Es docente, y se lo puede ver en televisión en el programa Mentira la verdad, que él mismo conduce por Canal Encuentro, dedicado a divulgar la filosofía. Es que Darío Sztajnszrajber no le teme, precisamente, a la palabra “divulgación” y acaba de escribir un libro complejo pero comunicable en esa dirección. En ¿Para qué sirve la filosofía? (Pequeño tratado sobre la demolición) propone las preguntas sobre para qué y cómo filosofar bajo la forma de un viaje nocturno por la ciudad y sus alrededores, abriendo la puerta a la extrañeza, el goce y el desvío.
› Por Mariano Dorr
Hacer de un viaje en colectivo el inicio del camino del pensamiento es el primero de una larga cadena de aciertos de Darío Sztajnszrajber. No puede tratarse de un viaje metafórico (o alegórico), esta posibilidad queda excluida de entrada: si el medio de transporte operara como metáfora, seguiría siendo un transporte. Metáfora significa precisamente eso: transportar, trasladar. Antes de tratarse de un recurso retórico, el narrador se encuentra ya inmerso en una lógica del traslado, siempre en movimiento. Maravillado ante el poderoso mundo significante del ómnibus, evita bajar en su parada y continúa viajando. Cuando desciende, entiende que quizás, en su deriva, se dejó llevar demasiado lejos. Perdido en algún lugar de los barrios periféricos del Gran Buenos Aires, ejercita la filosofía y observa, tanto al mundo circundante como a sí mismo, con el mismo extrañamiento: “Hacer filosofía es colocarse en un lugar de extrañamiento frente a todo lo que nos rodea, frente a todo lo que se nos presenta como obvio. Todos podemos desmarcarnos de lo cotidiano para ingresar en la penumbra del extrañamiento, que no es más que recuperar de alguna manera nuestra capacidad de asombro”, escribe el autor. El subtítulo del libro –“Pequeño tratado sobre la demolición”– funciona como advertencia: si bien estamos ante una obra de divulgación filosófica, lo que Sztajnszrajber acerca al lector no especializado no es un mero rejunte de ideas ordenadas según un esquema histórico o cronológico. Lo que se divulga son problemas filosóficos en sí mismos: ¿qué es la filosofía? ¿Cómo entender lo que se ha dado en llamar filosofía? Y sobre todo, ¿para qué sirve? ¿Se trata de un saber útil o habría que pensarla como un desarrollo del pensamiento por fuera del valor de la utilidad? Si este segundo camino es viable: ¿qué implica pensar a la filosofía como un saber inútil?
Darío Sztajnszrajber ejerce la docencia de la filosofía en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires, es conductor del programa Mentira la verdad, un ciclo dedicado a la divulgación de la filosofía en Canal Encuentro. Y ¿Para qué sirve la filosofía? es su primer libro.
El primer autor que mencionás no es un filósofo en sentido estricto sino un poeta, Charles Baudelaire. ¿Cómo fue esta elección?
–La forma en que está trabajada la idea de filosofía en el libro tiene mucha afinidad con la apuesta del paseante baudelaireano. Sobre todo en la medida en que pensemos a la filosofía como un modo de interrumpir la utilidad como valor dominante. En definitiva, el mismo título del libro apunta a poner en cuestionamiento hasta qué punto la dominancia de la utilidad se vuelve hegemónica, se naturaliza. Ese flâneur baudelaireano es para mí el mejor ejemplo de lo que llamaría “desviar la mirada”, que es lo que más cuesta en la vida cotidiana. Y es también, al mismo tiempo, lo que de algún modo la filosofía propone, siempre y cuando entendamos la filosofía como un ejercicio de la pregunta. Se trata, en este sentido, de abandonar la pregunta utilitaria, la pregunta técnica, para dar lugar a la pregunta existencial que viene a interrumpir el tipo de pregunta propio de la vida cotidiana. Es decir, ir de la pregunta por el cómo a la pregunta por el qué. Y cuando nos hacemos esta pregunta, por el qué, observamos que siempre se vuelve una búsqueda infructuosa. Se trata de una pregunta imposible en el sentido derridiano: una imposibilidad que pone en jaque al mundo de lo posible y que nos hace pensar hasta qué punto lo que entendemos como las posibilidades nos encorsetan a ciertas formas de construcción de sentido que no son las únicas.
