Domingo, 23 de febrero de 2014 | Hoy
Apenas unos meses después de la publicación de Mr Gwyn, aparecía la trilogía de relatos Tres veces al amanecer. La casi simultaneidad de estos dos libros de Alessandro Baricco no parece casual. Uno pone en práctica cierta poética del otro, la convicción de que la vida no sólo se expresa en la literatura a través de los personajes sino del escenario total de lo narrado.
Por Juan Pablo Bertazza
En tiempos en que, tal como se escucha por ahí, la literatura se hace en las series, poca trascendencia tendrán los libros que pretendan competir con las mismas armas visuales, algo que, no obstante, sucede a menudo. Como buen escritor que es, Alessandro Baricco no incurre en ese error garrafal y sigue ocupando aquellos resquicios verbales donde la imagen aún no supo ingresar, intersticios de la palabra más expresivos que cualquier bondad visual. Baricco sabe, en definitiva, seguir adelante, hacer del defecto una virtud, y defender con uñas y dientes la autonomía de la literatura.
Cuatro meses después de publicada su anterior novela, Mr Gwyn, salió Tres veces al amanecer, un conjunto de tres relatos protagonizados por un hombre y una mujer, a distintas edades pero durante el amanecer, en distintos lugares pero en el vestíbulo de un hotel decadente. Según el propio Baricco, “no tiene forma de novela ni tampoco son exactamente cuentos. Me gusta no poder darle un nombre”.
Anónimo o no, todo parece indicar que este libro ya lo tenía escrito antes o al mismo tiempo que el anterior, pero a través de una trama literaria original y endogámica le atribuye fueros extraordinarios. En su anterior novela, en una columna escrita en el The Guardian, el exitoso escritor inglés Jasper Gwyn anunciaba su decisión de dejar de escribir, aunque dada su indisoluble relación con la literatura ese retiro se le volvía imposible, por lo que empieza a probar formas alternativas de la escritura, como la retención de frases sin volcarlas por escrito, la formulación de diálogos imaginarios entre personas que se cruzaban en su camino y, por último, la confección de misteriosos retratos verbales: fotos hechas con palabras.
Hacia el final de la novela, nos enterábamos de que un ejemplo de esos retratos era Tres veces al amanecer, libro erróneamente atribuido al escritor angloindio Akash Narayan que, en realidad, era de Gwyn. De hecho, en Mr Gwyn se le leía al maestro de Camden Town la dedicatoria de este libro (“a Catalina de Médicis y al maestro de Camden Town”), se describía someramente las tres historias del libro y, aun más, había una poética de Tres veces al amanecer, en tanto nos enterábamos de que Gwyn era un escritor fascinado por los vestíbulos de hotel, a tal punto que quería transformarse en uno porque “no somos personajes, somos historias, lo que tendríamos que entender es que nosotros somos toda la historia, no sólo el personaje. Somos el bosque por donde camina, el malo que lo incordia, el color de las cosas, los ruidos”.
La preeminencia de diálogos y climas en Tres veces al amanecer, que crean, justamente, una especie de tercer gran personaje, se asemeja notablemente a esa idea algo abstracta de los retratos verbales que era la punta de lanza de Mr Gwyn.
Una mujer llega al vestíbulo de un hotel a las cuatro de la mañana y se pone a dialogar con un hombre ahí alojado que espera, sentado en un sillón de la recepción, la hora de ir a trabajar. Sin embargo, la mujer lo distraerá de tal forma que esa salida se postergará hasta la cancelación. Una pareja llega a un hotel pasada la medianoche y, luego de una pelea inesperada, el recepcionista del hotel entabla una profunda complicidad con la chica, y al mismo tiempo le hace replantear algunas decisiones. Una mujer policía a punto de jubilarse vela el sueño de un nene que acaba de sufrir una tragedia en su casa y decide que ése, su último trabajo, su último servicio, debe ser el mejor.
Hay, por supuesto, elementos en común entre las tres historias: aunque ellos no lo sepan, y aunque no se respete de ninguna manera la cronología, los protagonistas son siempre los mismos y cada encuentro será, paradójicamente, el primero y el último (la autonomía de la literatura). También se repiten los testigos: la luz ambigua del amanecer que marca no solo la división del día sino también cierta naturaleza anfibia de los personajes y su atracción por la remota posibilidad de empezar todo de cero (“cambiar las cartas es imposible, lo único que nos queda es cambiar la mesa de juego”). Y el vestíbulo, la puerta del hotel donde cada una de estas tres historias tendrá un momento bisagra, oscilando entre el ingreso y el egreso: en la primera historia significa que la mujer le impide al hombre ir a trabajar, en la segunda constituye la fuga que propicia el portero y en la última simboliza la huida que aborda la mujer policía con el nene.
Si una de las características de la obra de Baricco es su amor manifiesto por la literatura norteamericana, a tal punto que en 1994 fundó en Turín una escuela de técnicas literarias llamada Holden, se podría pensar que sus últimos libros homenajean a sus grandes autores: había algo de Salinger en el grupo de adolescentes de la realista Emaús mientras que el retiro no consumado de Mr Gwyn prefiguraba, en cierta forma, el anuncio de Philip Roth. En Tres veces al amanecer, por su parte, se percibe algo del Carver fascinado por Chéjov. Algo minimalista, algo implícito incluso en esa fascinante ingeniería en escala que propone Tres veces al amanecer: una secuela lateral –ni precuela ni secuela, una historia al costado– de Gwyn, pero al mismo tiempo un libro extraño, tan autónomo como la literatura. Una novela que se puede leer perfectamente sin la trama de Mr Gwyn, como quien solo observa la punta del iceberg y se hunde con el golpe de lo que permanece por debajo de la superficie.
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