Si le cabe la expresión de “secreto mejor guardado” de la literatura argentina, Norberto Soares fue el primer responsable de guardarse a sí mismo. Pero, además de cultivar la bohemia y cierto misterio alrededor de su figura, dejó un excelente volumen de cuentos, Gente que baila, que ahora se reedita en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia.
› Por Damián Huergo
Tiene que haber algo más. Una novela, otro libro de cuentos, una compilación de artículos periodísticos, un diario sobre su nocturnidad porteña. Cuesta creer que el extraordinario Gente que baila sea el único libro editado del escritor y periodista Norberto Soares. Y a la vez, según cuenta Ricardo Piglia, no hay que dejar de pensar su existencia como un acontecimiento insólito, una excepción que rompe la regla del no, una ucronía hecha realidad. Publicado por primera vez en 1993 de la mano de Luis Chitarroni, Gente que baila es, en retrospectiva, el puente que construyó, caminó y luego dinamitó Soares en su versión como escritor. El recorrido que atravesaba iba desde el grupo imaginario de los “sabios secretos” hacia el de aquellos autores no menos fantasmales que sólo alcanzaron a publicar uno o dos libros, sea en vida o de la mano invisible de sus herederos. Sin la monumentalidad y la tragedia de Salvador Benesdra o de Jorge Barón Biza, la figura de Soares tiene sus propias singularidades devenidas misterios.
Asociado a la bohemia porteña de la segunda mitad del siglo XX, Soares fue uno de los anónimos brillantes de la troupe compuesta por Miguel Briante, Jorge Di Paola y María Moreno. Además se lo recuerda por empujar desde sus artículos culturales en Primera Plana, La Opinión y Acción –entre otros– los nombres de viejos conocidos cuando recién eran jóvenes escritores: Luis Gusmán, Antonio Dal Masseto, Osvaldo Lamborghini, Osvaldo Soriano y un largo etcétera que asomaban en sus reseñas, protegidos por su estilo ácido e inflamable.
Cuenta María Moreno que Soares –en el medio de una de las cientos de conversaciones sobre su admirado Raymond Chandler y las leyes de la novela negra– podía decir con Proust: “Pensar que perdí mi vida por una mujer que no era de mi estilo”. Ese mantra romántico y agónico podría ser la primera frase de cualquiera de los cuentos de Gente que baila. Precisamente, ése es el vértice que une a todos los relatos: la aparición de una mujer desde el comienzo, desde el primer párrafo. Esos nombres femeninos son espejo de la Buenos Aires portuaria, que refleja distintos orígenes –Perla Kuperminc, Beatriz Adakian, Eva Fischer– y son arrojados a la mesa como si fuesen casos que deben ser resueltos. El detective –sin excepción– es el narrador, por lo general una tercera persona omnisciente y helada como un asesino en serie. Su función será la de tirar del hilo suelto, no para llegar al ovillo sino para enredarse, quebrarse o dejarse rendir ante una historia de amor que –narrativamente– funciona muy bien porque termina preciosamente mal.
Soares se encarga de rastrear y de subrayar los efectos que las mujeres producen en los hombres. En “Las mujeres son distintas”, la desaparición de Lucía Beni lo lleva a Daniel Kreiner “de la melancolía al yoga” y de ahí en viaje directo al “crimen perfecto”. O en “El 17 de marzo”, el recuerdo de las tetas de Odette Award en un umbral de su pasado le hace recuperar la voz al narrador, que había perdido en el ’74 cuando el General lo “abandonó”. Soares esquiva la tentación de plantear los vínculos amorosos como algo cerrado, atemporal, lejos de su tiempo y espacio. Por el contrario, con una prosa cargada de pensamiento político y literario, permite que el suelo histórico atraviese a los personajes, que les marque el ritmo, aunque ellos tengan la suficiente autodeterminación para elegir qué temas quieren bailar.
Suele decirse que el territorio, el país de origen, es el lugar que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas. En el post-bélico “Una historia de amor”, Soares redobla la apuesta y marca que ese origen no es otro que aquel donde se vivieron las experiencias más intensas. Tanto para Tony Pollack como para Josef Spatz, esa patria renegada, pero perseverante en su daño, será la Segunda Guerra: “memoria íntima” compartida, que justifica su unión con mayor certeza que la farsa del destino.
En cada cuento, Soares parece empezar de cero. Construye laboriosas estructuras que, una vez utilizadas, quema. De este modo, en “Eva Fischer se dirige hacia la felicidad” realiza un montaje entre un monólogo interior y una huida realista cuasi onírica. O en “Casete”, donde toma el riesgo de utilizar nuevos –para la época– lenguajes tecnológicos y arma una trama policial a partir de los mensajes dejados en el contestador de una psicoanalista. Sin embargo, del incendio de cada estructura, Soares recupera a alguno de los personajes, como si en tal elección confesara que la importancia está en la voz, en los hombres y mujeres que la cargan, y no en los argumentos. Así, el psiquiatra Zoff va saltando de relato en relato, atestiguando con su verdad clínica los dardos del deseo y el amor. Lo mismo sucede con la aparición de la inolvidable Tony Pollack. En “Lunas Cassorla, naranjo en flor” (la genial nouvelle que cierra el libro), Tony regentea a las chicas del mandamás de Avellaneda, quien goza, sufre y escribe al encontrar un objeto que no puede alcanzar. Esta última historia funciona como síntesis de la obra de Soares. Incluye todos los elementos de su trabajo (mujeres, noche, alcohol, Buenos Aires, peronismo, suburbios, putas, asesinos, clandestinidad) y las obsesiones, al parecer, de su vida breve y valiosa.
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