Más de treinta y cinco años después de editar esa verdadera narración mítica que es El resplandor (1977), Stephen King decidió hacer algo inesperado: una secuela, Doctor Sueño, la vida adulta del niño Danny Torrance. En sus cuarenta años de carrera, el gran maestro del horror casi nunca revisitó personajes, salvo cuando el género lo requería, como en su saga La Torre Oscura. Hacerlo fue un desafío y un riesgo en la carrera de un escritor que ya no necesita ponerse a prueba, pero quería saber si podía volver a asustar.
› Por Rodrigo Fresán
Confiesa Stephen King que, a lo largo de los años y desde 1977, cuando publicó El resplandor, sus cada vez más numerosos seguidores, en todas y cada una de sus apariciones públicas, no dejaban de hacerle la misma pregunta: “¿Qué fue del pequeño Danny Torrance?” Y que a él le gustaba responder, para salir del paso, con una broma: “Se casó con la pequeña Charlie McGee de Ojos de fuego y tuvieron hijos bastante raros”.
Más allá del chiste y en la intimidad de su estudio, lo cierto es que King (Portland, Maine, 1947) también se hacía esa pregunta. Y se tomó su tiempo para contestársela y pensar en un regreso a una de sus novelas más populares y, para mí, la mejor entre ellas además de, seguro, la Gran Novela Americana de Terror apenas escondiendo a uno de los mejores y más despiadados retratos sobre la desintegración familiar jamás puestos por escrito.
Porque es evidente que el máximo terrorista en la historia de la literatura norteamericana y perfecto sintonizador de los grandes y universales miedos de su país nunca fue muy dado a volver sobre sus pasos. Y en más de una ocasión apuntó que sólo conocía dos casos de secuelas exitosas: Huckleberry Finn y El padrino II. Y de acuerdo: muchos codazos cómplices a su lectores aquí y allá comunicando unos títulos con otros (en la reciente y magnífica 22/11/63 reaparecen varios personajes de It), Casa negra (segunda parte casi autónoma de El talismán escrita junto a Peter Straub), las muchas partes de su megasaga La Torre Oscura y algún relato suelto como aquel en el que se regresaba a aquel pueblo tomado por chupasangres. Pero, hasta ahora, la opción más inteligente y admirable de remozar tramas clásicas (desde el automóvil asesino al cementerio resucitador pasando por profetizadores y demonios tentadores y epidemias fulminantes) y ningún retorno en el sentido más estricto del volver a empezar algo supuestamente cerrado por derribo o más allá de toda rehabilitación.
De ahí que la publicación de Doctor Sueño –además de acontecimiento editorial e instantáneo bestseller planetario– sea algo digno de estudiar. Y de temblar. Y de temer, porque, ¿y si King se equivocaba y no le salía bien y perdía la apuesta contra su propio pasado? Para muchos, la sola idea de Doctor Sueño era algo tan absurdo como Bob Dylan grabando algo llamado “Blowin’ in the Wind 2: I Have a Few More Questions”. Otros –me incluyo– nos limitamos a cruzar los dedos y cerrar los ojos. Después de todo y antes que nada, El resplandor –lo explicó el mismo King en el prólogo a una reedición conmemorativa– fue su novela/bisagra/encrucijada: aquella que le hizo sentir que había trascendido una frontera y dado un gran paso adelante en su arte. Entonces, ahora, ¿otro gran paso, tropiezo, o caída?
Ahora ya está, ya pasó, ya fue. Y lo cierto es que Doctor Sueño –dedicada al autodestructivo y genial Warren Zevon, compositor de “I’ll Sleep When I’m Dead”– es mejor de lo que cabía esperarse y peor de lo que se deseaba.
Lo primero: aquí viene de nuevo el iluminado Danny “Redrum” Torrance –sin la ayuda del cocinero Hallorann o el apoyo de su madre Wendy– devenido en alcohólico de cuarenta años por supuesta herencia psicogenética de papá Jack. (Recordar que King también fue adicto a demasiadas cosas y que solía vaciar varias botellas diarias por los tiempos cuando escribía El resplandor; de ahí que Doctor Sueño funcione, también, como tributo y agradecimiento a la organización Alcohólicos Anónimos.) Pero Johnny Walker y Jack Daniel’s tienen, para Danny, un atractivo extra: porque sólo las bebidas espirituosas consiguen adormecer a las insistentes y espectrales revisitaciones de los huéspedes del Overlook Hotel.
Mientras intenta olvidar, Danny –a quien, vaya uno a saber por qué no puedo sino leer/ver con el rostro del actor Paul Rudd– se ha convertido, con la ayuda paranormal de un gato, en una especie de “ayudador” de moribundos de un asilo de ancianos a la hora de cruzar al otro lado. Estos episodios hospitalarios, mientras Danny se resiste al canto de sirena de tragos on the rocks, se cuentan entre lo mejor que ha producido King.