El flâneur aparece como una figura privilegiada a lo largo de toda la obra.
–Es que el flâneur, en su distracción, en su deriva, junto a todo el pensamiento literario decimonónico, es para mí la figura que mejor expresa la contra a esa modernización donde empieza a germinar la industrialización de la conciencia. El narrador de ¿Para qué sirve la filosofía? es un flâneur que está perdido, no se sabe de dónde viene ni tiene claro hacia dónde va. Lo que sí se sabe es que es de noche. El flâneur se pierde mejor en la noche. La noche tiene algo de esa zozobra de la perdición. Y anticipémosle al lector que el libro termina al mediodía. El narrador pasa toda la noche recorriendo el conurbano bonaerense, la capital, distintos lugares emblemáticos que le van generando una reflexión que juega todo el tiempo con la tensión entre lo cotidiano y lo existencial. Este es el lugar que más me interesa del flâneur. Otra figura que siempre me gustó y que me influyó mucho, desde la literatura hacia la filosofía, es el personaje de Horacio Oliveira, de Rayuela. No es muy distinto tampoco. Aquí no estamos buscando a La Maga, pero estamos buscando a Sofía, y obviamente no la encontramos. En estos personajes está presente esta misma tensión permanente entre una cotidianidad que abruma y esas otras facetas –que de algún modo conviven con lo cotidiano– y que también son propias de lo humano, lo que llamamos lo existencial.
Parece que marcaras vías de acceso poco comunes a la filosofía.
–La primera vez que tuve contacto con algo del orden de la filosofía fue a través de la música y de la literatura. Creo que eso también condiciona una manera de lectura y de producción filosófica. Mi primera lectura fuertemente filosófica –en este sentido– fue Rayuela. Y con la música, lo mismo: Spinetta. Me partió esa forma de poetizar la existencia desde la pregunta y desde la angustia. Porque tanto la música como este tipo de literatura son angustiantes. Y desde mi punto de vista, la filosofía –heideggerianamente hablando– es una forma de reconciliarse con la angustia. Una forma de atravesar las angustias de otro modo que aquel que propone la farmacología. Es decir, la angustia, o no es una patología, o todo es patológico. Pensar que la felicidad pasa por combatir la angustia es, ante todo, angustiante. Entonces, éste no es un libro liberador de las angustias sino un libro más afín con esa idea del Fedón de Platón según la cual hacer filosofía es un ejercicio para la muerte. A mí esa definición de Platón me mató: ¿qué es aprender a morir? ¡Es vivir! De lo que se trata, entonces, es de cómo relacionarnos durante la vida con la conciencia de que somos finitos. Eso es un ejercicio para la muerte; en cambio, tapar la angustia no lo es. Al contrario, pretender tapar la angustia es negar la muerte, es decir, negar el hecho de que somos finitos. Este es el clima del libro: el tedio baudelaireano, el spleen, pero traído a Buenos Aires y sus suburbios en el siglo XXI.
Hay escenas casi cinematográficas. Bares, estaciones de tren, baños apestados, robos en la vía pública...
