Rosa Lojo, gran lectora de Mansilla, a punto tal que escribió una novela sobre su vida nómada, lo recuerda aquí como una bisagra entre el siglo XIX y el XX.
› Por María Rosa Lojo
Mis padres, españoles exiliados de la posguerra civil, no pudieron legarme, junto con la lengua, una literatura argentina que les era desconocida. Sus primeros textos fuera del aula llegaron tardíamente a mi biblioteca, con forma de bonsái: la mini colección de Clásicos Jackson, en un estante de madera como para casa de muñecas, colmado de libritos de tapa roja. Entre sus títulos y autores más o menos previsibles (Alberdi, Sarmiento, Guido, Avellaneda, Hernández, et al) había una anomalía disruptiva. Ni ensayista ni novelista ni poeta, ni prócer, ni didáctico, su voz se deslizaba hacia la inquietante miscelánea. Era Lucio V. Mansilla, el escritor que encontró la horma de su zapato y el anillo para sus dedos de dandy, en un género francés: la causerie, la narración conversada. Lo adaptó, como nadie, a todas las necesidades de la expresión, a todos los tonos, menos, desde luego, la cuerda solemne.
Uno de sus relatos me abrió, para siempre, la puerta hacia la intimidad del país en el que había nacido, desposeída del arraigo cultural de la memoria. Se trata de “Los siete platos de arroz con leche”, donde aparecen los personajes que entrarían para quedarse en mi imaginación histórica y estética. El enigmático y socarrón don Juan Manuel de Rosas (tío materno y padrino del autor), su hija doña Manuelita, la “plebe” de Palermo, me mostraban un país del que la escuela no daba cuenta. Mansilla es el testigo involucrado en ese mundo desaparecido como la mansión del Restaurador que reconstruyen sus páginas. Es el portavoz de los derrotados, sobrevivientes de otra guerra civil, que, afuera o adentro, quedarán expulsados del centro del poder. A la inversa de los Recuerdos de Provincia que el joven y ambicioso Sarmiento aspira a convertir en su pasaporte a la gloria, esos recuerdos del maduro Lucio se arman con lo dejado de lado por el panteón oficial, con lo desechado por el Progreso y lo oculto para los vencedores. Lejos del mármol y la fanfarria, la Historia nacional se me reveló así como un secreto de familia que solo se puede contar desde adentro y en un tono confidencial, casi al oído.
La lectura posterior de Una excursión a los indios ranqueles me señaló dos caminos complementarios. O, si se quiere, un corredor en el tiempo. De un lado se veía el siglo XIX; del otro, el XX. Desde el siglo XX, el entonces extravagante coronel de capa colorada, empeñado en firmar un tratado de paz con el jefe ranquel Mariano Rosas, me parecía un profeta en varios sentidos. Miraba y escribía como un antropólogo contemporáneo, cuando la antropología estaba apenas en sus umbrales y éstos eran darwinianos y positivistas. Al menos en este momento clave de su vida, está dispuesto a declarar que los argentinos (empezando por él) también son indios y que los indios (prójimos y sujetos culturales) son argentinos. Con cautela y sin chauvinismo, Mansilla previene sobre las dificultades del proceso inmigratorio aluvional, y alerta, mucho antes que Ortega y Gasset, o Martínez Estrada o Murena, sobre el peligro de una república reducida a factoría.
Mirándolo en su propio siglo, Lucio Victorio nos introduce en lo que podríamos llamar, parafraseando a Eugenio Sue, “los misterios del siglo XIX”: la perspectiva de los múltiples seres anónimos, ocultos e ignorados, que están al margen y al borde, en el límite exterior de la civilización. Esos excluidos y exiliados no viven en la ciudad (Buenos Aires o París), sino en la frontera y en la Tierra Adentro. Se desplaza así del territorio canónico por excelencia de nuestra literatura (identificado con la región rioplatense y su núcleo porteño) hacia el centro geográfico de la nación, por donde en ese momento pasaba la frontera sur con las comunidades aborígenes. En ese otro centro, la pampa seca, se despliega una nueva topología (positiva) de la campaña, cuya fuerza regeneradora (la libertad en el seno de la naturaleza, el retorno a una vida comunitaria primigenia, el despliegue del impulso lúdico), contrapesa la corrupción, la suciedad y el egoísmo de las ciudades. La influencia de Rousseau, del romanticismo, del fourierismo, se liga en él a una reivindicación de la denostada “barbarie” y a una ampliación del mapa etno-cultural argentino, con elementos que no están ni siquiera adentro, en los “bajos fondos”, sino “afuera”, en un espacio ajeno para los ciudadanos de las metrópolis (o grandes aldeas) de la época. Sobre todo, para Buenos Aires.
Los gauchos perseguidos, tránsfugas políticos, cautivas, indios, misioneros, soldados de fortín, que pueblan este gran libro, son novedosos para la literatura y para la crítica literaria, no porque estas figuras no hubiesen aparecido nunca en textos consagrados, sino porque Mansilla logra reponerlos desde sus voces propias con una mirada comprensiva y curiosa, que nos muestra un mundo coral y plural, más allá de los prejuicios y las rígidas antinomias.
¿Olvidó realmente Lucio los propósitos y los proyectos humanitarios que lo inspiraban al escribir Una excursión...? ¿Se despreocupó para siempre de los caciques, sus compadres, y de los ahijados con los que había contraído obligaciones durante su viaje a las tolderías? Podemos inferir que no, en lo íntimo. Entre 1906 y 1907, Miguel Angel Cárcano hijo lo visita en París, donde sobrevive a su leyenda, retirado, a su pesar, de la política. El joven Cárcano lo indaga reiteradamente acerca de su vida en la frontera, hasta que un día decide romper el silencio: “Hoy te contaré cosas que no he referido en mi excursión, cosas que no pueden contarse a nadie, aunque sean reales y hayan sucedido, cosas que demostrarían la incapacidad y crueldad de nuestros militares para dominar al indio, cosas increíbles que echarían por tierra la reputación de alguno de nuestros grandes hombres”. Entonces le pide a Mónica, su mujer, el poncho pampa regalado por el cacique Mariano Rosas, testimonio “de aquella gran amistad y extraordinaria empresa”. Pese al cuidadoso embalaje, lo encuentra perforado por las polillas. La escena final es elocuente: ante los restos de aquel obsequio principesco, Mansilla se desploma en el sillón de su escritorio, sacudido por profundos sollozos.
El viejo excursionista, que ya no volvería a la patria, murió en París el 8 de octubre de 1913. Mientras lo sostuvo la salud, paseaba por la ciudad y, llevado por su inagotable avidez intelectual, asistía a toda clase de conferencias en La Sorbonne. Desde 1906 escribía, para El Diario, una sección de Páginas Breves (otra forma de la causerie) y contestaba incontables cartas. Un país sin ciudadanos (1908) fue su último libro.
Como pude comprobarlo cuando seguí su camino por la pampa central en 1992, para inscribirlo como protagonista en la novela La pasión de los nómades, ni Mansilla ni los ranqueles quedaron incluidos en el imaginario fundador de una población a la que le contaron otra Historia. Pero sus obras siguen siendo los potentes archivos de una memoria mutilada. Para activarlas, basta un golpe de ojo.
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