Dom 19.01.2014
libros

ADIOS A LAS ARMAS

¿Por qué empezó a escribir novelas policiales? ¿De dónde salió el nombre de Kurt Wallander? ¿Cómo fue que decidió que su inspector tuviera diabetes? El escritor sueco Henning Mankell contesta todas las preguntas posibles sobre el personaje que lo hizo famoso en todo el mundo en este texto incluido a manera de epílogo del sorpresivo rescate de la breve Huesos en el jardín, una nouvelle de Wallander que había sido publicada sólo en holandés. Como una suerte de despedida de su personaje, Mankell cuenta que Wallander recibe cartas de sus lectoras, revela que hay una novela suya que destruyó antes de terminar de escribir y cuenta por qué no habrá más libros que lo tengan como protagonista.

› Por Henning Mankell

En una caja, en un rincón del sótano de mi casa, hay un montón de diarios polvorientos. Se remontan a mucho tiempo atrás. Empecé a llevar un diario en 1965, aproximadamente. De manera intermitente pero continuada, podría decirse. Esos diarios contienen de todo, desde aforismos hasta simples recordatorios de aquello que no debo olvidar hacer al día siguiente. Están llenos de lagunas que a veces abarcan meses enteros. Pero también ha habido períodos en los que he escrito todos los días.

Hasta que llegó la primavera de 1990. Había regresado de una larga estancia ininterrumpida en Africa, donde por esa época vivía seis meses al año. Cuando volví a Suecia no tardé en descubrir que, durante mi ausencia, las tendencias racistas se habían extendido por todo el país de un modo preocupante. Suecia nunca estuvo libre de esta terrible lacra social, pero entonces comprobé que se había acentuado drásticamente.

Unos meses después decidí escribir sobre el racismo. En realidad tenía otros planes literarios, pero me pareció que se trataba de una cuestión importante.

Más importante.

EL COMIENZO DE TODO

Cuando empecé a reflexionar sobre qué tipo de relato elegiría, comprendí enseguida que la vía natural sería una intriga policíaca. Sencillamente, porque los actos racistas son, según mi modo de ver las cosas, actos delictivos. Una consecuencia lógica de ello fue que necesitaría a un investigador, un experto en actos delictivos, un policía.

Un día de mayo de 1990 escribo en el diario (por desgracia, con una caligrafía apenas legible para nadie, salvo para mí mismo): “El día más cálido de esta primavera. Mucho canto de aves. Estaba pensando que el policía que pienso describir tiene que ser consciente de lo difícil que es ser un buen policía. Los delitos cambian al igual que las sociedades. Para llevar a cabo su labor, el policía debe saber lo que ocurre en la sociedad de la que forma parte”.

Yo residía entonces en Escania. En el corazón de lo que podríamos llamar “el territorio Wallander”. Vivía en una granja a las afueras de Trunnerup. Veía el mar y las torres de las iglesias desde la explanada. Cuando volví de mi paseo, cogí la guía telefónica. El primer nombre en el que me detuve fue “Kurt”. Era corto y bastante normal. Le iría bien un apellido algo largo. Estuve buscando un buen rato, hasta que encontré el de “Wallander”.

Ni corriente ni raro.

Así iba a llamarse mi policía. Kurt Wallander. Y se me ocurrió que podía nacer el mismo año que yo, en 1948. (Por más que los obsesos de los datos digan que no concuerda en todos los libros. Y sí, me figuro que no. Pero ¿qué concuerda en la vida?)

Todo aquello que uno escribe pertenece a una tradición. Mienten los escritores que se declaran por completo independientes de tradiciones literarias. Nadie se convierte en creador en una Tierra de Nadie.

Cuando empecé a reflexionar sobre cómo escribir Asesinos sin rostro, comprendí que la mejor “novela negra” y la más decisiva que me venía a la cabeza era el drama griego clásico. Es decir que la tradición se remonta a más de dos mil años en el tiempo. Una obra como Medea, sobre una mujer que mata a sus hijos por celos de su marido, nos muestra al ser humano en el espejo del delito. Las contradicciones que existen entre nosotros y en nuestro interior. Entre los individuos y la sociedad, entre el sueño y la realidad. A veces dichas contradicciones afloran en forma de violencia, como es el caso de los enfrentamientos raciales. Y ese espejo de criminalidad puede rastrearse ya en los autores griegos clásicos.

