Dom 23.02.2014
libros

COMUNIDAD DANI UMPI

Los libros de Dani Umpi, músico y performer, vienen a confirmar y continuar un ida y vuelta de identificaciones donde personajes, lectores y el modo en que todos se expresan conforman un grupo de pertenencia chispeante, donde la exaltación y el colorido no esconden un trasfondo de carencia de afectos. Un poquito tarada no altera esta línea, pero, en un giro autoconsciente, abre el interrogante sobre las condiciones y límites de esta manera de comunicarse.

› Por Hugo Salas

Nada crea comunidad de manera tan potente (e inmediata) como la lengua. “Hablamos el mismo idioma” es el lugar común que ubica allí, en las palabras, no sólo la posibilidad del reconocimiento entre pares sino también la contraseña de una intimidad afectiva y afectuosa. La lengua es el lugar común y al mismo tiempo el más inestable, el que subvierte la propia noción de “lo común”, en tanto delata, a cada frase, la existencia de múltiples comunidades superpuestas y en tensión. Toda escritura elige, así, con quién habla y el grado de cercanía que establece ese contacto, de la proximidad del correo electrónico o el mensaje tipeado a las apuradas a la distancia absoluta y lapidaria de los escritos judiciales, cuyo lenguaje parece tener el único propósito de instituir una esfera distinta. En el caso de la literatura, la cuestión se vuelve más compleja. Democrático, el libro no elige a sus lectores: espera allí, sentadito en el mercado, al alcance de todos (siempre y cuando, desde ya, cuenten con los medios para llegar a él). Por ende, la proximidad que su lengua establece con ciertos lectores pudiera resultar distancia con otros, o en su intento de dirigirse a todos los lectores (un universal imposible), podría dar lugar a un estándar frío y vacío, como ocurre con el español best seller de la literatura de aeropuertos.

Un poquito tarada, nueva novela de Dani Umpi, elige la primera de estas alternativas y trabaja en la misma línea que sus novelas anteriores y otras contemporáneas, como La asesina de Lady Di, de Alejandro López, o Vos me querés a mí, de Romina Paula. No se trata sólo de reproducir o dar cuenta de un modo del lenguaje (como intentaran varios realismos y costumbrismos históricos), sino de crear comunidad con un grupo de lectores que se reconocen en ese lenguaje, que incluso gozan de ese acto de reconocimiento, lectores que al encontrarse con neologismos que ya son suyos–como “mostra”, “malco”– o podrían serlo–“instragrámico” (tal vez una errata para “instagrámico”, algo que visualmente se parece a las fotos compartidas por la red Instagram)– y peculiaridades gramaticales como el uso enfático del prefijo “re”–re tarada– y “mal” convertido en adverbio –malco mal–; en fin, lectores que al encontrarse con esas formas piensan, suponemos, “¡qué geñal!”. El sistema de espejos se extiende hasta abarcar en el espacio de la trama la aparición de referentes claramente reconocibles (el fotolog, las fiestas Plop, la Creamfields) e incluso la voz del narrador, en ubicua primera persona. Esto tiene, desde luego, un efecto etnográfico que recuerda la descripción densa y los sistemas documentales, pero en este caso no se trata de construir una interpretación y una mirada de lo distinto, lo desconocido, sino de un acto de amor por lo mismo, de regocijo en el reconocimiento.

El procedimiento no es insólito. Buena parte (si no la mayoría) de la literatura infantil se construye de esta forma, duplicando la voz y los referentes de los lectores a los que se dirige, con el propósito no sólo de garantizar cierta empatía sino también de ofrecer una experiencia burbujeante, gozosa y entretenida. Desde la ilustración de tapa, con la heroína que sale a vivir su aventura en rosa chicle, acompañada por la única presencia de un perrito chico (animal que ella detesta), Un poquito tarada propone a sus lectores ese escalofrío, ese juego de superficies y colores brillantes que reconoce como norte único la fruición y el disfrute, experiencia que el uruguayo conoce de primera mano por su trabajo en la música y como performer.

De hecho, en la literatura de Umpi esta fruición se convierte en voracidad sin contención, por lo que se extiende hasta abarcar, sin sacar jamás los pies del plato de esa mismidad, un sinnúmero de elementos que ensanchan y extienden las fronteras previsibles de ese mundo. En esta ocasión, la vorágine no sólo incluye elementos místicos o paranormales degradados (sectas, espiritismo, tarot, fantasma), el mundo de los casinos y el juego y un interesante y sutil trabajo sobre la atomización de la función parental y los vínculos, sino también un desplazamiento geográfico de la trama que recuerda tanto las coordenadas geográficas de la aventura industrial al estilo James Bond, como la inquietud y el desasosiego de la road movie.

Verborrágica, explosiva, abundante, Un poquito tarada parece una novela cacareada por su protagonista, el derrotero de una voz llena de agudos e inflexiones que, bajo esa marejada constante, la aparatosa celeridad de un discurso centrado en la suprema valoración del yo y la necesidad de destrucción del otro, el ejercicio de una maldad tan banal y tonta como siniestra y oscura, traza varios círculos concéntricos en torno de una única preocupación obsesiva: el afecto, pero también la enorme posibilidad de no reconocerlo. Que la gran aventura de la heroína desemboque en el descubrimiento lateral de aquello que –sin darse cuenta– ya sabía, tal vez sea parte de su juego con elementos místicos, una herencia de género. Pero construido de manera casi milimétrica en función de la identificación y el reconocimiento, la cifra última del valor constituye un interesante planteo respecto de las condiciones de esa misma literatura.

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