Domingo, 22 de diciembre de 2013 | Hoy
Desde la inaugural Kitchen y a lo largo de más de diez libros, Banana Yoshimoto se ha dedicado a explorar las diferentes formas del duelo, cómo las personas procesan las pérdidas definitivas, las heridas del amor y la muerte. En esa dirección, El lago se presenta como un esquivo diálogo entre fantasmas, unos seres muy frágiles en un laberinto de pasiones inciertas.
Por Mariana Enriquez
Cuando Banana Yoshimoto debutó en la literatura con la novela Kitchen, a los 24 años, se convirtió rápidamente en un fenómeno de ventas, con seis millones de ejemplares vendidos, más de sesenta ediciones y dos muy importantes premios, el Kaien y el Izumi Kyoka. Para sus lectores occidentales, que rápidamente también fueron muchos, la novela presentaba un Japón que hoy resulta reconocible pero entonces era una revelación: el de los jóvenes solitarios, el manga, los videogames, las relaciones a tientas en las ciudades. Pero de lo que realmente se trataba Kitchen, por debajo del lenguaje sencillo y la frescura, por debajo de su energética modernidad, era sobre el duelo; sobre la vida de los vivos después de la muerte, sobre las maneras de reponerse y continuar tras la pérdida. En Kitchen, Mikage, la protagonista, queda sola en una enorme casa después de la muerte de su abuela y se refugia en la cocina, donde se siente a salvo. Poco después se hace amiga de Yuichi, su vecino, que le ofrece refugio y la invita a convivir con él y su madre, Eriko, una transexual que decidió su identidad femenina después de la muerte de su esposa y madre de su hijo. Esta peculiar y precursora –y divertida– familia diversa literaria fue el secreto del éxito de la novela debut de Yoshimoto, al punto que era fácil olvidarse de que esos nuevos vínculos se formaban alrededor de la ausencia.
En toda su producción posterior, Banana Yoshimoto continuó tematizando el duelo; en el extraordinario relato “Sueño profundo” (1989), era otra mujer joven la que intentaba superar el suicidio de su mejor amiga, una prostituta; en Moonlight Shadow, la nouvelle que acompañaba a Kitchen, una adolescente intentaba comunicarse con su novio muerto; en la novela Amrita (1997), los que están de duelo son Sakumi y Ryuchiro, hermana y novio de Mayu, una famosa actriz que murió después de una sobredosis de pastillas. En Recuerdos de un callejón sin salida (2003) los duelos, las pérdidas y la supervivencia se extendían al abandono, el abuso, la infancia traumática.
En ese sentido, El lago, su más reciente novela traducida al castellano (publicada en Japón en 2005) resume sus obsesiones y es, quizá, su texto más misterioso. Como todas las novelas de Yoshimoto, El lago está protagonizada por una mujer joven algo perdida, en un momento de transición; una imagen recurrente en la ficción de Yoshimoto es el sueño como ese lugar donde nada de lo que sucede es real pero todo puede resultar muy vívido, como un estadío intermedio, de preparación, pero con el riesgo de volverse parálisis permanente. Chihiro, la protagonista de El lago, acaba de perder a su madre, la dueña de un boliche en una ciudad de provincias, amante de un empresario; ella es la hija de esta pareja clandestina (aunque su padre no es casado, jamás quiso formalizar con una mujer “de la noche”). Y ahora tiene que lidiar no sólo con el dolor de la pérdida sino con la decisión de qué tipo de mujer será ella, si se rebelará contra la figura de su madre, una mujer extravagante y fuerte que, al mismo tiempo, aceptó ser relegada para no enfrentar el conservadurismo de su sociedad. En Tokio, lejos de su padre y de los recuerdos de su madre –que, sin embargo, la visita en sueños–, Chihiro conoce a Nakajima, un vecino atractivo y frágil, que también está de duelo. Su madre también acaba de morir. El romance se desenvuelve lentamente; Nakajima tiene pesadillas, cierta fobia al sexo, come muy poco, es obvio que padece estrés postraumático y aunque no habla de su infancia, Chihiro intuye que sufrió abusos, aunque no sabe, ni pregunta, en qué circunstancias ocurrieron. Ella tampoco siente deseo sexual: el contacto con el cuerpo agonizante de la madre la dejó sin apetitos: “Quizá tuviera que ver con el hecho de haber estado, día tras día, viendo culos, orinales, botellas de orina. Quizás estuviera cansada de experimentar que el ser humano es carne. Carne empapada de agua”. Los dos viven juntos en este limbo de duelo, en un estado de suspensión; ella pinta un mural en un jardín de infantes, él estudia ciencias; él llora antes de dormir y parece dañado hasta lo irreparable, ella piensa y recuerda: Chihiro es la narradora típica de Yoshimoto, es su estilo, sencillo, coloquial, que suele perderse en tangentes o volverse repetitivo, con largas reflexiones-confesiones, como si pensara en voz alta, como si le hablara a un diario íntimo o necesitara todo ese diálogo interno para encontrar alguna conclusión, el puente hacia el otro lado del limbo.
Y el limbo dura hasta que Nakajima propone, un día, visitar a sus únicos amigos, una pareja de hermanos que vive aislada a orillas de un lago. Chihiro accede a la excursión y se encuentra con una escena que la desconcierta pero no le desagrada: un paisaje de extraordinaria belleza y dos hermanos pobres, pulcros, uno de ellos, la mujer Chii, siempre en cama, durmiendo, con poderes de adivinación. En la relación entre estos dos hermanos con el pasado de Nakajima –relacionado vagamente con la secta Aum Shinrykio que en 1995 ejecutó atentados con gas sarín en el subterráneo de Tokio– está el secreto de esta sencilla y oscura novela, donde la muerte ya no sólo está en el pasado, como el rito de pasaje: para Nakajima, el joven roto, la muerte también está en el presente: algo en su desamparo, su transparencia, sus pensamientos suicidas, lo acerca más al mundo de los espíritus que al de los vivos. Chihiro, que oscila entre la compasión y el fastidio (“Esto no es amor, es una forma de voluntariado”) tiene que decidir si va a quedarse con Nakajima para acompañarlo en su agonía o va a intentar proteger esa fragilidad para conservarla entre los vivos como una anomalía posible.
El lago es un diálogo entre estos dos personajes, lleno de silencios y zonas secretas, una conversación fantasmal sobre el amor y la dependencia, el deseo y la muerte, la reparación y el juego, con el lago remoto como única constante en sus vidas unidas por un delgado hilo, el que Banana Yoshimito les da con su voz tan llana como poética para ayudarlos a transitar el laberinto.
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