En los años ’80, Leonardo Padura ingresó a El Caimán Barbudo, la revista de los jóvenes intelectuales, y luego sería transferido a Juventud Rebelde, en un período donde en Cuba se abría un camino para un nuevo periodismo, bastante cercano a la literatura y en busca de alejarse de las líneas más burocratización de la prensa escrita. De esos años quedaron una serie de crónicas y reportajes donde rescataba historias secretas e insólitas. El viaje más largo (en busca de una cubanía extraviada) recopila varios de esos tempranos textos del hoy consagrado autor de El hombre que amaba a los perros. Aquí se publica, como anticipo, “Crónica de un mundo que se acaba”, la entrañable historia del último de los pescadores solitarios de los cayos más remotos de la isla.
› Por Leonardo Padura
Cuando Alcides Fals Roque llegó por primera vez a Cayo Romano, la piel de sus pies era tan fina que el solo contacto con la arena caliente le producía violentos escalofríos. Entonces tenía apenas seis años, pero en el estómago llevaba un hambre de adulto y en la mente la más remota decisión de su vida: hacerse pescador y poder ganarse así unos reales para tranquilizar sus ruidosos jugos gástricos.
Alcides Fals Roque nunca pensó, recién llegado a aquel islote paradisíaco y de largas playas, prácticamente deshabitado por el hombre, que pasaría allí el resto de su vida o, cuando menos, los próximos 62 veranos de su agitada existencia. Tampoco pudo imaginar que 59 años después de su establecimiento en Cayo Romano –”la isla de mi corazón”, como él solía llamarla–, unos señores muy formales le entregarían un radio portátil, un diploma y unas medallas que lo acreditaban como el mejor pescador de quelonios de la isla de Cuba y todos sus cayos adyacentes... Pero lo que Alcides Fals Roque jamás hubiera podido imaginar es que precisamente él sería el último ejemplar cubano de la vieja especie de los pescadores solitarios: el destino, el desarrollo y el dinero pondrían punto final al idilio de este hombre con la naturaleza más virginal de Cuba, porque los cayos entre los que había hecho toda su vida, acompañado por el silencio y las artes de pesca, pronto se llenarían de hoteles, carreteras y personas que convertirían a esta cayería en un paraíso turístico que apenas dejaría sitio para algún recuerdo de su pasado salvaje...
Cayo Romano es el mayor de los islotes que cubren la costa norte de las provincias de Camagüey y Ciego de Avila, en el centro de la isla grande de Cuba. Es una lengua de tierra larga, sin rocas, a la que hace unos diez años sólo era posible llegar por mar, preferiblemente desde la bahía de Nuevitas: ésa fue la ruta seguida por nuestra expedición periodística, guiada por el escritor camagüeyano Miguel Mejides, conocedor de estos parajes desolados, sobre los que ha escrito algunas de sus mejores historias... Y, al llegar a Romano, cualquiera podía pensar que Cristóbal Colón anduvo demasiado lento en eso de ubicar, en este mundo, el Paraíso terrenal. Porque aquí mismo pudo haber dicho, sin desmentir por ello afirmaciones anteriores, que es la más hermosa que ojos humanos vieron.
Porque Cayo Romano puede ser, todavía hoy, la isla más hermosa que cualquier humano aspire a ver en su vida: un mar diáfanamente claro y azul, que desconoce de la furia del oleaje por la protección que brinda a la costa la barrera coralina que, a trescientos metros de playa, forma una gigantesca y plácida piscina natural donde miles de peces pequeños encuentran protección de los gigantes que prefieren no atravesar la muralla de rocas; cocoteros de pencas cansadas, con sus frutos amarillos y multiplicados, que ponen un sello de postal tropical al perfil de la costa; una interminable franja de arena plateada y reverberante, que hiere la pupila con su destello cristalino. Y como única obra humana, por aquellos días en que lo visitamos, un breve espigón con una caseta y, ya en tierra, tres casas asediadas por el monte firme que se elevaba hacia el interior del cayo. Un paisaje tan idílico y hermoso que parecía salido de otro tiempo, de otro mundo, o sólo de la imaginación de un novelista creador de historias de náufragos.
