Contemporánea de Evelyn Waugh y Anthony Powell, Nancy Mitford fue una aristócrata de la Inglaterra rural en el periodo de entreguerras que hizo todo lo contrario a lo que se esperaba de una mujer de su clase: fue escritora y se dedicó a desnudar, con lengua maledicente y pasión por el cuchicheo, las taras de su círculo y de su tiempo. A la caza del amor, una de sus cuatro novelas e improbable bestseller, es un retrato de un mundo que ya no existe, ese breve intervalo de luz silenciosa que se acabó con el horror de la Segunda Guerra Mundial.
› Por Ariadna Castellarnau
Nancy Mitford (1904-1973) escribió cuatro novelas y cuatro autobiografías además de un ensayo sobre los modos y costumbres de la aristocracia inglesa que se convirtieron en verdaderos bestsellers de su tiempo. Primogénita del barón de Rodesdale, modelo ocasional de Dior y Lanvin además de escritora, Mitford es algo así como la representante malévola de la landed gentry, esa clase social formada por aristócratas rurales que con sus rentas sustanciosas, sus tierras fértiles y sus montones de porcelana Wedgwood representaban el reservorio ético y moral de toda Inglaterra.
Nancy Mitford fue la mayor de seis hermanas criadas bajo los antiguos conceptos aristocráticos: poca educación intelectual, muchos bailes en Londres con el objetivo claro de cazar algún barón, duque o cualquier otro par del Reino, casarse con él, tener muchos hijos, y arrastrar una existencia totalmente invisible entre los rosales de la campiña inglesa.
Sin embargo, a David Freeman-Mitford y su esposa Sydney (lord y lady Redesdale) la jugada les salió mal. Sus hijas se convirtieron en las estrellas de la prensa inglesa de entreguerras y casi ninguna de ellas cumplió con los anhelos paternos de casarse discretamente y, por supuesto, con un buen partido. Muy por el contrario, las hermanas Mitford fueron insoportablemente glamorosas: Nancy, la mayor, se hizo escritora. Pamela, la siguiente, lesbiana. Diana y Unity se fueron a Alemania y se convirtieron en las seguidoras más cool de Adolf Hitler (Unity llegó a pegarse un tiro por amor a Hitler, aunque falló y siguió viva y dando guerra). Jessica fue una comunista desheredada y una reconocida activista. Y por último Deborah, la única que cumplió con las expectativas de la familia, la única que tuvo una vida decente en términos Mitford y se casó con el duque de Devonshire.
Resguardadas en el único espacio caliente de la mansión familiar, el armario de la ropa blanca, las Mitford ejercitaron a lo largo de sus incesantes charlas y cuchicheos de chicas su lengua afiladísima. Aunque sólo Nancy y Jessica se dedicaron profesionalmente a la escritura, todas las hermanas dejaron una amplia y descabellada correspondencia que permite rastrear hasta el último detalle de las trifulcas familiares.
Contemporánea de Evelyn Waugh y Anthony Powell y parte de los bright young people, Nancy se dedicó a despellejar con mucho talento y enormes cuotas de esnobismo la vida y las costumbres de la gente bonita y elegante que formaba su círculo íntimo. Sus hermanas le pusieron el sobrenombre de Queen of Spades (Reina de Espadas), un poco porque Nancy era maledicente con ganas, otro poco por eso que decía Evelyn Waugh, de que la máxima señal de intimidad y triunfo en el mundo posh era ser llamado por un sobrenombre, cuanto más absurdo mejor, y lo cierto es que el apelativo le encajaba de lo más bien.
Nancy Mitford sabe conjugar como nadie lo irreverente con lo sustancial. Es capaz de mezclar en un mismo libro a la Unión Británica de Fascistas y todos sus menospreciables seguidores con las aventuras amorosas de dos jóvenes descerebradas, o ponerse a sí misma y a sus desafortunadas (y dolorosas) aventuras sentimentales en protagonistas de una aparente comedia de enredos en la campiña inglesa, tan inocente, tan verde, tan correcta y plagada de hermosas casas solariegas en las que parece imposible ser desdichado.
La editorial Asteroide ha emprendido desde hace unos años una verdadera operación de rescate de los libros de Nancy Mitford. Recientemente acaba de llegar a la Argentina una de las mejores novelas de la autora, A la caza del amor, un libro sobre ricos con muchos apellidos y ningún empleo.
La historia se abre con un delicioso estereotipo: una fotografía de la familia Radlett reunida alrededor de la mesa del té. Una madre, un padre y un montón de niños vestidos con blondas infames que son los protagonistas de la novela y a la vez trasuntos de la propia familia Mitford. El centro de la novela es la joven Linda Radlett y su permanente búsqueda del amor auténtico (sí, eso, el amor auténtico, a lo Jane Austen pero en versión mala baba) primero en brazos de un banquero aburridísimo y luego de un miembro de la resistencia francesa, un personaje que resulta de lo más inverosímil, pero qué importa si total lo que nos cuenta Mitford es totalmente encantador y hace reír y es como una sesión intensiva de Upstairs, Downstairs, esa serie británica que contaba todas las vicisitudes de la familia Bellamy y sus sirvientes.
El mundo que nos describe Mitford ya no existe. Incluso en el momento de su máximo esplendor, los jóvenes y narcisistas aristócratas ingleses locos por el jazz, las fiestas y el alcohol formaban parte de un mundo cerrado, improbable y efímero que empezó y caducó rápidamente calcinado por la cruda realidad de la guerra. Aun así, es casi un milagro que un fragmento de este mundo de cera y satén haya llegado hasta nosotros. Sin importar que lo creamos. Sin importar que creamos una sola palabra de lo que cuenta la autora. Está bien. Está muy bien que en algún momento de la historia, en un pequeño lugar del planeta, haya existido gente como aquélla. Gente como las Mitford.
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