La censura como resguardo de un estilo de vida o protección ciudadana. Y, también, la política y su relación con los modos de recortar sentidos. Y hasta la censura como una cuestión filosófica, son tratados en el ensayo de Hernán Invernizzi Cines rigurosamente vigilados.
› Por Mariano Kairuz
“Corresponde que al realizar el examen de las películas se tenga especial cuidado de que el desarrollo del argumento, escenas, diálogos y demás expresiones que se refieran a nuestra nacionalidad, reflejen su verdadera ideología, costumbres, etc., de una manera clara e inconfundible; que, por lo tanto, cualquier película que de alguna manera exhiba costumbres, problemas sociales o alguna manifestación que pueda afectar el elevado nivel moral y cultural alcanzado por el pueblo argentino, no debe ser incluida dentro de lo prescripto en las disposiciones de las leyes mencionadas.” Así, con todas esas definiciones que hoy consideraríamos vaguedades libradas a la interpretación individual, se expedía este texto, parte de una norma de carácter nacional emitida en 1950 por el infame subsecretario de comunicaciones Raúl Alejandro Apold, en referencia a “la elevación del nivel cultural y artístico de las películas”. Su objetivo era establecer un criterio general para definir qué películas deberían recibir apoyo estatal (y cuáles no y, por lo tanto, su condena), y que aunara “la pluralidad de censuras cinematográficas” que regía en ese momento en el país, una multiplicidad en la que se entreveraban autoridades nacionales con municipales. La reproducción de este tipo de documentos constituye una parte central y una de las más interesantes de Cines rigurosamente vigilados. Censura peronista y antiperonista, 1946-1976, el libro de investigación de Hernán Invernizzi, en parte porque son los pasajes en los que queda plasmada con contundencia la locura de este programa de control de contenidos que partían lo que todavía era una industria, al medio.
Durante las tres décadas que abarca el estudio de Invernizzi (que llega hasta justo antes del comienzo de la última dictadura militar, donde la cuestión tomaría una forma muy específica) hubo formas de regulación de los contenidos que no siempre consistieron en censura directa ni eran de interpretación unívoca porque, en definitiva, ¿cuáles eran exactamente “nuestras verdaderas ideología, costumbres, etc.”? o ¿cómo se hace para medir “el elevado nivel moral y cultural alcanzado por el pueblo argentino”? Por supuesto que este tipo de acciones de vigilancia cultural no tenía lugar únicamente en Argentina: en Estados Unidos existía el código Hays, y también en países famosos por sus posturas más liberales en la materia: Invernizzi cita una entrevista al presidente de la comisión de censura sueca publicada a principios de los ’50 que resulta de lo más elocuente en tanto el entrevistado, un tal Dr. Torsten Eklund, expone los criterios que se estaban aplicando en ese momento en su país, muy avanzados en lo que hacía a la representación del erotismo en la pantalla (“Estamos persuadidos de que no debe existir temor en mostrar el contacto entre los sexos”, dice, aunque aclarando que “las escenas deben estar dramáticamente justificadas”) mientras que condena “toda clase de películas de pistoleros”.
La investigación y documentación de Invernizzi va recorriendo etapa por etapa hasta las muy mentadas “hazañas” del censor Miguel Paulino Tato. En este sentido, es interesante registrar el continuo de avances y retrocesos, pero también puede abrirse a la manera de un libro de consulta, como un anecdotario, para examinar casos individuales, como por ejemplo el de Marihuana, de León Klimovsky, que en 1950 debió volver de los cines al laboratorio para “expurgarle toda referencia explícita a Buenos Aires”, y de ahí a las salas, donde pese a los recortes fue un gran éxito. O conocer cómo se desarrolló lo que Invernizzi llama “la revancha gorila” a partir del ‘55 (“La censura y las persecuciones de la Libertadora eran pura represalia: ser peronista era malo, y por lo tanto quien lo fuera debía ser censurado y castigado. Hugo del Carril fue el primer detenido entre las personalidades del campo cinematográfico. Luego fue el turno de Luis y Atilio Mentasti... Luego Amadori...”). O, más tarde, reconstruye cómo fue el paradigmático caso de la prohibición de La naranja mecánica en 1973, casi empujada a la autocensura porque los cortes que se le ponían como condición a su estreno eran inaceptables por su distribuidor local, así como por su autor, Stanley Kubrick. O las dificultades que debió enfrentar la producción de La Patagonia rebelde desde antes incluso de comenzar su preproducción.
La lectura de Cines rigurosamente vigilados también puede derivar en una reflexión sobre la censura como problema filosófico: qué influencia real, efectiva, tienen los productos de la cultura masiva sobre sus públicos (sobre su formación identitaria, psicológica e ideológica), qué efectos reales puede tener su censura, si es un deber del Estado o la autoridad en general “proteger” a la gente, y en tal caso, quién tiene la vara para determinar dónde debería realizarse el recorte o restricción. Es probable que esta cuestión no sea el propósito principal de Invernizzi, pero tampoco le escapa a la cuestión: algo de todo esto –del debate sobre la protección de la moral general– hay en la introducción de su libro, en la que, a modo de marco teórico, rastrea los conceptos de manipulación e influencia que se le han adjudicado a la representación artística desde Platón y Aristóteles hasta el Concilio Vaticano II y nuestra actualidad, y reflexiona sobre la crítica común a la presunta “inutilidad de la censura”: “La censura –escribe Invernizzi– nunca es improductiva; siempre obtiene algún resultado, en el terreno de lo simbólico o en el material concreto, incluyendo la resistencia contra ella. A su vez, hay una relación necesaria, constante y universal entre censurar y, al mismo tiempo, promover algo opuesto o alternativo a lo que se censura. Otra cosa distinta es que la censura siempre alcance los objetivos que se propuso”.
Al principio de su libro, Invernizzi aclara que él no es un cinéfilo (si bien su libro lleva un título que hace referencia a un clásico del cine checo de los ’60, Trenes rigurosamente vigilados, que transcurre en la Checoslovaquia de la ocupación); y es cierto que el libro forma parte de un estudio que excede al cine, que el autor viene llevando adelante desde hace una década al menos, sobre distintas formas de opresión cultural, y que se articula naturalmente con dos de sus libros previos: Los libros son suyos. Políticos, académicos y militares en Eudeba (una investigación sobre las complicidades civiles en el caso de la editorial universitaria bajo la dictadura) y Un golpe a los libros (coescrito con Judith Gociol, basada en una serie de documentos perdidos y recuperados que dan cuenta de un plan sistemático de la dictadura para la prohibición de libros).
Como bibliografía específica sobre cine, tal vez sea el primero en abordar su tema con este recorte específico de época, pero se suma o se cruza con otros estudios, muchos de ellos citados aquí, como los voluminosos tomos de Cine argentino compilados por Claudio España, o como algunas anotaciones cronológicamente ordenadas de Fernando Martín Peña en Cien años de cine argentino, o el reciente Cine y peronismo. El Estado en escena, de Clara Kriger. Ninguno está de más.
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