Nos siguen inspirando aun hoy. La única diferencia entre nosotros y ellos es que en aquella época no existía la policía como institución. Los conflictos se resolvían de otro modo. Y, muy a menudo, eran los dioses quienes gobernaban los destinos de los hombres. Ahora bien, ésa es, en términos generales, la única diferencia fundamental.

El gran autor noruego-danés Aksel Sandemose dijo en cierta ocasión –cito de memoria– que “el amor y el asesinato son lo único sobre lo que merece la pena escribir”. Puede que tenga razón. Si hubiera añadido “el dinero”, habría creado una tríada que, de un modo u otro, está presente siempre en la literatura, actual o pretérita, y seguramente también en la futura.

PREDECIR EL FUTURO

Escribí Asesinos sin rostro sin pensar ni remotamente que le siguieran otras novelas en las que apareciese el inspector Wallander, pero una vez publicado el libro, y al ver que, además, resultaba premiado, me di cuenta de que tal vez hubiera creado un instrumento con el que podría continuar interpretando música. Escribí otra novela, Los perros de Riga, que trataba de lo que ocurrió en Europa después de la caída del Muro de Berlín. Tomé un vuelo hasta Riga y desde entonces me he dicho más de una vez que debería escribir sobre las semanas que pasé en Letonia. Fue una época extraña. Las tensiones entre rusos y letones aún no habían estallado. Cuando quería hablar con un policía letón, tenía que hacerlo en secreto, en la penumbra de laguna taberna. Buena parte del ambiente de Los perros de Riga me vino dada, teniendo en cuenta lo difícil que resultaba navegar por un paisaje en el que ardían las tensiones policiales.

Aún no estaba del todo convencido de que los libros protagonizados por Kurt Wallander tuvieran que convertirse en una serie. Pero el 9 de enero de 1993 me senté en el apartamento de Maputo a escribir una tercera novela. Iba a llamarse La leona blanca y trataría de la situación en Sudáfrica. Nelson Mandela había salido de prisión unos años atrás, pero todavía reinaba entre la población el miedo a que estallara una guerra civil que sumiera al país en el caos. No era difícil comprender que lo peor que podría ocurrir era que asesinaran a Mandela. Nada podría entonces impedir que se produjera un baño de sangre.

Poco antes de empezar a escribir aquel libro, caí muy enfermo. Llevaba bastante tiempo en Maputo y no me encontraba bien. Estaba cansado, pálido, con insomnio. Temí que fuera malaria, pero los análisis desmentían que hubiera rastro de parásitos en la sangre.

Un día quedé con un buen amigo, que me miró y me dijo:

–¡Pero si estás totalmente amarillo!

No recuerdo ya cómo, me llevaron a un hospital de Johannesburgo. Una vez allí, constataron que desde hacía tiempo padecía una ictericia grave.

Me pasé las noches en que permanecí ingresado en el hospital dándole vueltas al argumento. Cuando me recuperé y pude volver a Maputo, tenía prácticamente lista la novela. Si no recuerdo mal, la última página fue la primera que escribí. ¡Allí era precisamente adonde yo quería llegar!

El 10 de abril de ese mismo año, 1993, cuando ya había enviado el original al editor, vi tristemente confirmada mi intuición: el Viernes Santo, un fanático partidario del apartheid asesinaba a Chris Hani, el presidente del Partido Comunista de Sudáfrica y número dos del Congreso Nacional Africano. No estalló una guerra civil, en gran medida gracias a la política inteligente de Nelson Mandela. Pero todavía hoy me pregunto qué habría ocurrido si la víctima hubiera sido él.

De las novelas de Wallander se ha dicho en más de una ocasión que se anticipan a acontecimientos que luego se producen. Y creo que es cierto. Creo firmemente que es posible predecir ciertos aspectos del futuro sin equivocarse. A mi juicio, era obvio que, cuando los antiguos Estados del Este se abrieran y la Unión Soviética se desintegrara, irrumpiría en Suecia y en Europa Occidental otro tipo de criminalidad. Y así ocurrió.

