No es la grieta de Lanata sino la de la fractura social de 2001. El libro La Grieta reúne 18 artículos sobre política, economía y cultura poscrisis, que se debatieron en unas jornadas de universidades públicas dos años atrás, y arman un friso donde, detrás de avances y conflictos, late el corazón de aquella fisura sin fondo.
› Por Julián Natanson
En 2001 la socióloga Maristella Svampa publicó un libro que tuvo una repercusión considerable dentro del campo de la investigación social. En Los que ganaron, la autora analizaba la vida de los habitantes de los barrios privados, un mundo atractivo para muchos, como probaría el éxito de ficciones como Las viudas de los jueves, novela y película, o la gran difusión periodística que tuvieron ciertos crímenes ocurridos en barrios cerrados. Sin embargo, más allá del interés implícito en el tema y el título marketinero, detrás de la gran repercusión del libro de Svampa había algo más: un timing preciso. El libro se publicó en 2001, pocos meses antes de que ese micromundo de éxito que la autora describía con habilidad se derrumbara entre las explosiones que anunciaban el comienzo de lo que sería la crisis más profunda de la historia argentina.
Diez años después, tres universidades públicas organizaron una serie de jornadas para reflexionar sobre los acontecimientos de 2001. Ese fue el germen de La Grieta, el libro que reúne en torno de cinco ejes temáticos dieciocho artículos que abordan desde distintas perspectivas los sucesos de aquel año. En la primera parte los trabajos analizan cómo se llegó a un punto de quiebre tan profundo e intentan rastrear el legado de 2001. El resultado es desparejo: como se observa en el artículo de Svampa que abre La Grieta, los autores no encuentran dificultades para identificar las capas de frustraciones acumuladas que llevaron a las explosiones de diciembre, pero, a la hora de rastrear continuidades hacia adelante, los límites se hacen evidentes. Y éste es un síntoma que se repetirá a lo largo del libro: los trabajos más interesantes son los que profundizan sobre los fenómenos que se extienden desde 2001 (o desde más atrás) hacia adelante, frente a aquellos que se limitan a describir cómo se llegó a los catastróficos hechos por todos conocidos. Afortunadamente, en La Grieta hay mucho de lo primero.
Alejandro Grimson, por ejemplo, advierte que uno de los éxitos más perdurables de la última dictadura militar fue identificar nacionalismo con autoritarismo, y afirma que uno de los principales legados de 2001 es justamente la desaparición de esa asociación directa que posibilitó el resurgimiento de un “nuevo” nacionalismo. Gerardo Aboy Carlés, por su parte, detecta que el kirchnerismo ejerció un estilo de liderazgo populista que, a la vez, profundiza el institucionalismo, como prueba la larga lista de derechos reestablecidos durante este ciclo político y el fortalecimiento de algunas instituciones clave. Encontramos, también, fenómenos que surgieron en 2001 pero que desaparecieron cuando se vadeó lo peor de la crisis. En esta línea, Julieta Quirós recuerda la breve y utópica unión que prometía el canto “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, canto rápidamente olvidado que nos recuerda una pintada vista recientemente en un muro, un simpático oxímoron: Partido Obrero de Palermo. Es que hay cosas que nunca cambian. Como se encarga de marcar Gabriel Vommaro, en 2001 el “dónde” de una protesta marcaba el “quiénes”, y así, las manifestaciones que ocurrían en el conurbano bonaerense eran “saqueos organizados” en los que participaban “piqueteros rentados”, mientras que las protestas en la Capital eran “manifestaciones espontáneas” de “vecinos honestos”. Tiempo después, la revista Barcelona, con su habitual agudeza, titularía en tapa: “Reactivación: La clase media recupera sus niveles históricos de fascismo”. Cualquier parecido con la actualidad no es pura coincidencia.
¿Cuál es, entonces, el legado de 2001? Gabriel Lerman en la última sección destaca como principal característica de la recomposición social y política posterior a 2001 la “batalla cultural” emprendida por el Gobierno, que funciona como un formidable motor de inclusión social y construcción de ciudadanía. Tal vez la transformación cultural sea, en efecto, uno de los principales legados de 2001; sin embargo, al terminar el libro, el principal legado de ese comienzo de milenio trágico parece reconvertirse en el trauma –como lo denomina Gargarella– que renace cada vez que algún disparador –saqueos, corridas contra el peso, la reaparición del “Cabezón de Banfield”– revive en el imaginario social los sucesos de aquel año. Por más lejos que estemos del contexto económico, político y cultural de 2001, la grieta que se abrió en ese diciembre fue tan profunda que aún persiste el temor de que eso vuelva a suceder, y que la gente comience a caer, una vez más, en el abismo. Pero esto no debería impedir la revisión de ese pasado reciente, ya que, como dice Germán Pérez en uno de los mejores artículos del libro, allí se encuentra la clave para comprender el presente: “El kirchnerismo no constituye un modelo en el sentido de una cosmovisión estratégica coherente. Su naturaleza es más bien la de una fusión de interpelaciones que solapa distintas tradiciones políticas ancladas en la memoria media de la restauración democrática y en la corta de la crisis, más que en el setentismo o el primer peronismo que operan más como combustible de la mística militante que como bases de legitimidad del gobierno. En este sentido, el kirchnerismo se parece más a diciembre de lo que estamos acostumbrados a reconocer. Por eso, es tan difícil hacerse kirchnerista como dejar de serlo”.
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