Domingo, 20 de octubre de 2013 | Hoy
Crónicas > Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en la colonia judía de Moisés Ville, se produjeron 22 asesinatos, bastante lejos del panorama idílico de integración de los “gauchos judíos” que se buscaría reflejar hacia el Centenario. Más de cien años después, el periodista Javier Sinay retoma aquella historia que investigara su bisabuelo en los lugares del hecho y a través de un periódico que él mismo había fundado. Los crímenes de Moisés Ville es una crónica que articula pasado y presente y permite una reflexión sobre el traspaso generacional y los alcances del propio género, cuando lo que se pone en relieve es el involucramiento del propio cronista.
Por Hugo Salas
Tal vez uno de los mayores encantos de la crónica –género que atraviesa un nuevo esplendor– consista en su capacidad de develar la verdad no como un conjunto de afirmaciones taxativas, sino como un entramado de hechos que se suceden y superponen en el tiempo, poniendo en tela de juicio incluso la posibilidad de llegar a esa verdad condensada. A ello se suma, en América latina, una tradición en que, desde el Archivo de Indias, el cronista se erige como la voz que complementa o enmienda el discurso institucional. No es casual, entonces, que de un tiempo a esta parte el género parezca el único texto capaz de iluminar una verdad que se cuela, perdiéndose, por entre los orificios de los sistemas represivos de la policía, o el estamento jurídico. Ambas circunstancias se conjugan felizmente en Los crímenes de Moisés Ville, segundo libro de Javier Sinay. Todo comienza cuando el autor recibe un correo electrónico instándolo a leer un viejo artículo periodístico escrito por su bisabuelo sobre la friolera de 22 homicidios ocurridos en la colonia judía entre 1889 y 1906. De allí en más, el libro será la crónica del paciente develamiento de una historia de inmigrantes cuya asimilación no fue tan pacífica como da a entender el imaginario de los “gauchos judíos”. Por otra parte, el remitente de ese mail de origen no es otro que el padre, quien se refiere al cronista con un diminutivo (“Javi”), destinándolo en igual medida al develamiento de una parte desconocida de su propia identidad: “Las letras del idish aparecen, ante mis ojos neófitos, como hormigas en fila; el idioma es ahora, y lo será siempre, una barrera en el reencuentro con mi bisabuelo, con su legado textual”.
La superposición del tema periodístico y el personal no fue accidental. El propio Sinay señala que “después de mi primer trabajo, Sangre joven. Matar y morir antes de la adultez (2009), un libro muy caliente, muy actual, estaba atento a la posible aparición de una historia personal. Había leído Correrías de un infiel (2005), de Osvaldo Baigorria, y me seducía la idea de trabajar un periodismo más íntimo. Ahora bien, una cosa es querer hacerlo y otra tener con qué. Cuando apareció el artículo de mi bisabuelo, Las primeras víctimas fatales en Moisés Ville, publicado en el periódico que fundó a los 21 años, Der Viderkol (y primer periódico argentino en idish), pensé que podía ser el inicio de algo. Poco a poco, la investigación fue abriendo muchas puertas, iluminando muchas pistas, y lo que yo quería que fuese una historia íntima y pequeña se convirtió en una historia íntima y enorme”.
En efecto, la indagación se vuelve enorme por la multiplicidad de problemáticas que, al abrirse, va anudando: la asimilación de los inmigrantes y de los colonos judíos en particular, el estamento social del gaucho a fines del siglo XIX, la violencia de la vida en el campo, los procesos de conformación de la identidad nacional, la fuerte cultura judía en la diáspora, particularmente ligada al idish, y su posterior eclipse, la influencia de las políticas del Estado de Israel sobre ese eclipse, la preservación y pérdida de archivos, las secuelas del atentado a la AMIA, las relaciones de la tradición y el mito familiar con la historia general y, desde luego, la violencia, como acto capaz de iluminar algo acerca de los modos en que las personas viven juntas.