–El juego del libro tiene que ver con ir explicando distintas definiciones de filosofía, pero siempre puestas en una situación concreta y cotidiana, en el curso del viaje de este flâneur. Estas imágenes o escenas cinematográficas que mencionás a mí me nutren –igual que en Mentira la verdad, el programa– de una ficción que hace que toda la explicación filosófica se corporice en algo concreto. Es muy distinto explicar que la filosofía es un saber inútil de manera abstracta que explicarlo tirando la cadena de un inodoro. Ahí es donde nos topamos con la inutilidad o donde nos reconciliamos con lo inútil. La filosofía es un hecho urbano. Y si bien la hiperurbanización va matando cierto propósito originario de la filosofía, sin embargo llega a tal expansión que permite, al mismo tiempo, que aparezcan nuevos formatos filosóficos que aún en este contexto pueden seguir planteando la pregunta por el porqué. El libro se propone todo el tiempo una emancipación a partir de esta pregunta. En la medida en que el porqué sea la última palabra, no hay última palabra. Entonces, hay una reivindicación de la ultimidad del porqué, porque es una ultimidad que abre. En ese sentido el libro presenta una fuerte conexión con la tradición hermenéutica y sus diferentes líneas; la deconstrucción y la hermenéutica están muy presentes en mi trabajo.
La prosa de Sztajnszrajber es tan intensa como natural. Entre el ensayo y la ficción, el texto consigue que el lector levante la vista del libro para encontrar su propio mundo –su situación concreta– bajo el mismo influjo de una mirada “desviada”, problematizándolo todo, como si de repente la vida se revelase una ficción asumida como verdadera realidad. Es la potencia del pensamiento deconstructivo, capaz de hacernos pensar de un modo completamente diferente del acostumbrado, abriendo una grieta allí donde creíamos que todo estaba cerrado. Es el extraño arte de ver las cosas como si fuera la primera vez, como si fuéramos extraterrestres recién llegados al planeta Tierra. Y esta forma de ver y pensar se traslada a la forma en que está escrito este libro, además de las marcas recientes y pasadas que deja presentir.
“Hay un libro que me marcó mucho, ya siendo adulto, un texto relativamente reciente que operó como la última fuerte influencia para abrir la puerta a lo que luego fue ¿Para qué sirve la filosofía?”, señala Sztajnszrajber. “Me refiero a No ser Dios, la autobiografía a cuatro manos de Gianni Vattimo, con quien estuve hace algunos días compartiendo un panel. Un paréntesis: qué loco es, para quienes hacemos filosofía, tocar al filósofo. Toqué a Vattimo y pienso en lo maravilloso de tocar una idea. Mi primera aproximación a la filosofía fue justamente aquel verso de ‘Barro tal vez’, cuando Spinetta escribe: ‘Si quiero me toco el alma’. ¿Cómo se toca un alma? ¿Por qué usa el verbo tocar y no otro? Y ahora... lo tocamos a Vattimo. Hay un texto de Derrida sobra la obra de Jean-Luc Nancy cuyo título es ‘El tocar’; no recuerdo exactamente la frase, pero sugiere la idea de los ojos que se tocan. Derrida puede ser –a veces– muy spinetteano. Volviendo a No ser Dios –que según me dijo el propio Vattimo no lo escribió él sino su entrevistador–, es un libro increíble en donde él va oscilando sin pedir permiso entre su debut sexual, la muerte de sus parejas y por qué Heidegger y Marx son iguales. Leyendo eso descubrí, en cierto modo, lo que yo mismo quería escribir. Esto es, un libro que aunara ambas cuestiones, la preocupación existencial en el seno de lo cotidiano.”
