Domingo, 12 de enero de 2014 | Hoy
Las memorias de Nadiezhda Mandelstam, la viuda del poeta ruso Ossip Mandelstam –muerto en un campo de trabajos forzados– que famosamente memorizó sus versos para preservarlos de las represalias de Stalin, constituyen un notable friso de época, una descripción sin anestesia de ese “siglo soviético”. Con una prosa delicada e inteligente, Contra toda esperanza muestra uno de los rostros más siniestros de la barbarie política del siglo XX, narrado por una mujer que eligió el lugar del testimonio, lejos de todo afán protagónico y de todo narcisismo intelectual.
Por Enrique Foffani
Estas memorias deslumbrantes de la viuda del poeta ruso Ossip Mandelstam, muerto cerca de Vladivostok en un campo de trabajo forzado por haber escrito el famoso “Epigrama contra Stalin”, no sólo calan hondo en el alma de cada lector sino también revelan, entre sus líneas, entre los pliegues de una prosa pulcra, inteligente, encantatoria, lo que ha sido vivir, o mejor sobrevivir, en la Rusia del siglo XX. Nadiezhda, que alcanzó los 81 años pese a la fragilidad de su cuerpo y la precariedad en la que pasó gran parte de su existencia, escribe quizás uno de los frisos más fidedignos que documentan la época que le tocó vivir, al lado de su marido Ossip y también al lado de su siempre incondicional amiga, la poeta Ana Ajmátova, con quien entabla una relación de intensa amistad que nunca se romperá. Si retomamos la ingeniosa definición de Alain Badiou según la cual el siglo XX ha sido, además de “corto”, un siglo “soviético” surgido de la Revolución Rusa y finiquitado con la caída del Muro a fines de la década del 80, entonces debemos admitir que la vida de Nadiezhda atravesó de cabo a rabo el siglo y que, a juzgar por estas memorias, no debió ser precisamente tan corto para esta mujer longeva que lo sufrió en carne propia. Así, sus memorias deslumbran precisamente porque, como lectores, somos testigos de cómo esta mujer ha luchado calladamente contra su época, desde las largas colas burocráticas a las que debió someterse para tramitar la libertad de su marido hasta la prudencia sutil y laboriosamente constante de aprender de memoria los poemas de Ossip y cuidarse, sobre todo, de no llevarlos al papel. Observamos, también, el modo como se ha debatido contra las condiciones de la época, rayanas en el hambre y en la privación más extrema, y cómo, aun contra todas las adversidades materiales y espirituales, esta mujer de aspecto un poco frágil no se ha dado, sin embargo, por vencida nunca –y motivos le sobraban–. De hecho, hizo de su nombre propio (Nadiezhda significa “Esperanza”) la virtud paradójica de esperar no esperando nunca nada y haciendo de la espera una de las tretas más potentes de resistencia a la barbarie política que asoló el siglo soviético.
Esta mujer notable irradia una presencia callada, indoblegable, en absoluto estridente, de pie siempre. Supo delegar en la espera –en esa larga espera de un siglo corto que terminó, como sabemos, desmoronándose– la confianza de encontrar por fin el tiempo propicio para escribir su testimonio y morir, después, en su propia cama. Esto último no es menor: se trata del reaseguro de pertenencia, a pesar de todo el catálogo de penurias sufridas a lo largo de los años, a la condición humana tan largamente puesta en entredicho y vapuleada. Escribir lo que vivió y morir dignamente pudieron quizá compensar (nunca restañar, nunca curar del todo) el horror del siglo, el precio que significó habitar en él y soportar, en el cuerpo y en el alma, toda su violencia. Contra toda esperanza es uno de esos libros que deberá ser leído en el futuro para conocer unos de los rostros más siniestros de la barbarie política del siglo XX, narrado por una mujer que eligió el lugar del testimonio, lejos de todo afán protagónico, lejos de todo narcisismo intelectual.
No se podría no admirar la entereza de esta mujer que permaneció fiel al amor de su esposo y memorizó sus poemas para preservarlos de la destrucción y así poder legárselos a las generaciones futuras. Sintió que se trataba de una labor inclaudicable la de conservar, a toda costa, esa obra poética, y lo sintió intensamente como si se tratara de un reto o una misión. Esta es, justamente, la palabra que ella elige para describir el imperativo que la trasunta. De hecho cuenta en sus memorias que, ya durante el primero de los arrestos de Ossip, el de 1934, aquella noche fatal “me tracé otra misión y por ella he vivido y vivo. No tenía fuerzas para modificar el destino de Mandelstam, pero se había salvado una parte de sus manuscritos, muchas cosas conservaba en mi memoria y yo era la única que podía salvar todo eso, y por lo tanto debía cuidar de mis fuerzas”. No debiéramos olvidar la dimensión histórica de la decisión, más allá del valor individual que el rescate implica, porque por esa acción que le consumió toda su vida (su larga supervivencia a la muerte de Ossip en 1938) Nadiezhda devino el archivo viviente, el cuerpo que atesora en su interioridad lo que graba día a día, noche a noche: los versos de su marido. Y lo hace repitiendo al infinito y repasando, en una auténtica lucha contra el olvido, el modo de rimar, los énfasis de la dicción, la respiración de las entonaciones, como si lo que Nadiezhda se hubiera trazado a fuego como misión no fuese otra cosa que recuperar lo irrecuperable: la voz de Ossip, la vibración de la voz, esa con la que Ossip recitaba el poema de un modo intransferible en su singularidad, ya para siempre inaudita y perdida en su vocalidad material. En no pocos tramos de estas memorias se tiene la sensación de que, poco a poco, paralelamente a esa amorosa labor ella misma se fue identificando con los poemas, haciéndose nada (anulándose) para que éstos pudieran encarnar. Nadiezhda hizo de su interioridad espiritual el lugar del archivo, como si se hubiera convertido en el entrañable blanco de la página donde los versos puedan encontrar finalmente asidero, lugar imborrable de escritura, y de ese modo rehuir la tentación peligrosa de verterlos al papel bajo un régimen político que buscaba justamente la prueba del crimen en la escritura y hacía de “la requisa” uno de los métodos más eficaces de la condena. Así sucedió en verdad con Ossip Mandelstam, su esposo. Pero la historia es más compleja.
Salvo los dos primeros libros de poemas publicados en 1919, La piedra, y en 1922, Tristia, los poemas de Ossip circularon oralmente, ya sea porque los recitaba en reuniones o tertulias, ya sea porque se propagaban a través del boca en boca, tal la fama ganada por el poeta en la década del 20. Pero su fatalidad consistió en el poema diatriba contra Stalin que el mismo poeta recitó en casa de Pasternak ante un auditorio del que surgieron, después, los delatores que abrieron la causa con dos arrestos, el último de los cuales, en 1938, lo llevó al campo de Vladivostock donde encontró el frío y la muerte. Lo sorprendente fue que la condena se llevó a cabo a partir de un poema-fantasma, esto es, un poema que alguien escuchó pero nunca leyó, salvados los manuscritos gracias a las estrategias de Nadiezhda. De hecho, las diversas versiones de los poemas se debían al hecho de que dependían de la memoria de los escuchas. Estas memorias son el testimonio vivo de una mujer que se dedicó a esperar que el siglo le diera la oportunidad de escribir: escribe para un lector que la está esperando desde el siglo siguiente al suyo, tanto como ella ha sabido esperar para confiar en la escritura la verdad de su época. Ni siquiera de su vida: Nadiezhda escribe desde ese lugar segundo, a la sombra, lugar del testigo, porque sabe que la vida –según Georg Simmel– es más que vida. El desborde, el rebasar de la vida equivale a la verdad del título: contra toda esperanza. O resquicio de palabras vuelto pródigo por el arte de la espera. Su legado más impresionante cae bajo el signo de la recuperación de la voz de Ossip y ello gracias a la labor mnemotécnica de la que ha sido capaz: “La voz, sin embargo, se conserva en la propia estructura de los versos y ahora, cuando la mudez y el silencio están llegando a su fin, millares de jóvenes han captado el sonido de sus poemas, perciben la tonalidad y repiten espontáneamente las entonaciones de su autor. Nada se puede dispersar en el viento... –escribe Nadiezhda en un capítulo que titula: “El archivo y la voz”–, para decir que sí es posible, finalmente, recuperar lo irrecuperable.
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