› Por Pablo E. Chacón
Agustina Paz Frontera parece brava: callarse no se calla aunque parezca una muñeca. Se entristece, se alegra, grita, se enfervoriza pero no habla por hablar, sino que dice y pregunta lo justo porque no le gusta preguntar, como queda claro en Una excursión a los mapunkies: una suerte de diario de viaje, autobiografía ficticia y registro antropológico donde relata su búsqueda y encuentro, en la Argentina y en Chile, con los indios mapuche, anudando en ese cruce una forma político-cultural de narración insólita. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires, Agustina –supone el ocasional interlocutor– podría intimidar hasta cuando se ridiculiza. Es demasiado linda e inteligente como para negarlo. ¿La pueden imaginar perdida en algún lugar de los Andes, en el Sur profundo, discutiendo de políticas identitarias con un mapuche? Pues háganlo, es lo que hizo, además de extrañar, emborracharse, escribir poesía, intimar con los aborígenes, estudiar la cuestión a fondo y escribir un texto que llega mucho más lejos que cualquier crónica de antología. En sus palabras: “El tema no le importa a nadie, a nadie le interesan los mapuches, pareciera ser un tema de hippies y vegetarianas. A mí tampoco se me cruzaban por la cabeza, pero cuando entendí que estaban vivos entre nosotros haciendo punk y rap en inglés, en mapuzungún, ahí enloquecí”.
¿Querías escribir una crónica o los mapuches fueron una excusa para una experiencia narrativa?
–Empecé a escribir en 2007. El género y el tema vinieron de la mano, como si los mapunkies pidieran crónica y la crónica pidiera mapunkies. Lo que yo más quería era terminar la carrera, de hecho el germen de este libro es una tesina de Comunicación, y si podía hacerlo sin dolor, mejor. Y así fue: me fui de viaje, aprendí a preguntar a la fuerza, tuve que manejar la distancia con los protagonistas, tuve que pensar mucho en el camino, pensaba mucho y nada de lo que hacía era inocente, iba con mucha carga en la cabeza, me gustaban esos juegos conceptuales de lo que es y no es a la vez, las “cópulas identitarias”, pensaba en esas cosas; por eso el viaje fue una experiencia total, porque no sólo era un reportaje ni un diario de viaje, también era ir a probar si los modelitos teóricos encajaban en los sujetos que andaban por ahí vivos, que hablaban. Me parecía que cualquier cosa que dijera iba a sumar a la comprensión del problema, porque yo quería contar, tener una “experiencia narrativa”, pero lo que más quería era que el problema se entendiera. Al principio contaba todo, y ahí fue crucial Osvaldo Baigorria, con quien trabajé el texto. El me dijo: “No se puede contar todo”, y yo por dentro pensé, “¿qué no?”, pero le hice caso y recorté.
Como sea, los mapuches están en toda su diversidad. ¿Cómo afectó ese viaje tus propias ideas sobre los pueblos originarios, la identidad, la política y la política anarco-indigenista, por llamarla de alguna manera?
–Cuando volví del viaje, estaba mapuchizada, andaba por ahí con una gorra de militante mapuche que decía Pueblo Nación. Después me saqué la gorra, de alguna manera entendí que todos somos iguales frente a algunas debilidades. Ser mapurbe (jóvenes mapurbes urbanos) es muy difícil, tener un cuerpo mitad y mitad, ¿no? Más que nada entendí que hay acomodamientos identitarios que se hacen, digamos, por la galería, para la tribuna, esto de lo mapunkies es un poco eso y como estrategia política es débil en comparación con lo que podría resultar si se apelara a las armas realmente únicas y potentes que tiene un pueblo, que son la lengua y la tierra. De todas maneras, sigo trabajando con mapuches. Trabajé en la fundación del primer canal de TV indígena del país, que sacamos al aire contra todo el 7D de 2012, y ahora estoy terminando, como productora, un documental para Al Jazeera sobre una familia mapuche de la ciudad.
En algún momento citás a Roland Barthes y su aversión a los reportajes. ¿Por qué creés que tu “objeto de estudio” es más sensible a esa definición de Barthes?
–Barthes dice: “Toda pregunta hace de mí una rata atrapada”. Habla de las preguntas de los periodistas, de la policía, las preguntas por las elecciones afectivas, por el presidente que querés, estás atrapado en un sí o un no. Todos somos iguales frente a la policía del discurso, ante una pregunta tenés que responder. Barthes dice otra cosa interesante: “La entrevista tiende a reemplazar a la crítica”. Eso lo dice en 1977 y quizá dure hasta hoy en algunos círculos. ¿Qué hace el periodista? Todos somos periodistas, vos tenés una idea sobre alguna persona, práctica, acontecimiento y en lugar de lanzarte a escribir, a ponerlo en relación, vas y entrevistás al protagonista, en una excesiva confianza en la palabra hablada, como si el lenguaje fuera transparente.
Y vos como crítica, como especialista o periodista, ¿podés hablar y decir lo que querés?
–Y... esto cada vez se endurece más. No es que yo esté en contra de que ahora la Afsca decida que cada imagen tiene que estar fechada, pero es una forma de control que limita la creatividad –aunque también la exige– de los periodistas audiovisuales.
¿Cómo evaluás las políticas para tratar la cuestión indígena?
–La cuestión indígena es la cuestión de cualquier pueblo que ha quedado encerrado en el territorio de un Estado que no fundó, pero al cual pertenece históricamente por ocupar su territorio, al que luego se suma un dispositivo de diferenciación étnica. Existen muchos estados que no tienen esa política. Por ejemplo, Israel con los palestinos; Bolivia, que es un Estado plurinacional. Los dos con políticas más claras y direccionadas, uno que quiere excluir y otro que intenta incluir. Si yo fuera gobierno intentaría ser más abierta con las políticas que se reclaman en Chile y la Argentina, porque no son políticas sediciosas ni violentas. Se propone, de una manera organizada y sujeta a derecho, la mejora en situaciones particulares. Pero hasta que no haya funcionarios que comprendan el espesor del conflicto, el Estado no va a actuar. Yo no estoy a favor del Estado, pero si va a existir que vaya con todo, sobre todo, que sea lo mejor del mundo para sus ciudadanos, y no es lo que está pasando con los pueblos originarios de la región. Ahora, ¿qué hacer?, me gustaría suavizar las dicotomías, pero la única manera es animarse al debate, escuchar lo que hay para decir, por ejemplo, respecto de la explotación de Vaca Muerta, y no lo digo por amor al quietismo ni alentada por los nuevos ambientalistas. Hay un conocimiento acumulado por años que, sumado a la voluntad de mejora económica que tiene la Presidenta, debería poder acercarnos a decisiones consensuadas y favorables para el país pensado como un todo. ¿Por qué no oír a los mapuches estudiosos?
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