En su ensayo Cultura de clase. Radio y cine en la creación de una Argentina dividida (1920-1946), el historiador estadounidense Matthew Karush investiga la cultura de masas preexistente al peronismo y cómo Perón supo asimilarla a su proyecto político.
› Por Hugo Salas
La cantidad de interrogantes que el peronismo plantea en el ámbito de la historia tal vez sea, al igual que en el presente, infinito. Uno de ellos –de singular importancia, ya que hace tanto a sus efectos como a sus orígenes– se sitúa en el plano cultural: ¿supuso el gran fenómeno de la historia política argentina la aparición de una identidad colectiva “de cero”, la de los trabajadores como sujeto pueblo opuesto a la oligarquía, o acaso esta construcción cultural era preexistente y Perón, a cargo de la Secretaría de Trabajo y Previsión supo asimilarla a su proyecto?
Durante mucho tiempo, el mito de las patas en la fuente, los cabecitas materializándose como por arte de magia en la plaza del 17 de octubre, abonó –tanto en su versión romántica como en la versión “pesadillesca”– la primera de estas posibilidades: el peronismo había supuesto la irrupción, el despertar o cuanto menos la maduración definitiva de una identidad de clase que hasta entonces no había tenido expresión en la sociedad argentina. Hace tiempo, sin embargo, que historiadores y teóricos de las ciencias políticas vienen inclinándose por la segunda de estas posibilidades. De hecho, dos figuras tan antagónicas como Ernesto Laclau y Luis Alberto Romero parecen coincidir en este punto, con las variantes de cada caso.
Es en este contexto que plantea su aporte a la discusión Matthew Karush, autor de Cultura de clase. Radio y cine en la creación de una Argentina dividida (1920-1946). Como el título sugiere, para este historiador estadounidense –que ya ha estudiado los movimientos obreros de Rosario en las primeras décadas del siglo XX y los orígenes del peronismo, en sendos trabajos inéditos en español– tango, radioteatro y cine son el lugar donde, debido a un peculiar entramado de circunstancias, habría tomado consistencia la oposición entre pobres y ricos, básicamente como exaltación de la bondad de los primeros contra el egoísmo de los segundos, en un proceso que signó la (re)construcción de la identidad nacional. Perón, por su parte, habría sabido aprovechar y asimilar este discurso clasista y melodramático en función de su proyecto político.
El planteo supone abrir cuanto menos dos campos de batalla, a los que Karush presta debida atención. Por un lado, la afirmación de que la cultura de masas haya servido a la difusión de un imaginario clasista contradice la idea de que dicha cultura, en su momento de aparición, habría “disuelto” las diferencias con el propósito de convertir a todos los miembros de la sociedad en una masa indiferenciada de consumidores (a los que, por ende, se podía vender el mismo producto estandarizado). Para el autor, en Argentina el proceso de expansión de la cultura de masas (radio y cine) genera una tensión entre lo nacional y lo foráneo que obliga a reforzar las nociones de “argentinidad”, abrevando para ello en formas como el tango y el sainete ya identificadas con la idea de “lo nuestro”.
Por otra parte, la idea de que el melodrama popular haya servido a la propagación de un imaginario de clases enfrentadas contradice la tradición interpretativa –hace tiempo puesta en tela de juicio, hay que decirlo– según la cual el melodrama sería un género que disuelve las tensiones políticas convirtiéndolas en un problema privado y sentimental, al tiempo que licua el enfrentamiento en favor de una afirmación de las buenas intenciones. Karush procede aquí al análisis de clásicos del cine nacional, en los que lee una forma melodramática del populismo que no borraría sino que exaltaría, justamente, la noción de un espacio social dividido entre pobres buenos y ricos malos. Si bien sus argumentos son atendibles en este punto, llama la atención que su perspectiva lo lleve a homologar como variantes de un mismo caso dos formas tan irreconciliables en lo ideológico como las de Luis Sandrini y Niní Marshall.
El libro cierra con un doble planteo abierto a la polémica. El peronismo se habría apropiado de la cultura del melodrama, dándole un definitivo sesgo político y, por ende, consolidando la polarización de la sociedad, lo que habría vuelto inviable la idea del Estado como un agente capaz de garantizar la armonía entre el capital y el trabajo. Por otra parte, este proceso político (y no los ideales propagados por la cultura de masas extranjerizante) sería el responsable de la división entre los trabajadores peronistas y la emergente clase media. Se advierte allí una posible discusión que Karush no tiene en cuenta (y de hecho un cambio de perspectiva metodológico): ¿por qué interpretar que Perón “se apropia” o “se aprovecha” de ese discurso y no entender que el peronismo, como fenómeno político, es justamente resultado de ese proceso que viene dándose en el imaginario cultural desde 1920?
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