Y un día Danny recibe un mensaje. Un email mental –que reproduce situaciones de Una bolsa de huesos– de una tal Abra “Como Cadabra” Stone: brillante adolescente dotada con un resplandor mucho más poderoso del que él jamás tuvo, fan de las heroínas guerreras de Juego de tronos, y botín codiciado por una suerte de secta nómade que se nutre de jóvenes que poseen este don. Pero para alimentarse con y de ellos hay que secuestrarlos y torturarlos y matarlos y, en el momento del adiós, aspirar el nutritivo e inmortalizante “vapor” que sus cuerpos y almas dejan escapar y...
Y es aquí cuando y donde empiezan los problemas: porque si algo tenían de bueno –de excelente– tanto El resplandor como su contemporánea La hora del vampiro (a la que se autohomenajea brevemente con una mención como lugar-repositorio todavía maldito) es que, en su ambición y originalidad, no dejaban de ser obras de intenciones clásicas, con fantasmas rigurosos y vampiros tradicionales.
En cambio, los “monstruos” de Doctor Sueño –comandados por Rose, mujer fatal cruza de Cher y la Ayesha de H. Rider Haggard con sombrerito y maxilares extensibles y único colmillo punzante– no son ni una ni otra cosa, y se nos obliga a aprender demasiado acerca de ellos sin que, finalmente, nada quede demasiado claro. Los miembros de este clan nómade proclive a la recitación de mantras en algo que no se sabe si es latín o sioux son algo así como entidades sobrenaturales y devoradoras que –detalle más gracioso que intimidante, y que los convierte en algo así como jubilados peligrosos– se mueven de aquí para allá en casas rodantes y autocaravanas. Una jauría feroz que, inmemorial y sujeta a rigurosas reglas y protocolos, se parece un poco demasiado a esos complejos y barrocos mamarrachos en los que acabaron convirtiéndose los en principio nobles y vivísimos no-muertos de Anne Rice. Además, sépanlo, Rose y los suyos son extremadamente vulnerables al sarampión. Es decir: no dan mucho miedo (excepción hecha de ese momento terrible que es el sacrificio ritual del joven beisbolista en la fábrica abandonada) y, detalle verdaderamente inquietante y grave, tampoco parecen darle mucho miedo a Abra. Lo que, las comparaciones son odiosas pero inevitables, nos obliga sin esfuerzo a admitir –y extrañar tanto– el que uno de los grandes méritos de El resplandor era la manera en que King hacía nuestro el terror absoluto experimentado por el pequeño Danny. Por otra parte –luego de una primera mitad reposada y reflexiva y abarcando varios años con elegancia y sentimiento– King, como en otras ocasiones, alarga demasiado el puro presente de la cacería entre perseguidores y perseguidos. Demasiadas páginas hasta alcanzar un duelo pseudotelepático y final entre Rose y el Nudo Verdadero y Danny y Abra sorpresivamente abrupto y anticlimático (y con otro guiño para connoisseurs, esta vez a La milla verde) seguido de una sorpresa de tipo familiar que, por familiar, no sorprende demasiado. O tal vez es que, para entonces, uno ya está un poco agotado de tanta ida y vuelta.
Y detalle curioso: a principios de este mismo año Joe Hill, hijo de King, publicó NOS4A2: otra roadnovel con devorador de pequeños (a la que Doctor Sueño rinde tributo en su inicio nombrando al terrorífico Charlie Manx a bordo de su Rolls Royce infernal) que parecía invocar y evocar directamente al King temprano de La hora del vampiro y El resplandor. Ahora, casi enseguida, como en una innecesaria devolución de atenciones, el padre, en Doctor Sueño, ha imaginado algo demasiado próximo a lo de su más que digno heredero en lugar de concentrarse él mismo en sus inicios y en las que entonces eran las coordenadas de su genio y gracia. Lo que no le impide que todo vaya a dar, de nuevo, a aquellas montañas y bosques de Colorado donde todo terminó sólo para que ahora siga.
Y, de acuerdo, se le pueden reprochar muchas cosas a la muy personal y hasta irrespetuosa adaptación cinematográfica que Stanley Kubrick hizo de El resplandor, film que el mismo King no soporta y quien gruñe un poco y dice que tiene que revisar a fondo contratos y derechos cuando le mencionan noticias de una posible precuela para la gran pantalla. Pero lo cierto es que –a la luz y sombras de Doctor Sueño– Kubrick tuvo y tiene allí un gran acierto: en la pantalla, el Overlook Hotel –a diferencia de lo que sucede en el libro y tal vez por problemas de presupuesto para efectos especiales– no acaba volando por los aires al estallar su caldera. En El resplandor de Kubrick, el Overlook Hotel permanece y, con él, la habitación 237 (217 en El resplandor, de King). Y eso –donde alguna vez hubo hotel y ahora hay descampado, tierra baldía, terreno aplanado para que los malos estacionen sus vehículos– es lo que más se extraña en Doctor Sueño: la imposibilidad para nosotros de colgar en el picaporte ese pequeño cartel donde se lee NO MOLESTAR. Pedido y orden al que, atravesando todas las puertas sin abrirlas, los huéspedes de nuestras pesadillas nunca hacen el menor caso para así, sin pedir permiso o aguardar autorización, llenar hasta los bordes y acomodarse en nuestras bañeras para hacer eso que ustedes ya saben qué es, porque nunca pudieron ni podrán –ni querrán– olvidarlo.
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