El hombre sonriente tiene como punto de partida el peor delito que se puede cometer o sufrir contra la propiedad privada, que no es la sustracción de pertenencias materiales. Lo que en esa novela se roba es una parte de una persona, un órgano que luego se vende para su posterior trasplante. Cuando empecé a escribir el libro, sabía que los delitos de esa índole no harían sino aumentar.

Hoy se han convertido en una industria que persiste y crece sin cesar.

SU ENFERMEDAD

¿Por qué ha alcanzado Wallander tanta popularidad en países y culturas tan diferentes? ¿Qué lo ha convertido en amigo de tantas personas? Naturalmente, yo mismo me lo he preguntado en más de una ocasión, y no he hallado ninguna respuesta definitiva, aunque sí explicaciones parciales.

Expongo a continuación la que me parece más verosímil.

Desde el primer momento, ya durante aquel paseo primaveral por los campos de Escania, tuve claro que debía crear a un hombre que fuese yo y que, al mismo tiempo, fuese el lector desconocido. Un hombre que evolucionara y cambiara, tanto mental como físicamente. Al igual que cambio yo, también cambiaría él.

Al cabo de un tiempo, eso derivó en lo que, con cierta ironía, llamo “el síndrome de la diabetes”. Después de la tercera novela, le pregunté a mi amiga Victoria, que es médica y que había leído los libros de Wallander:

–¿Qué enfermedad endémica le atribuirías a ese hombre?

Y ella respondió sin asomo de vacilación:

–Diabetes.

Así fue como Wallander contrajo diabetes en el siguiente libro. Y gracias a eso ganó más popularidad aún.

Nadie se imagina a James Bond deteniéndose en plena calle mientras persigue a un malhechor para ponerse una inyección de insulina. Pero Wallander sí puede hacer algo así, lo que lo iguala a cualquier persona que padezca la misma enfermedad u otra parecida. Podría haber sufrido reumatismo, gota, arritmia cardíaca o una aguda hipertensión. Pero fue diabetes, y aún hoy la padece, aunque la tenga controlada.

Como es lógico, existen otras razones para que Kurt Wallander haya llegado a tantos lectores, pero yo creo que, a este respecto, su capacidad para evolucionar y cambiar es decisiva. Y en el fondo de todo ello hay algo extremadamente sencillo: sólo puedo escribir libros que a mí me gustaría leer. Y yo no sería capaz de leer un relato en el que o bien sé todo lo importante acerca del personaje principal después de la primera página, o bien comprendo que no cambiará en nada a lo largo de las próximas mil páginas.

SHERLOCK WALLANDER

Una pregunta que suelen formularme es qué libros lee Wallander.

Es una buena pregunta, puesto que resulta difícil de responder. Alguna vez he pensado que lee los libros que escribo yo, pero no estoy del todo seguro.

Por desgracia, no creo que Wallander sea un gran lector, y tampoco creo que lea poesía. Pero sí me imagino que le gustan los libros que tratan de la historia, tanto ensayos como novelas. Y creo que los libros de Sherlock Holmes son para él un antiguo amor.

En el mundo de la literatura y del arte se hacen amigos. Sherlock Holmes sigue recibiendo cartas en Baker Street. Yo también recibo cartas, correos electrónicos y llamadas telefónicas de muchos países. La gente me para por la calle, tanto en Gotemburgo como en Hamburgo, es muy amable y me hace preguntas que yo trato de responder lo mejor que puedo.

La mayoría son mujeres que quieren remediar la soledad de Wallander. Rara vez respondo a esas cartas. Tampoco creo que quienes las escriban esperen respuesta. Por lo general, son personas sensatas. No es posible vivir con un personaje de ficción literaria, por más que a uno le atraiga la idea. Esos personajes son como amigos imaginarios con los que puedes contar y a los que puedes recurrir en caso de necesidad. Una de las diversas misiones del arte y de la literatura consiste en proporcionarnos compañía. Yo he visto en algún cuadro a personas a las que espero encontrarme un día por la calle. En los libros y en las películas existen personas que terminan resultando tan vivas que esperamos verlas aparecer a la vuelta de una esquina. Wallander es una de esas personas que se esconden a la vuelta de la esquina, pero que nunca aparecen. Al menos a mí no me ha ocurrido.

