LA VIDA, SITUACIÓN LÍMITE
No ocupa el lugar de escritor secreto por propia voluntad o vocación de rareza, pero es cierto que con varios libros en su haber, premios del Fondo Nacional de las Artes y una constante dedicación a la escritura, Gabriel Bellomo está lejos de los circuitos de prestigio y los amiguismos típicos del ambiente literario. El silencio de las abejas, su última colección de cuentos, es una muestra de su concepto de originalidad ligado al esfuerzo casi físico de la literatura.
› Por Sebastián Basualdo
Un escritor debería estar siempre acechado por lo vertiginoso del tiempo y abocarse íntegramente a construir su obra sin extraviarse en una visibilidad desmedida o en la cosmética que reclaman ciertas poses, confiando en que tarde o temprano deberá ocurrir algo así como un milagro: el momento en que un libro cae con todo su peso para que la justicia poética reúna toda la obra que sustentó ese hallazgo y acaso respalde ese único libro, justifique los años de labor incansable y entonces sí: ironizar con Borges que naturalmente no fue producto del azar ni mucho menos de la negligencia. Gabriel Bellomo concibe el destino literario de ese modo; pertenece a esa clase de escritor para quien la originalidad no es otra cosa que una tradición tomada conscientemente y el término “corriente literaria”, si algo le evoca, es una fuerza que lo impulsa a sentarse a escribir y nada más. Merecedor en varias ocasiones del premio Fondo Nacional de las Artes, desde hace más de veinte años, a partir de la publicación de Historias con nombre Propio, no ha hecho otra cosa que construir una interesante obra sustentada sobre cuatro novelas, entre las que se destaca El informe de Egan (Mondadori, 2007), cinco libros de relatos, incluyendo la reciente El silencio de las abejas y ficciones breves de su serie aún inédita Seres de entreguerras, así como también la novela Cita en Rabat. “Todo escritor escribe para publicar. Acaso sería mejor hacerlo más tarde que temprano. Publicar y luego obtener cierta visibilidad, la imprescindible para que el libro irradie más allá del círculo inmediato de escritores y críticos. Por lo tanto, la construcción de una imagen que podría atribuírseme no responde a una decisión ni a la deliberada búsqueda de ocupar el sospechoso nicho reservado a la categoría de escritor secreto, sino a una limitación que excluye mi voluntad. De todos modos, pienso que el escritor debe únicamente escribir e intentar hacerlo bien, en el límite de sus posibilidades y entre tanto mantenerse ajeno a cierta exposición que no contribuye tanto a la obra como a resolver, un poco penosamente, cierta desesperación por conseguir reconocimiento”, afirma Gabriel Bellomo.
El silencio de las abejas reúne quince relatos donde da muestra de una notable capacidad para poner a sus personajes en situaciones límite en un escenario que no es otro que la vida en su transcurrir, y donde lo verdaderamente importante sucede por debajo de las apariencias, allí donde descansan el miedo y el arrepentimiento, la contradicción o la culpa y hasta los deseos inconfesables. Amantes que eligen un último viaje para despedirse, familias de vacaciones de verano que tienen un infierno en sus conciencias, el amor en todas sus dimensiones puesto en jaque frente a la inminencia de la enfermedad o la muerte, o los vacíos que ha dejado la dictadura son algunos de los temas que el autor aborda con la delicadeza de quien muestra la intimidad de un álbum familiar.
“Mi plan de escritura es no tenerlo –dice Bellomo– en el sentido de que no estructuro ni elaboro un plan para escribir. No conozco muy bien qué voy a contar o quiénes serán los personajes, la forma de la historia, el punto de vista. Si bien alcanzo a intuir vagamente algo de eso, no sé nunca bien hacia dónde voy. Esto es lo que me alienta a escribir. Trabajo de una manera un poco caótica, movido por una escritura aluvional, ansiosa y básicamente intuitiva. Sin embargo, siempre estoy procurando un orden, un método, escribir en horarios preestablecidos, preferentemente por la mañana, aunque difícilmente lo consigo. Suelo dispersarme. Me concentro cuando ya el texto que tengo entre manos me resulta lo suficientemente interesante como para ensimismarme en su escritura que más tarde se resuelve esencialmente en la interminable tarea de corrección.”
¿Cómo fuiste abordando y resolviendo la relación entre escribir y publicar?
–La publicación de un libro o el hecho de que permanezca inédito, siempre y cuando se trate de un borrador más o menos terminado, se subordina a circunstancias en un sentido aleatorias. Las razones para publicar un libro pueden ser equívocas y por tanto complejas. En el caso de El silencio de las abejas, que dedico a la memoria de mi hermano, me ha permitido abordar la íntima tarea de asimilar su pérdida. Por otra parte soy un escritor tardío, que comenzó a escribir cuando otros han producido ya buena parte o la totalidad de su obra. Escribí libros y los publiqué en el orden en que fueron concebidos. En algún sentido, publicar un manuscrito me resulta imprescindible para continuar escribiendo. Se trata de un proceso de búsqueda en la propia obra, de la educación recíproca entre los libros que escribo, los que proyecto y mi conciencia. Escribir es, para mí, indagar en ciertos conflictos que, sin pretensiones, llamaría existenciales. Sé que escribiré mi próximo libro a partir del que escribo ahora, en el que iré dejando señales y pistas reservadas a mí y que tal vez prefiguren la obra siguiente.
Muchos de los relatos que componen El silencio de las abejas dialogan entre sí, sobre todo aquellos que refieren a los desaparecidos durante la dictadura del ’76. Es una constante en tu obra esto de mostrar distintas perspectivas sobre un mismo tema.
–Es cierto, los relatos de este libro dialogan entre sí. Insistir en nombres propios, fechas, temas, esa recurrencia, me depara relativas certezas, imprescindibles para asumir el riesgo inevitable de derivaciones y desviaciones que se inician en lo que pretendo contar, y de ir hacia aquí o hacia allá indagando en la historia, en sus posibilidades ficcionales. John McGahern, un notable escritor irlandés, afirma que la ficción tiene la obligación de ser creíble y que la vida no tiene esa limitación, ya que lo que sucede es creíble sólo porque sucede. Una consigna es sospechar de lo real. Y eso me permite trabajar en una historia a través del cristal deformante de la creación literaria. Hay dos relatos en el libro: “Máscaras”, que lo abre y “El silencio de las abejas”, que lo cierra. Su ubicación en el orden de impresión no fue premeditada. Así presenté, sin advertirlo, el manuscrito al editor. Luego fue él quien destacó la coincidencia de que ambos relatos se refieren a desaparecidos por la noche de la dictadura militar y que, sin embargo, los protagonistas de esas historias no son ellos sino quienes los sobrevivieron. El deseo de vivir, el propio y el de mis personajes, es muy fuerte. Pero más fuerte, también en mí y en el de algunos de mis personajes, es el deseo de no sobrevivir a los seres amados. A esta altura de mi vida, y tomando prestada las palabras de un amigo, la muerte no me causa más que curiosidad; la vida, en ciertas ocasiones, inquietud por el devenir, por lo sucesivo. El tema que me ocupa en algunas narraciones no es “la muerte” sino “el morir”, y son dos cuestiones bien distintas. Basta leer Pensar la muerte, del filósofo francés Vladimir Jankélévitch, para comprenderlo. La muerte es un hecho nulo, por eso escribo de parte de quienes viven, de los que, a pesar de todo, insisten en seguir viviendo.