“También hay que decir que la figura del flâneur podemos encontrarla en la filosofía desde sus orígenes –sin temor a resultar anacrónicos– en la antigua Grecia”, señala. “Cuenta Platón que Tales de Mileto, de tanto mirar el cielo y las estrellas, se caía en todos los pozos... Esa forma de hacer filosofía, caminando, involucrando todo el cuerpo en el filosofar, es precisamente la que fue perdiéndose o burocratizándose. En las instituciones filosóficas se escindió lo que es poner el cuerpo de lo que es una profesionalización liberal y analítica. Se separa todo lo que pertenezca al ámbito del cuerpo del trabajo estrictamente filosófico y argumentativo. Sin embargo, la tarea del pensamiento no es sólo una cuestión de comprensión racional, sino que es también una experiencia estética que, como tal, involucra al cuerpo, a los sentidos. Creo que la filosofía se encuentra más cerca del arte que de la ciencia. La filosofía conmueve. En esta idea de conmoción hay algo del sentido originario de lo que fue la filosofía cuando nació. Originario también en términos de una recuperación de la pregunta por el para qué. ¿Para qué hacemos filosofía? ¿Qué es lo que me empuja a hacerme estas preguntas? Es ese asombro primigenio. Ahora bien, eso no quiere decir que no exista una filosofía “oficial”, académica, con sus métodos y características. El problema es que esa forma oficial de ejercer la filosofía se ha vuelto hegemónica, excluyendo toda otra forma de filosofar. Por eso recupero la divulgación, y no le temo a la palabra. Alguien me dijo que en lugar de hablar de divulgación dijera “difusión” de la filosofía. Pero, justamente, se trata de entender el hecho de que la filosofía pueda llegar a capas cada vez más extendidas de ciudadanía. Más aún tratándose de este modo de practicar la filosofía, que no es mejor ni peor: una filosofía hecha a martillazos, como diría Nietzsche. Una divulgación en el sentido popular del término, que es también lo que le molesta a la academia.
El libro es también una introducción a la filosofía escrita desde la idea de diferencia, con una fuerte impronta deconstructiva. Teniendo en cuenta lo que se ha escrito hasta hoy, producir una introducción a la filosofía a partir de la idea de diferencia, haciendo hincapié en la cuestión del otro, en la alteridad, es una novedad.
–Sí. Es el asombro asombrándose. La filosofía asombrándose de sí misma. Esto lo permite el hecho de ser un libro en el intertexto entre el género filosófico y el género literario. Por otro lado hay un único tema que atraviesa todo el volumen: entender qué es la filosofía. Es una introducción no sólo a la filosofía sino también a la idea de filosofía. No es un trabajo sobre los distintos temas de la filosofía sino puntalmente sobre qué es eso que llamamos filosofía. Ahora bien, entender qué es la filosofía constituye un problema filosófico en sí mismo. Y este problema es ya ilimitado, podrían escribirse miles o millones de páginas al respecto. Si además lo abordamos deconstructivamente, hay mucho para decir sobre las diferentes figuras con las que se ha intentado explicar qué es la filosofía. El trabajo de deconstrucción implica un salto de un plano a otro, es decir, cada vez que se deconstruye una forma de entender la filosofía, esa deconstrucción nos conduce a otra figura posible que, a su vez, vuelve a deconstruirse. En todo caso, si hay algo indeconstruible, ese algo es la pregunta. No me refiero a la pregunta formulada sino más bien a lo que abre la pregunta. Frente a esa indeconstructibilidad, frente a lo que abre en la pregunta, empiezan a aparecer las distintas definiciones de filosofía. Es una recuperación del propósito originario: la pregunta. Aquella que está por detrás de toda pregunta formulable. Y esto es clave. Ese abismo, eso infundado que está por debajo de todo lo que se dice, es algo inasible, no conceptualizable. Sin embargo, es algo que si no puede ser alcanzado, sí puede ser rodeado. Es el viaje –el recorrido– el que va haciendo perder estabilidad a los lugares. Viajar no es tanto ir de un lugar a otro. Viajar es viajar, los lugares son en todo caso el imaginario que construimos cuando nos cansamos del viaje. Se da entonces una suerte de vuelta fascinante que, en definitiva, es la vuelta del flâneur. Volvemos a Baudelaire: no es necesario caminar la ciudad. Uno puede ser un flâneur en la cocina de su casa. Cuando mi hijo de dos años agarra una cuchara, para él ese objeto es cualquier cosa menos una cuchara. Ese es el viaje del flâneur, cómo puede hacerse de una cuchara infinitas cosas.
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