El libro de John Fowler sobre la guerra de Malvinas ofrece una perspectiva poco frecuente, la de los civiles que habitaban las islas (él mismo, llegado de York como maestro, fue uno de ellos) y vivieron la experiencia del ataque argentino y también del abandono por parte de los propios británicos. Sin intenciones belicistas, con foco en el miedo y la incomprensión hacia toda guerra, rescatando los lazos que existían entre el sur británico y las islas antes de los hechos de 1982, Fowler consiguió plasmar un relato fluido, casi oral, de amena sinceridad.
› Por Guillermo Saccomanno
“A las nueve de la mañana del 13 de abril me encontré bastante nervioso, frente a la puerta de la escuela, que por entonces estaba en la calle John, con las llaves en la mano mientras un grupo muy profesional de infantes de marina argentinos se dirigía hacia donde yo estaba. Con las armas listas corrían por la calle, cubriéndose cada tanto en los portales y detrás de las vallas, de manera muy parecida a la forma en que se conducían las tropas británicas que patrullaban Irlanda del Norte que había visto muchas veces por televisión.” Así describe John Fowler el avance de las tropas argentinas poco después de su desembarco en las Malvinas. Criado en York, a poco de matricularse como maestro, Fowler fue a las Malvinas a trabajar en el internado de Darwin. Pero además de conocedor de las islas, en un paréntesis entre sus estadías en Malvinas, Fowler intentó probar suerte como hotelero en el Pacífico y viajó por nuestro país, recorriendo el norte y también Bolivia. Asumiendo las islas como su hogar verdadero, Fowler tuvo distintas ocupaciones en el ámbito educativo malvinense. Retirado de la docencia, en los últimos años se convirtió en redactor jefe del Penguin News, el periódico local. 1982. Días difíciles en Malvinas es su crónica sobre la experiencia de los habitantes de las islas durante la guerra. No hay demasiada bibliografía británica sobre la cotidianidad kelper durante el conflicto. Si su crónica tiene un valor no se debe sólo a la escasez de relatos al respecto. Por mérito propio, Fowler ha revisado el diario que llevó en los días de la invasión, un registro sinóptico de cada día, y luego se concentró, apelando a su memoria, a pasar en limpio los recuerdos y reconstruir narrativamente lo vivido.
Valga la digresión, puede tener sentido detenerse en una situación de género: la literatura patagónica. A esta altura, la misma incluye tanto las firmas de los viajeros ingleses, los pioneros galeses, como las narrativas, entre muchos otros, de Payró, Sánchez Abeijón, Viñas y, más acá, Bayer. En este sentido, podría incluirse la crónica de Fowler en el género patagónico, pero debido a la fuerza de los hechos, Malvinas, todo un tema por peso propio, un peso por cierto dramático que contiene el conflicto bélico, puede hablarse de esta escritura como desprendimiento de lo patagónico y convertirse en género autónomo.
El texto de Fowler proviene de otra mirada, la mirada del otro, y debe ser leída desde nuestra subjetividad apuntando a un entendimiento recíproco. Doble mérito el de Fowler: además de un valor documental, su crónica presenta una prosa casi coloquial que, manteniendo una distancia notable, sin escatimar sutiles atisbos de humor, recupera los aspectos solidarios de quienes, bajo fuego, ingeniándoselas para la protección, al verse envueltos en la tragedia, buscaron sobrevivir socorriéndose unos a otros.
“Hay muchas cosas que uno nunca cree que experimentará, en particular si uno es un funcionario público que vive con su joven familia en uno de los pocos países más pacíficos del mundo”, escribe Fowler. “Entre esas cosas inimaginables está despertarse y ver que vehículos acorazados traquetean por las calles de tu pueblo, o ver balas trazadoras, semejantes a luciérnagas, pasar zumbando encima de tu hogar. O que más adelante, cuando las islas que consideras tu hogar están bajo el dominio de una abrumadora fuerza extranjera, compuesta de personas que tienen un aspecto distinto del tuyo, verla cuando derriban uno de tus propios aviones: menos aún que celebrarán con vítores ese derribo. Otra de esas cosas es que, como creíste que el avión era de tu bando, al enterarte de que no era así, sientes alivio. Pero también mucha más compasión de lo que habrías creído posible por ese piloto que voló tan bajo sobre tu jardín trasero y al que pudiste verle la cara con claridad.”
Esta no es una crónica heroica. Fowler, de formación cuáquera, lo admite: no le interesó en ese momento empuñar el rifle que tenía en su casa. Su perspectiva de lo que representan las Falklands puede exasperar a los espíritus chauvinistas pero, tal como plantea Federico Lorenz en su lúcido prólogo, merece ser tenida en cuenta. Del mismo modo que Fowler le adjudica a la feroz Thatcher haber tenido “pelotas” ante su gabinete para enfrentar el desafío de la dictadura argentina (un gesto que le sirvió para distraer la atención de su responsabilidad en una interna sufriente de una terrible crisis económica), Fowler señala, en simetría, el escape hacia adelante de la junta militar cuyo desprestigio creciente (tanto en el plano nacional como internacional) hacía tambalear su permanencia en el poder. No es nuevo lo que cuenta: la corrupción del ejército argentino, la inexperiencia de los conscriptos combatientes, la desigualdad de armamento en el enfrentamiento y también, excepcional, la humanidad de unos pocos oficiales en el trato con los civiles. El planteo sobre el fin de la dictadura atribuible a la derrota de Malvinas tampoco sorprende. Pero sí es de destacar cómo Fowler marca la relación entre las islas y el continente en el tiempo previo a la guerra. Los vuelos de LADE, que no pocas veces trasladaron urgencias a los hospitales del continente, los jóvenes becados en colegios ingleses del territorio continental, un cierto intercambio comercial. Es decir, una relación entre isleños y argentinos que sorteaba los prejuicios y vaivenes de las tensiones del reclamo diplomático. “Más allá de los incidentes de 1833 —apunta Lorenz—, los lazos familiares, comerciales y sociales entre el sur argentino y chileno y las Malvinas, llamadas Falklands por los isleños y los ingleses, eran fuertes y se habían sostenido en el tiempo. La guerra desatada como consecuencia del desembarco argentino de abril destrozó esos puentes.”
Conviene no olvidarlo: en la guerra murieron 649 argentinos, más de mil fueron heridos y una cantidad innumerable —sin registro preciso estadístico— murieron en la posguerra. El saldo británico ha sido de 233 combatientes muertos, además de infinidad de heridos. A esta estadística hay que sumarle tres isleños muertos como consecuencia de fallas de la artillería inglesa. Quien quiera interiorizarse sobre cómo Gran Bretaña tapó los efectos de la contienda y el triste destino de sus soldados (en su mayoría desocupados que encontraban un sueldo en la armada), puede buscar un relato pormenorizado en Una temporada en el infierno, de Vicent Bramley, el ex combatiente que se dedicó no sólo a denunciar los horrores de las batallas sino también de qué modo su país escondió bajo la alfombra la situación calamitosa de quienes participaron y, al igual que los colimbas argentinos, quedaron quebrados cuando no eligieron el suicidio. En la crónica de Fowler no falta el relato de la muerte de dos vecinas debido al error de una computadora misilística británica. Componente de su crónica, el miedo se instala en la población civil desde el comienzo del relato y avanza siempre con una distancia que aspira a una difícil objetividad sin temerle a la enumeración de calvarios que significa una guerra y trascienden toda anécdota épica. No hay épica en una matanza. Como si uno estuviera escuchando un relato oral, sin más intenciones literarias que el registro de lo vivido, la amena modestia narrativa de Fowler vuelve magnética la lectura.
A Fowler no se le escapa tampoco la de-sidia de Gran Bretaña hacia las islas en el tiempo previo a la guerra. Es decir, fue la guerra la que provocó un retroceso en las negociaciones de la soberanía nacional y un avance militar y económico del imperio sobre las islas. Fowler no es un escritor bélico. Más bien pacifista, es reticente con respecto a la política imperial y cero esperanzado en cuanto a un acuerdo bilateral.
El epílogo del libro está a cargo del escritor y periodista Roberto Herscher, autor del relato malvinero Los viajes de Penélope, ex combatiente argentino. Herscher rescata una idea central en Lorenz: si un interés especial despierta la crónica de Fowler es, sin duda, la de proporcionar claves para entender cómo son y qué buscan los integrantes de esta sociedad isleña. “La patria debería ser más grande que el país”, concluye Herscher. “La patria debería ser la tierra común de los hombres buenos.”
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