La “enviada” del capitán Monguito –una nave de ferrocemento, encargada de llevar provisiones a los pescadores y de recoger las capturas– que nos había traído desde Nuevitas debió anclar a unos 200 metros de la costa, junto a la embarcación de los Fals. Aun para esta lancha, el poco calado de la playa de Cayo Romano resulta demasiado bajo y sólo en bote se puede llegar a la costa. Mientras esperamos la llegada de Alcides, abordamos su lancha y allí tuvimos la ocasión de ver algo inusual: bocarriba, sobre la cubierta de la embarcación, yacía un tinglado, la gigantesca tortuga negra, un animal en vías de extinción y cuya captura aún se permitía. Según los pescadores, este animal sobrepasaba los 200 kilos...
De la costa nos llegó al fin el ruido de un motor. Sobre un pequeño lote navegaban hacia las lanchas dos hombres: uno muy joven, otro muy viejo. El joven, cubierto con una gorra militar, tenía la barba negra y bien arreglada, los ojos claros y la piel cobriza de los que viven en el mar: era Robertico Fals, el heredero de Alcides. El viejo, por supuesto, era el renombrado Alcides Fals, el último rey de la cayería: un metro setenta de estatura, muy delgado, casi escuálido, el cabello y la barba blancos, el rostro cuarteado por el salitre y los años, y unos pies acerados y grandes, impropios de la breve estatura de su dueño.
Ya en la costa, Alcides Fals dio la primera prueba de su habilidad de pescador y montero: sin más ayudas que la de sus brazos y sus pies, subió a la cresta de un cocotero y desgajó varios cocos. Con el ron que le habíamos brindado, el viejo deseaba preparar el sahoco, su bebida preferida: agua de coco y alcohol, en proporciones variables según los gustos. Alcides lo prefería muy suave, pero el trago lo excitó al diálogo.
–Yo nací en Nuevitas y vine para acá con un tío mío, dispuesto a ser pescador. Cuando aquello, en el cayo había un caserío que se llamaba Versalles, porque lo habían fundado unos franceses. Y aunque esto está en el fin del mundo, aquí hice mi casa, aquí nacieron mis hijos, aquí me gané la vida y aquí me gustaría morir... Por eso somos los únicos que ahora vivimos en el cayo.
–¿Y cuándo empezó a pescar quelonios?
–Cuando mi tío se fue, yo tenía 13 años y me hice cargo de este pesquero. Y unos años después lo compré por 80 pesos, con botes, artes de pesca y todo. Desde entonces estoy pescando quelonios.
–¿Y por qué decidió quedarse en este lugar tan apartado?
–Porque me enamoré de este cayo y porque mi pesquero es el mejor de Cuba. Fíjate si es bueno, que todos los años pescamos entre 10 y 12 toneladas de quelonio.
–¿Y cuántos hijos tiene?
–Diez, cinco y cinco...
–Pero aquí nada más está Robertico...
–Es el único que queda, sí. A los muchachos no les gusta vivir en el cayo. Se van a la ciudad, a ver el mundo, a conocer. Cada vez que se va uno siento algo extrañísimo, me hago un poco más viejo.
–Alcides, ¿no tendrán razón los muchachos?
–No sé, creo que sí. Es difícil vivir lejos de todo, sin escuela... porque los maestros que vinieron aquí no resistieron cuando llegó la plaga... Fíjate si aquí la plaga de mosquitos es violenta que, cuando llega, los animales salen del monte y se meten en el mar. Hasta los chivos, que les tienen terror al agua. Me acuerdo de que una vez, en una sola noche, los mosquitos mataron 18 vacas...
–¿Y qué pasó con las otras familias del cayo?
–Tampoco aguantaron. Después de la época de Versalles, nunca ha habido más de diez familias. Ahora estamos nosotros solos, y los que trabajan en la estación de Flora y Fauna para cuidar a los animales. Hasta los Alcántara, que vivieron aquí como cuarenta años, también se fueron...
–¿Hay animales salvajes en el cayo?
–Siempre ha habido vacas, caballos y puercos salvajes. Ahora han soltado unos monos colorados, creo que son vietnamitas, y también antílopes. Pero casi no conozco el interior del cayo. Mi mundo está de la playa para allá: en el mar.
–¿Y cuáles han sido sus capturas más grandes ahí, en el mar?
–Yo he cogido tortugas de 600 y 700 libras, y una vez pesqué un tinglado de mil y pico: parecía una vaca. Y el peje más grande fue el año pasado: un peje dama de 21 pies de largo y diez de ancho. Para sacarlo del mar hubo que traer dos tractores de Flora y Fauna. Solamente el hígado pesaba 500 libras y yo cabía de pie dentro de la boca. ¡Qué clase de animal!
De alguna manera, conocer a Alcides Fals es un acto literario: más personaje que persona, este hombre es como el insólito tinglado: un animal muy viejo, en vías de extinción. Su cayería está a punto de cambiar y él no será capaz de asimilar ese cambio. Lo más triste es que, con él, se irá la memoria viva de este lugar donde vivieron unos franceses enloquecidos y por donde pasó, haciendo la novela de su vida, Ernest Hemingway, en los días en que decía perseguir submarinos alemanes por el mar Caribe.
–La gente dice que usted fue amigo de Hemingway...
–Lo que se dice amigos... no sé, pero nos conocimos cuando la Guerra Mundial y nos llevábamos bien. El andaba por aquí en su barco y a cada rato venía a comer a la casa. Le gustaba mucho el carey que preparaba mi mujer, Zolia Marina. Ella también le lavaba la ropa y él pagaba bien. Siempre fue muy atento y cuando volvía de la ciudad, nos traía comida y ropa para los muchachos.
–El barco de Hemingway, ¿estaba artillado?
–Yo nunca vi armas a bordo. Era un yate de pesca.
–El decía que sí estaba artillado. ¿Cuántos hombres venían con él?
–Cuatro a cinco.
–Andaban buscando submarinos alemanes...
–A ciencia cierta yo no lo sé, pero es posible. Varias veces oí decir que los submarinos alemanes venían por aquí a buscar agua, comida y gasolina, y hasta me dijeron que una vez por allá, por Cayo Guillermo, hundieron uno. Pero eso de buscar submarinos con un yate de pesca...
–Sí, está raro... ¿Y cómo era Hemingway?
–Muy bueno, una gran persona y no parecía americano. Por el trato, quiero decir. Hablaba con nosotros y nos trataba como amigos. Me acuerdo de que lo preguntaba todo y se reía mucho. Era muy respetuoso y tenía el pico duro para beber: sentado por aquí lo vi vaciar unas cuantas botellas... Cuando se despidió de nosotros, porque ya se iba de aquí, nos compró careyes y tortugas para disecarlos. Me acuerdo de cómo me saludó desde su barco, un hombre grande y colorado, diciendo adiós con la mano.
Todavía en aquel entonces era posible imaginar aquella despedida: el cayo que Hemingway dejaba atrás, y que tan bien describió en novelas y reportajes, siguió siendo el mismo durante casi cincuenta años. Parte de ese paisaje fue, desde entonces, Alcides Fals, el mejor pescador de quelonio de Cuba.
Cuando nos tocó a nosotros decir adiós a Alcides y a Cayo Romano, en nuestras mentes tratamos de guardar aquella imagen que ya no se repetiría: un hombre muy viejo y muy recio, sobre una playa virgen. La próxima imagen de ese lugar será la de una rubia alemana con los senos al sol, a cuyas espaldas se alzará un lujoso hotel de hormigón y cristal.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux