Domingo, 9 de marzo de 2014 | Hoy
Además de su excelencia literaria, Flannery O’Connor tuvo, durante su adolescencia y juventud universitaria, otra pasión que supo cultivar con ímpetu e ironía: la confección de grabados en linóleo, dibujos y comics, un verdadero secreto atesorado por sus seguidores. En ellos, se destacaría la búsqueda por capturar al mundo mediante un golpe de ojo de mirada impiadosa, vibrante y cómica, que por supuesto luego se encontraría multiplicada en sus mejores textos.
Por Laura Galarza
Cuando Flannery O’Connor tenía cinco años, un periodista llegó hasta su granja para filmar a uno de sus pollos, a los que ella le había enseñado a caminar hacia atrás. En el corto (que puede verse en Internet en el sitio de la cinematográfica Pathé), se ve a la niña Flannery mostrando, además, cómo es capaz de subirse una gallina al hombro. Esa visita desde Nueva York marcó la vida de O’Connor para siempre (“Todo lo que vino después fue el anticlímax”, afirmó, y a partir de ahí la cría de aves, las que fuera, pero en especial los pavos reales, fue su verdadera pasión).
Así que por qué no creer que esta niña que ocupaba su tiempo en adiestrar pollos no podría ser la misma que a los 18 años dibujó una caricatura donde se ve a un dentista con el torno en la mano sentado casi sobre su paciente mientras dice: “No te importa si me pongo cómodo, ¿no?” Los dibujos, grabados en linóleo y comics de Flannery O’Connor han permanecido como un secreto atesorado por sus fanáticos. La mayoría de ellos aparecieron en el periódico de la Universidad de Georgia para la Mujer entre 1940 y 1945, mientras O’Connor estudiaba Ciencias Sociales. Toparse con ellos produce un efecto similar a cuando se lee uno de sus cuentos por primera vez: consternación, incredulidad, extrañeza, admiración, todo junto. Y en esos personajes y situaciones caricaturescas se puede hacer una lectura après coup de lo que va a venir: una mirada del mundo impiadosa, áspera, hilarante, que caracterizará su obra literaria. A esa altura, y aunque aún no había pasado por la colonia de escritores Yaddo, ni vivido en Nueva York en casa del poeta Robert Fitzgerald y su mujer, y tampoco sabía que el lupus –la misma enfermedad que matara a su padre– acechaba silencioso, Flannery ya miraba el mundo con relieve. “Hay algunos que pueden vivir toda su vida sin preguntarse por qué y otros tienen que saber el porqué, y este muchacho es de esos últimos”, le hace decir al padre del hombre que dispara contra toda una familia a un costado del camino en su incomparable “Un hombre bueno es difícil de encontrar”. A los que ella misma llamó sus “freaks” son seres a los que redimió. Los redime en cada acto brutal que los hace cometer. Porque la realidad era para Flannery “algo a lo que debemos ser devueltos por un precio considerable”.
Desde los cinco años –por el mismo tiempo en que la filmaron para el corto– Flannery empezó a dibujar con habilidad y a crear unos libritos en los que escribía guiones cómicos que ilustraba con caricaturas. Buscando material para la compilación de sus cartas publicadas en español bajo el título El hábito de ser, Sally Fitzgerald encontró en la biblioteca de la escuela superior de Georgia, de Milledgeville, uno de esos cuadernos. “Era un pequeño cuaderno deshilvanado, de unos cinco por diez centímetros, que Flannery había escrito cuando tenía doce años. En la primera página hay una advertencia a los curiosos: ‘Conozco gente que no se dedica a sus propios asuntos’”.
En la introducción que hace Barry Moser del libro que recopila los grabados, deja claro que a Flannery posiblemente no le importara tanto la técnica como el significado. El linóleo es de las técnicas más simples de grabado –explica Moser–, se corta o dibuja, se tiñe y se apoya sobre una superficie. Lo que tiene de particular el grabado, ya sea sencillo como éstos o más sofisticados, es que las imágenes se marcan al revés, como en un efecto espejo. (Lo cual Moser no deja de relacionar con la gallina de Flannery caminando a la inversa.) Lo que sí parece que ella quería era asegurarse de captar en las imágenes un gesto que lo dijera todo. De un solo golpe, meter al observador en otro plano, obligándolo a mirar como a ella le gustaba y así lo decía: “Los detalles concretos de la vida hacen real el misterio de nuestra posición en la tierra”. A esa altura, siendo aún una adolescente, ya se la nota a Flannery preocupada por no dejar a nadie indiferente, y desde los subtítulos de los comics dispara frases como subida a un banco con un megáfono. Dispara y nadie se salva: la academia, lo burgués, la moda, la estudiantina.
“Me parte el alma tener que irme por un verano entero.”
“¿Tienen libros que la facultad no recomiende particularmente?”
“Me pregunto si podría servir de algo toda esa cosa de estudiar para el primer cuatrimestre.”
“¿Creés que los profesores son necesarios?”
“Entiende: no tengo nada en contra de recibir una educación, pero parece que hubiera una forma más fácil de hacerlo.”
“¡Los blancos están donde los encuentres!”
“Despiértame justo a tiempo para los aplausos.”
Flannery O’Connor desafió el orden natural de las cosas. Fue una católica denunciante de la monstruosidad del mundo pero no para culpar y castigar sino para implicarse. Porque era creyente, pero no una negadora. Fue libre de mostrar el universo sin adornarlo ni de falsas expectativas ni de ideas correctoras. Por eso, no era una religiosa por más que fuera a misa. Para ella –y lo dijo– intentar ordenar la realidad era caer en el pecado de la soberbia.
Cuando el lupus se le mete en el cuerpo que, al igual que su padre, la terminará matando, a los 39 años, Flannery O’Connor volvió a la granja familiar Andalusia y remó contra ese tiempo que se le escurría: escribió cada mañana y por la tarde cuidó de sus pavos. Hay que ser capaz de esperar la muerte viendo cómo se pavonea un pavo, viendo crecer esas aves que, como insistía en preguntar la gente: “¿Para qué sirven?”. “Cuanto más se mira algo, más mundo se ve en él”, podría haber contestado Flannery, con la misma frase que usaba para enseñar literatura.
La misma que podría aplicarse a sus grabados. “El escritor está buscando una imagen que conecte, combine o encarne dos puntos: uno está arraigado en lo concreto, el otro es invisible a simple vista, pero el escritor cree firmemente en él, tan innegablemente real como el punto que todo el mundo ve.” Y porque Flannery quizá fuera un poco como el viejo Dudley protagonista de su primer cuento, “El geranio”, el que –según dicen– leyó en Yaddo y deslumbró. Ese viejo que espera la muerte sentado frente a la ventana que da a la parte de atrás de otros departamentos en Nueva York. Lo único que espera el viejo cada día es a ese geranio que sacan todos los días al sol. Cuanto más enfoca el cuento –la pluma-ojo de Flannery– al geranio, más mundo se ve en él. Así es la experiencia de recorrer los grabados que dejó O’Connor: ventanas que dan a ventanas de las vidas de otros, como esas imágenes infinitas que reproducen los espejos de un ascensor. Nadie advierte, ¡nadie ve!, lo importante. Sólo Flannery. Ella sí.
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