“Me parece que lo interesante de abordar este documento desde el periodismo –reflexiona su autor– es que me permitió establecer una dinámica fluida entre pasado y presente, un poco a partir de este concepto del cual me enteré gracias a Ester Szwarc, directora académica del Instituto Judío de Investigaciones (IWO), de la cadena de generaciones, ‘di goldene keit’, que me permitía preguntarme qué sentido podía tener recuperar esta historia más allá de mi pasión de investigador. Era claro que permitía el alumbramiento de un área importante de la identidad argentina. Pero por otro lado, al dejarme entrar a tantas historias desde lugares diferentes, me permitía construir una mirada mucho más general y abarcadora, que involucra distintos niveles: el rescate de los textos antiguos y memorias de colonos como mi propio bisabuelo y otros, la inspección de la memoria familiar de cada una de estas familias, el rastreo de los expedientes judiciales, que resultó totalmente infructuoso, lo que no deja de ser un dato muy revelador, e incluso mi propia etnografía del lugar.”
De ese complejo entramado surge, por ejemplo, una comprobación que vulnera los lugares comunes acerca de la violencia, el delito y la vida “antes” y “ahora”: la campiña santafesina (área de esta investigación), y por ende “el campo”, estancia bucólica del imaginario nacional, resultaba en términos de tasas poblacionales un espacio mucho más violento a fines del siglo XIX de lo que resulta hoy. De hecho, interesado en establecer paralelismo con los crímenes “actuales” en Moisés Ville, el cronista descubre que, tras un espectacular asalto al banco en 1971, el único incidente policial que se registra es un envenenamiento masivo de perros.
Surge también, de manera contundente, un retrato de la prolífica cultura idish, gran cantidad de publicaciones, ríos de tinta, que custodian un enorme patrimonio. “Ese tesoro se conserva en gran parte en el instituto IWO –apunta Sinay–, pero fue tan prolífico que aparece además por todas partes, en documentos y libros desperdigados en casas de gente de la generación de nuestros abuelos. Esos textos son de un valor enorme a la hora de reconstruir la vida de la época. El diario Die Volks Stimme, por ejemplo, fundado pocos meses después del de mi bisabuelo por Abraham Vermont, nos ofrece una imagen del país finisecular muy colorida e informativa, mucho más osada y periodística de lo que podemos encontrar en cualquier ejemplar de La Nación o La Prensa de la época.”
Paradójicamente, el tesoro se guarda en la celosa bóveda de una lengua silenciada. Durante el largo proceso de investigación, el cronista estudió el idish para poder internarse en los documentos, pero en esos cuatro años nunca llegó a prescindir de la ayuda de su traductora. “En el libro intento dar algunas explicaciones de eso, cómo fue que la lengua en que mi bisabuelo hablaba, vivía, escribía, me resulte hoy tan ajena. Una explicación obvia, desde luego, es el recambio generacional. Otra, el Holocausto: al principio de la Segunda Guerra Mundial, había 18 millones de judíos en el mundo, de los cuales 11 hablaban idish; más de la mitad fueron asesinados antes de 1945, lo que lleva a algunos investigadores, Perla Sneh, por ejemplo, a hablar de lingüicidio. Pero también hay que tomar en consideración las políticas del Estado de Israel, que elige como lengua oficial el hebreo moderno, en un gesto refundacional y de afirmación de la propia fuerza. La otra cuestión, creo, tiene que ver con la propia comunidad judía argentina; de hecho el idish goza de mucha mejor salud en Europa en este momento. Y en el medio existe todo ese gran legado, el que quedó y el que no logramos encontrar, como el Viderkol, de mi bisabuelo, que no logré ubicar ni con un detective de libros. Así, yo saqué mucho provecho de esa cultura de la diáspora y al mismo tiempo siempre se mantuvo una distancia que me resultaba inquietante: nunca me resultaba posible abrazarla por completo.”
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