Algo muy cotidiano, tan simple como tener un negocito, una tiendita donde resisten los viejos vinilos, pero donde aún es posible la entrada de un rayo de luz maravilloso, un poco de magia parcial. Este es el retorno que se plantea en el último libro de Michael Chabon luego de variadas excursiones por el universo pop. Y en Telegraph Avenue también hay lugar para una pequeña aparición de un hombre simple llamado Barack Obama.
› Por Rodrigo Fresán
Para quien firma estas líneas, lo mejor de Michael Chabon (Washington D.C., 1963) continúa siendo Chicos prodigiosos. Escrita a toda velocidad a consecuencia de la frustración de no poder avanzar con Fountain City (la que se suponía sería su segunda novela, luego del celebrado debut con Los misterios de Pittsburgh) y publicada en 1997, en Chicos prodigiosos Chabon supo balancear como nunca su interés por lo pulp/pop con una sensible mirada realista y social. Así, coincidieron allí un turbulento fin de semana de campus para el escritor/profesor Grady Tripp con la sombra del lovecraftiano August Van Zorn y un abriguito que alguna vez perteneció a Marilyn Monroe. Tantos años después –y luego de habernos paseado por campos de béisbol fantásticos, una Alaska colonizada por judíos, viñetas de la edad dorada del comic, combates a sablazos en la antigua Khazaria, y por la campiña inglesa de un Sherlock Holmes nonagenario pero nunca del todo retirado– Chabon vuelve a ese territorio primero y primario en Telegraph Avenue. Un sitio donde lo cotidiano puede codearse con cierto aliento mítico y un aire de irrealidad controlada. Sólo que los chicos prodigiosos ya son adultos más bien normales y desencantados –dos amigos en la Oakland de 2004, el negro Archy Stallings y el blanco y judío Nat Jaffe– al frente de Brokeland Records, una tienda de vinilos de segunda mano tambalándose ante el avance de lo digital y de una de esas insaciables dino-mega-tiendas lista para devorar a la pequeña competencia. Pero Chabon no se conforma con la ya muchas veces girada –en Alta fidelidad o en Empire Records– mística sentimental de la tienda de discos como microclima universal. Y entre el negro y el blanco hay muchos grises. Así, aquí también cantan lo suyo las esposas de Archy y Nat (socias en el oficio de comadronas) y suenan dilemas sin solución y enigmas sin respuesta que vienen de muy atrás, de pasadas generaciones. Y abundan los opuestos complementarios que no se quedan sólo en lo racial y que van de lo hétero a lo homo y del jazz al funk pasando por el duelo geográfico entre Oakland y Berkeley y –seguramente “el tema” recurrente de Chabon– el amoroso combate sin tregua entre padres e hijos.
Así, en más de un momento, Telegraph Avenue puede leerse como la contraparte práctica del aparato teórico-doméstico recopilado en su inmediatamente anterior Manhood for Amateurs: The Pleasures and Regrets of a Husband, Father, and Son. Todo imbuido de numerosas referencias cult y cultas (a destacar las referencias al cine de Quentin Tarantino y de Stanley Kubrick y a la estética del blaxploitation, que no impiden la invocación del estoico Marco Aurelio o de la estética de Frida Kahlo como sacerdotisa New Age o de los zarpazos subversivos de los Black Panthers) armonizadas con un cierto optimismo. Una constante y melancólica alegría –por más que aquí abunden más las antologías de encomiables Best of... que las de comerciales Greatest Hits– que acercan a los héroes casi pero nunca del todo vencidos de Telegraph Avenue más al cine de Cameron Crowe (quien, se dice, pronto la llevará a la HBO) que al de Robert Altman. Y detalle importante: Telegraph Avenue empezó como propuesta fallida de Chabon para el canal de televisión TNT y es así que comparte, con libros recientes como El arte de la defensa de Chad Harbach y La trama nupcial de Jeffrey Eugeniades, una cierta voluntad serial y episódica –con flashbacks y desvíos y acaso demasiados secundarios y subtramas que incluyen a un leviatánico abogado apodado Moby y a un loro de “genio mozartiano”– así como una evidente necesidad de ser considerada compañera de la sobrevalorada Libertad de Jonathan Franzen como molde de la Gran Novela Americana.
El resultado final es una celebrable y curiosa mezcla del Vineland de Thomas Pynchon, Dombey e hijo de Charles Dickens, la dulce acidez de Nick Hornby en lo que hace a la radiografía de la masculinidad, y aquellos despachos neo-periodísticos de lo tribal by Tom Wolfe pero sin malicia alguna. En Telegraph Avenue –a diferencia de lo que ocurre en otra gran novela de “lo negro” con música y firmada por un blanco, la magnífica y mucho más densa en lo histórico y social El tiempo de nuestras canciones de Richard Powers– todo es amable. Inclusive un triste final feliz donde amanece para nuestros héroes el nuevo día del comercio on-line y adiós a tantos problemas como eso de existir local y físicamente cuando se puede abrazar al mundo entero, sin fronteras. No será lo mismo, pero algo será. Como filosofa Nat: la posibilidad de “pasar de la realidad y también tomarme las cosas en serio”. Pero, en cualquier caso, será una seriedad graciosa. Todo es tan gracioso y tan amable que, cerca de la página 200 de Telegraph Avenue, un muy cansado senador hace su aparición en la novela y se detiene a escuchar cómo una banda de jazz prueba sonido antes de un concierto. Y, allí, ese hombre de paso dice algo acerca de los verdaderos afortunados en la vida: “Los que encuentran un trabajo que significa algo para ellos. En el que pueden poner toda su alma, por mucho que a los demás les parezca una bobada”. Su nombre es Barack Obama y –como Archy y Nat– también parece ser un muy buen tipo.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux