Dom 30.03.2014
libros

EL CORAZÓN TIENE RAZONES

Contemporánea de Virginia Woolf y Henry James, miembro lateral del grupo Bloomsbury, Elizabeth Bowen hizo conocer su nada desdeñable obra narrativa de un modo más pausado y menos rutilante. Así y todo, logró dejar un importante legado literario. La muerte del corazón, de 1938, habla de la pérdida de las ilusiones debajo de las máscaras de una sociabilidad extremadamente pautada y rígida a la hora del té.

› Por Susana Cella

Menos famosa que varios de sus contemporáneos, como Virginia Woolf o Henry James, con quienes se la ha comparado, Elizabeth Bowen obtuvo inicialmente un reconocimiento ceñido al lugar de origen y residencia, de ahí que se la defina como escritora angloirlandesa. Efectivamente, nació en Dublin en 1899, sin embargo el tiempo en que pudo pasar su infancia en Bowen’s Court, en Cork (al sur de la capital), tempranamente se vio interrumpido porque su padre padecía problemas mentales, lo que motivó el traslado de Elizabeth y su madre a Hythe (Londres). No pasó mucho tiempo antes de que la muerte de la madre en 1912 la llevara a vivir con sus tías. Dato no menor cuando se considera que la situación de orfandad le deparó una experiencia que incidiría en sus relatos.

Instalada Elizabeth en la metrópoli, logró vincularse con el selecto Círculo de Bloomsbury, es decir, el grupo de intelectuales que se reunían en el barrio de ese nombre, entre los que se contaban Virginia Woolf, su esposo, Leonard Sidney Woolf, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, John Maynard Keynes, Lytton Strachey, Edward Morgan Forster, Katherine Mansfield, Dora Carrington y otros. Gracias a la Editorial Hogarth Press creada por Virginia y Leonard Woolf, Bowen tuvo la oportunidad de publicar un primer libro, Encounters en 1923, el mismo año en que se casó con Alan Cameron. Pero sus relaciones amorosas incluyeron a un diplomático canadiense, Charles Ritchie, a un irlandés, Sean O’Faoalain, y a una poeta norteamericana, May Starton. La proyección internacional de su obra es mucho más reciente que la lograda por los más salientes personajes de Bloomsbury. Así, recién en este siglo han comenzado a traducirse al castellano algunas de sus obras, y entre ellas, la que se considera su mejor trabajo: La muerte del corazón.

Heredó la propiedad de Bowen’s Court en Irlanda, y mantuvo un ida y vuelta entre su tierra natal y la metrópoli británica. No dejó atrás su lugar de origen tampoco en su obra: evocó su infancia dublinesa en Siete inviernos, de 1942 (hay traducción castellana), y escribió ensayos sobre ese lugar situado en Cork, en el que residió también en años posteriores y pudo ahí ser anfitriona de destacadas figuras como Eudora Welty, Virginia Woolf, Carson McCullers o Iris Murdoch. Pese a las dificultades económicas, trató de conservar la casa, ofreció conferencias en Estados Unidos para reunir dinero, sin embargo, no pudo sostenerla. Demolida la vivienda de Cork, Bowen se trasladó a Inglaterra nuevamente y vivió en Hythe hasta su muerte en 1973.

Dejaba un legado como narradora y ensayista, con obras como The Hotel (1927), El último septiembre (1929, traducida al castellano), Al norte (1932), La casa en París (1935, traducida al castellano) y tres años después, La muerte del corazón (1938). Siguieron sus envíos en las décadas siguientes: El calor del día (1949), Un mundo de amor (1955), Las niñitas (1964), El tigre bueno (1965), Eva Trout (1968).

En el preciso instante en que se inicia la lectura de La muerte del corazón, surge, y seguirá surgiendo a lo largo de la novela, la insistente pregunta casi en tono de demanda, respecto de qué tiene que ver ese título con los episodios que muchas veces emergen sin una sucesión más o menos secuencial sino en capítulos aparentemente inconexos o “desordenados”, y aun en una mezcla de formas discursivas. El hilo conductor es seguramente la protagonista, de nombre shakespeareano, Portia. Los hechos relatados por un narrador en tercera persona quedan como interferidos por la presencia de un diario íntimo que la chica esconde (y que inquieta tanto a la cuñada), y con cartas, lo que junto con los diálogos presenta un conjunto de voces y perspectivas, entre las cuales no menor es la de la sirvienta Matchett, quien en la discreción que corresponde al lugar social que ocupa, sin embargo no oculta su afecto por la adolescente y más, una clara comprensión de cuanto está aconteciendo soterradamente en una atmósfera signada por una apariencia de tranquilidad, buenas costumbres y educados gestos. Los comentarios de Matchett permiten inferir qué sucede en la casa del hermanastro de Portia y en particular, de la esposa de éste, Anna, quien, en el inicio de la novela, expresa (una suerte de indicio) su malestar derivado de la presencia de la chica alojada en su casa, que parece desbaratar o cuestionar su mismo modo de ser y actuar, algo que al apelarla y cuestionarla, desencadena respuestas nada favorables hacia su cuñada.

El discurrir apacible y a veces trivial del relato condice con la ausencia de hechos “importantes” o “extraordinarios”, por el contrario, la historia se ancla en hábitos propios de una burguesía inglesa afincada en sus convenciones: tomar el té sobre todo, al punto que podría decirse que si hay algo que en esta novela recurre todo el tiempo es esa tradicional ceremonia inglesa. Y además, asistir a reuniones, practicar algunos deportes, pasear, compartir almuerzos o cenas, ir al teatro, conversar y cosas por estilo, en un clima de lasitud. Todas esas actividades constituyen una especie de superficie bajo la cual transcurre un intenso pero acallado conflicto de sentimientos, cálculos e ilusiones. Estas últimas en especial se ven en la protagonista que, paulatinamente, desanuda la madeja tejida tanto en el ámbito de la playa como en los sitios londinenses. Y que va a intensificarse cuando Portia vaya adquiriendo conciencia no sólo de la necesidad de procurarse un lugar propio (obviamente la casa del hermano no lo es), sino también de la naturaleza compleja y decepcionante de las relaciones familiares, amistosas y amorosas encubiertas en las formalidades sociales.

La muerte del corazón. Elizabeth Bowen Impedimenta 402 páginas

La salida que elige es dolorosa y queda como en suspenso. Y así, al cabo de todo ese recorrido se comprende por qué hablar de la muerte del corazón como el momento en que, perdida la inocencia, frustradas las expectativas, se revela la cara verdadera de ese mundo con su fachada de normalidad, pero que no olvida el pasado de la chica (la historia de sus padres), ni perdona su deseo de sinceridad, claro que sin abandonar las formalidades, lo que queda claramente expuesto en las opiniones y sugerencias de Anna en sus intrincadas vinculaciones con otros personajes, donde se evidencia la nula importancia que les da a los afectos.

Bowen, en un sostenido tono pausado, procede por sugerencias y por tanto nada es declarativo ni explícito. Cada detalle entonces cobra una inusitada consistencia porque no deja de remitir a lo que implica en tanto disimulada violencia e hipocresías capaces de matar las razones del corazón.

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