En una ocasión me quedé casi sin respuesta. Fue en 1994. Los ciudadanos de Suecia debíamos decidir en las urnas si queríamos pertenecer o no a la Unión Europea. Yo iba caminando por Vasagatan, en Estocolmo. Un hombre de cierta edad se detuvo a mi lado. Era muy amable y muy culto y me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Y entonces me hizo la siguiente pregunta:

–Me gustaría saber si Kurt Wallander votará a favor o en contra de la Unión Europea.

Me lo preguntaba totalmente en serio, no cabía duda. Me lo preguntaba con una curiosidad auténtica. Pero, ¿qué podía responder yo? Como es lógico, era algo que no se me había ocurrido plantearme. Reflexioné unos instantes sobre lo que sabía acerca del interés que el cuerpo de policía pudiera tener en que Suecia fuera miembro de la Unión Europea. Finalmente respondí:

–Creo que votará lo contrario de lo que vote yo.

Y acto seguido me fui de allí sin darle la oportunidad de seguir haciendo preguntas.

En aquella ocasión yo voté en contra de la adhesión a la Unión Europea. Es decir, Wallander votó a favor, estoy convencido.

LA NOVELA BORRADA

Hay quienes creen que lo que voy a referir a continuación no guarda relación alguna con la verdad. No es así. No se trata de ningún mito. Sucedió realmente.

Hará unos quince años empecé a escribir un libro cuyo protagonista sería Wallander. Llevaba unas cien páginas, es decir, la cantidad a partir de la cual uno empieza a creer en serio que aquello terminará siendo una novela.

Sin embargo, no fue así. Tras escribir unas cuantas páginas más, lo dejé y, literalmente, quemé lo que había escrito. Además borré el archivo y, poco después, cuando cambié de ordenador, destruí el antiguo disco duro. Creo poder afirmar que no queda ni rastro de ninguna combinación de ceros y unos gracias a la cual sea posible reconstruir aquellas cien páginas.

Y no terminé aquella novela porque me resultaba desagradable. No me vi capaz. Trataba sobre el maltrato infantil. Ni que decir tiene que hoy sé que debería haberla escrito. En la actualidad es uno de los peores delitos que se cometen en el mundo, y Suecia no constituye una excepción. Pero en aquellos momentos me resultó demasiado duro. El tema me superaba.

Comprendo que haya quien dude de la veracidad de mis palabras, dado que en mis novelas describo sucesos terribles. Y tampoco me importa reconocer que muchos de ellos no han sido fáciles de plasmar en el papel. Pero sé que lo que ocurre en la vida real siempre es peor que lo que escribo. Mi imaginación nunca supera a la realidad. De ahí que, para no perder credibilidad, a veces deba escribir sobre temas espeluznantes.

EL PUNTO FINAL

Después de La leona blanca comprendí que el fenómeno Wallander se había convertido en un instrumento útil. Y en ese instante tomé además conciencia de que debía temer al personaje que había creado. A partir de ese momento existiría el peligro de que se me olvidara hacer sonar a toda la orquesta y de que lo dejara a él de solista. Lo esencial era tener siempre presente esta máxima: lo primero es el relato. Siempre. Y luego ver si Wallander era o no un buen instrumento para aquel relato concreto.

De vez en cuando me decía: “Ahora lo haré de otra manera”. Y escribía libros en los que no aparecía Wallander, novelas que no trataban de crímenes, obras de teatro. Después podía volver con él; dejarlo, escribir otro tipo de libros, volver a utilizarlo.

Oía continuamente en mi interior una voz que me decía: “Déjalo mientras sea el momento”. Era consciente del peligro que entrañaba que, un día, pensara en Wallander y me preguntara: “¿Qué hago con él ahora?”. Un día en que lo primero fuera Wallander, no el relato. Entonces habría llegado la hora de dejar de escribir sobre él. Hoy creo que, sin faltar a la verdad, puedo decir que Wallander nunca fue para mí más importante que el relato.

