Escritor errante pero fuertemente arraigado en el destino de su país, Guatemala, Rodrigo Rey Rosa fue construyendo una obra singular, en permanente fuga y, al mismo tiempo, en la búsqueda constante de formas de escritura marcadas por la austeridad y la precisión. Estas características de híbrido y fuerte compromiso social, no reñidas en su caso, vuelven a confluir en Los sordos, donde se confrontan dos formas de justicia y de comprensión de la violencia.
› Por Susana Cella
Antes de las compartimentaciones establecidas primero por los conquistadores españoles y luego por los enfrentamientos posteriores a la independencia, la actual república de Guatemala (ubicada entre México, Belice, Honduras y El Salvador) fue parte del territorio donde se desarrolló la civilización maya. La tierra del Popol Vuh semeja un lugar de ilusiones perdidas, así la aspiración a una unión centroamericana que no fue. Guatemala se erigió como país en 1847. En medio de una historia política signada por continuas convulsiones, donde no faltaron los dictadores (Manuel Estrada Cabrera o Jorge Ubico), golpes de Estado y prolongadas guerras, en el siglo XX surgieron escritores que trascendieron las fronteras del país: Miguel Angel Asturias, Luis Cardoza y Aragón y Augusto Monterroso. Pese a sus diferentes proyectos creadores, comparten los desplazamientos, no sólo “el viaje estético”, sino sobre todo el exilio.
Destino también de una figura clave en la política del país. Jacobo Arbenz, elegido presidente en 1950, quiso llevar a cabo un proceso de independencia y justicia social. Al enfrentarse al imperialismo, la respuesta fue la invasión norteamericana ordenada por el presidente Eisenhower. Cuatro años después de ese devastador hecho, que sepultó toda esperanza de transformación, nacía Rodrigo Rey Rosa. La trashumancia también marcó su vida, pero de un modo diferente al de sus predecesores. No se trató de un exilio, sino de alejarse de un país ensangrentado por una larguísima guerra civil desde 1960 hasta 1996. Después de un recorrido por Europa, hubo un fugaz regreso a la patria, donde el conflicto armado continuaba, entonces marchó a Nueva York y comenzó a estudiar cine. Sus relatos breves o extensos tienen como base un magma de experiencias personales donde se conjugan su lugar natal y sus traslados. Los cuentos de Ningún lugar sagrado se ubican en la gran ciudad norteamericana, desde una mirada que se aboca a narrar de qué modo la urbe incide en los personajes, diseñando situaciones donde prevalecen imposibilidades y encierro, incluida la cárcel, y los avatares de quienes quizá llegaron ahí soñando un mejor destino.
Muy diferente fue el ámbito en que se afincó luego. En Tánger (Marruecos), se produjo un encuentro fundamental para su carrera: Paul Bowles, que murió en esa ciudad en 1999. De ese año es La orilla africana. No sólo se tradujeron mutuamente y lograron una afinada sintonía, sino que además Rey Rosa supo aprovechar para su propia escritura las lecciones del autor de El cielo protector. Según ha dicho, Bowles fue una de las tres B influyentes, (las otras dos son Borges y Bioy Casares).
Las traducciones de Bowles remiten a las primeras obras de Rey Rosa de los ’80. Después de tanteos en breves prosas pudo llegar a Cárcel de árboles, base para las adquisiciones estilísticas de ahí en más.
El camino hacia la precisión, la búsqueda de una forma de expresar sin estridencias una realidad brutal encapsulada en la impunidad y en las varias formas de dominio y sumisión, afrontó el requerimiento de cómo narrar el propio y siempre peligroso suelo donde el linchamiento atestigua la inoperancia de la institución judicial. Al evitar el regodeo en lo macabro, logra una prosa capaz de tejer en lo que sugiere, en lo que escuetamente declara, en la entrevisión y lo no dicho pero atisbado o conjeturado, la historia de un país donde impera la ley del más fuerte como constante histórica, tal como se manifiesta en El material humano.
La persistente violencia, el recuento de muertes y otros delitos llevaron a vincular sus textos con el género policial. Pero en realidad no se trata aquí de la develación de un enigma, menos de la resolución del crimen. Los cuantiosos asesinatos sólo se repiten, sin que haya juicios y con el aparato estatal como principal autor (por acción o encubrimiento). Se ha visto su modo de narrar en clave de una mirada cínica, pero más bien es una visión desesperanzada, sin ilusiones ni expectativas.
En las frases breves, en los diálogos (donde aparece el voseo), late un fondo de mutuas sospechas, y las máscaras asumidas por los personajes y quizá también por el narrador, no son sino tributarias del mantenimiento de ese orden de espanto emplazado en una superficie textual simultáneamente aludida y afirmada. Lo que queda es la incertidumbre o en realidad la certidumbre de que todo sigue igual. Por eso los relatos menos que concluir se apagan sobre el transfondo de complicidades y pactos que demandan discreción, sobreentendidos y, sobre todo, silencio.
A una más que abundante producción en los últimos años, gratificada por el Premio Nacional de Literatura en 2004, se suma Los sordos. Aquí, el episodio inicial aparece como un cuento casi autónomo, sin aparente conexión con lo que luego se despliega. Un niño mutilado y discapacitado, desaparece; es sordo y el dedo se lo cercenó cuando trataba de labrar una piedra. Sin padre ni madre presentes, su familia primordial es la abuela, su ámbito natural es el de los pobres en actos de supervivencia y riesgo. Esta escena se instala como Prólogo seguido de dos partes: Los sordos y Nepente.
“Pero están todos sordos, o qué, había dicho Clara ¿Sabes qué creen? ¡Que estaba secuestrada!” Esa mujer es hija de un poderoso burgués, con su séquito de guardaespaldas. No poco importante es el papel que desempeñan estos personajes, a la vez que cumplen órdenes, van a aprovechar lo que les resulte más conveniente, igual que sus patrones. Todos simulan, todos traicionan, todos mienten. La extraña ausencia de Clara, tensada entre un elegido alejamiento y un secuestro, impulsa la personal investigación por parte de uno de los guardaespaldas, Cayetano, quien a la vez realiza, desde la salida de su pueblito, todo un aprendizaje acerca de cómo funciona el mundo de la riqueza y el poder. En su trayecto, que se hace material en los lugares tan dispares donde habita o adonde se traslada, se entretejen suspicacias, violencias infligidas y padecidas. Tratando de encontrar a la mujer se topa con las pujas de intereses económicos relacionados con artimañas legales y con experimentos médicos.
La sordera es aquí no sólo una falla física, sino también metáfora de un modus operandi que afecta a casi todos los personajes: hacerse el sordo y asordinar como formas de ocultamiento y engaño. El intento de poner a la luz, de reclamar la intervención de las autoridades, pone en escena un interesante contrapunto entre dos modos de la justicia: la oficial y la consuetudinaria de los indios. Rey Rosa ha dicho, investigador a su vez, que tuvo que recabar información sobre esa tradición indígena, lo cual le permitió incorporar a la novela datos sobre la pervivencia de otras lenguas y cosmovisiones. Ambos tribunales funcionan en paralelo y según distintas pautas: a los habituales métodos de encubrimientos de los funcionarios se opone la cuidadosa indagación de la comunidad autóctona. Es en ese ámbito donde reaparecen los ausentes (el niño sordo y Clara). Someras explicaciones no alcanzan para captar el transfondo de una densa trama. Asordinado también el suspenso, todo queda en suspensión, lo que torna casi irónico el último capítulo, llamado Final.
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