El primer libro de Leticia Obeid, narradora cordobesa, artista plástica y realizadora de videoarte, es una colección de relatos que por momentos simula ser una novela episódica, donde la observación de los mundos cotidianos a través de una protagonista, Elena, funciona como cartografía de una sensibilidad.
› Por Fernando Krapp
En el año 2001, siete meses antes de diciembre, Leticia Obeid alquiló un local deteriorado en el centro comercial de la ciudad de Córdoba. La zona había mutado sus rasgos. Donde antes se veían almacenes y pequeños puestos, ahora había shoppings que marcarían el consumo desenfrenado por venir, el fin de una época. Obeid cerró el lugar con un mecanismo de iluminación automática. Desde afuera se podían ver distintos objetos hechos con requechos de telas de una fábrica textil. Este tipo de instalaciones se mide obviamente por su valor conceptual, y ese concepto es el mismo que subyace en los tres relatos y la “Coda” de Frente, perfil y llanura, primer libro de esta notable autora (artista plástica y realizadora de videoarte, además de narradora) oriunda de Córdoba.
Elena es la protagonista de estos textos que simulan por momentos una novela episódica camuflada. Su mirada (ya sea omnisciente, parcial o por momentos en una tercera persona inclinada hacia la primera) es santo y seña para que las distintas enunciaciones que avanzan a la manera de un nouveau roman se midan desde sus puntos de vista sin dejar de coincidir en un mismo espacio narrativo: el impacto dilatado de la observación cotidiana. Esos espacios, en un principio cerrados, como en “Oficina”, que abre el libro, se configuran a la manera de terrenos exploratorios, donde Elena arma un mapa de observaciones a raíz de los comportamientos de sus compañeros, los detalles de sus movimientos, sus pequeñas rutinas, y lo hace con un humor triste y mordaz, y a la vez cálido y sincero.
Lentamente ese espacio cerrado se va abriendo hacia una intemperie que paradójicamente revela un sistema similar. En “Se conoce que si”, el relato más largo del libro, Elena regresa a la casa de su madre en un pequeño pueblo de Córdoba, pero en ese reencuentro, en ese regreso con sabor a huida, en esa casa rodeada de un paisaje familiar y ajeno, no hay diferencia entre un adentro y un afuera; la narración se establece sobre un mismo tono, y el paisaje se vuelve “maqueta” (término que se repite reiteradas veces en todos los relatos y que definen el estado de percepción de su personaje). Hasta que, finalmente, en “Fantasma”, Elena se lanza a la deriva por una ciudad que parece de cartón. Sin ser psicológicamente intimista, la narración se vuelca hacia adentro, manteniendo un estado de flotación sobre la superficie; son los objetos que se enredan en el paisaje lo que definen el frente y el perfil de la narradora. Es que Obeid busca en los precarios mundos cotidianos que aquejan a Elena una forma de trascender justamente el costumbrismo que podría empañar a sus relatos.
Casi como si se tratara de una mirada “tildada”, las comparaciones, de un alto vuelo imaginativo, marcan el tiempo, la textura y la cadencia de sus mínimas y evasivas tramas. No se busca la mirada que extraña todo lo que toca, ni de construir un extrañamiento desde el núcleo mismo del conflicto; lo extraño se revela ante los ojos de Elena sin misticismos, como dos objetos distintos puestos en un mismo espacio, donde sorpresivamente no se sacan chispas sino que logran convivir en una desesperada calma, sobreviven, como señala la narradora en la “Coda” (y al igual que los requechos de telas iluminados en un local comercial olvidado), gracias a “una virtud de adaptación al vacío de ese paisaje donde todo puede ser llevado por el viento, donde las personas, los árboles, los animales y las edificaciones son jueguitos desparramados en un vasto paño sin arrugas”.
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