Wallander nunca se convirtió en una rémora.

Asimismo oía en mi interior el timbre de otra alarma. El peligro de que empezara a escribir por rutina. Si permitía que me sucediera, caería en una trampa peligrosísima. Sería tanto como demostrar una gran falta de respeto por los lectores y por mí mismo. Los lectores pagarían un buen dinero por un libro en el que pronto descubrirían que el autor se había aburrido y seguía escribiendo por inercia. En lo que a mí se refiere, la escritura se habría convertido en algo carente de interés.

Por esa razón lo dejé mientras todavía resultaba divertido. La decisión de escribir el último libro protagonizado por él se fue presentando sin apenas darme cuenta. Tardé unos años en llegar a poner el punto final.

Por cierto, lo puso Eva, mi mujer. Yo acababa de escribir la última palabra y le pedí que pulsara la tecla del punto. Cuando lo hizo, se acabó la historia.

DESPUÉS DEL HIELO

¿Y ahora que escribo un tipo de libros totalmente distinto? La gente suele preguntarme si lo echo de menos. Y yo respondo:

–No soy yo quien debe echarlo de menos sino los lectores.

Yo no pienso nunca en Wallander. Para mí es un personaje que existe en mi cabeza. Los tres actores que lo han encarnado en la televisión y en el cine han narrado maravillosamente sus propias versiones de esa figura. Y eso me ha deparado una satisfacción enorme.

Pero no puede decirse que lo eche de menos. Tampoco he repetido el error de Sir Arthur Conan Doyle, que tan a su pesar le quitó la vida al señor Holmes. El último relato de Sherlock Holmes es, precisamente, uno de los menos logrados, seguramente porque Doyle, en su fuero interno, comprendía que se arrepentiría de lo que estaba haciendo.

De vez en cuando, alguien me para por la calle y me pregunta si de verdad no pienso escribir ningún otro libro de Wallander. ¿Y qué pasará con Linda, su hija, que también se hizo policía? ¿No he dicho en alguna ocasión que ella tomaría el relevo en el papel protagonista? ¿No escribí hace diez años Antes de que hiele, el primer libro centrado en ella?

Huesos en el jardín. Henning Mankell Tusquets 180 páginas.

No quisiera descartar por completo la posibilidad de que aparezca algún que otro libro en el que Linda Wallander lleve las riendas del relato, pero no estoy seguro. A mi edad, las fronteras se estrechan. El tiempo, siempre escaso, se ha vuelto más escaso todavía. Debo tomar decisiones cada vez más firmes sobre lo que no quiero hacer. Es la única manera de invertir el tiempo que aún me queda –nadie sabe cuánto será– en aquello a lo que más deseo dedicarlo.

Lo que sí puedo decir es que no me arrepiento de una sola de las miles de líneas que he escrito sobre Wallander. Pienso que esos libros siguen vivos porque constituyen un reflejo de la Suecia y la Europa de las décadas de 1990 y de 2000. El tiempo que puedan perdurar esos textos depende de factores tan variados como lo que ocurra en el mundo y lo que ocurra con la lectura.

El tiempo pasa a una velocidad vertiginosa. El primero de los libros de Wallander, o al menos la mitad, lo escribí en una máquina de la marca Halda. Hoy apenas recuerdo la sensación de escribir sobre el teclado de una máquina.

El mundo del libro está en proceso de transformación. Como siempre. Sin embargo, hay que tener en cuenta que lo que cambia es el modo de distribución del libro, no la obra en sí. El hecho de sostener en las manos las páginas entre dos cubiertas. Cada vez habrá más gente que se vaya a la cama con la tableta, sí, pero el libro físico jamás desaparecerá. Y creo que también habrá cada vez más personas que, sin ser retrógradas, volverán al libro en papel.

El tiempo dirá si tengo o no razón.

En todo caso, el relato sobre Kurt Wallander ha terminado. Wallander no tardará en jubilarse. Y se dedicará a deambular por esa tierra crepuscular que le pertenece, con Jussi, su perro de pelo negro.

Ignoro cuánto tiempo seguirán sus pasos horadando la Tierra. Supongo que la decisión es sólo suya.

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