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Domingo, 11 de mayo de 2014

PERROS, CHICOS Y EL VIENTO

Nacido y criado en los suburbios de la ciudad de Santa Fe, Roberto Malatesta es un poeta secreto y atesorado, que describió la inundación de su ciudad en su admirable poemario Por encima de los techos. Contador de profesión, atleta en su juventud, acaba de editar por Leviatán La estrella roja y otros poemas, que estuvo presentando en el Festival Internacional de Poesía realizado dentro de la Feria del Libro.

 Por Martín Pérez

Una casa aún húmeda y enlodada en medio de una ciudad que acaba de sufrir una inundación, la cocina encendida y el hombre arrodillado a su lado, desplegando cuidadosamente a su alrededor tesoros rescatados del extraño naufragio. “Tengo junto al horno a los poetas chinos de la dinastía T’ang”, escribe Roberto Daniel Malatesta en uno de los poemas de su libro Por encima de los techos. “Secan sus páginas junto al calor mientras numerosas son las dinastías que esperan su turno, y vastas también aquellas que han perdido totalmente su esperanza bajo el agua enlodada.” El agua enlodada ante la que sucumben las dinastías poéticas es la del río Salado, que una noche de 2003 ingresó en la ciudad de Santa Fe por un tramo abierto de sus defensas. Al igual que un tercio de sus conciudadanos, Malatesta sufrió en carne propia ese sueño salido de su cauce, como lo describe en otro de los poemas del libro que escribió para sacarse de encima los recuerdos de la catástrofe, y dejó de escribir por la misma razón. Apenas consideró que ese ciclo se había terminado, lo envió por mail a todos sus contactos, que lo empezaron a hacer circular. Un mes más tarde, cuando Santa Fe aún no estaba del todo seca, fue reproducido íntegramente –sin consulta previa– por la revista santafesina Arca del Sur. Más de una década después, es un poemario que lleva varias ediciones, sin dudas el más difundido de la obra de Malatesta, que el año pasado resonó trágicamente entre quienes lo conocían luego de la inundación de La Plata. Pero el poeta supo casi inmediatamente que su obra había adquirido vida propia. “Estaba haciendo fila ante un puesto de Defensa Civil por los paquetes de ayuda para los inundados, cuando una señora a la que no conocía se acercó para hablarme.” En el poema que enumera las dinastías de poetas chinos secándose, Malatesta recuerda la leyenda de Li Po, que arrojaba al río sus poemas cuando aún estaba fresca la tinta sobre el papel que los había escrito. Rodeado de los restos de sus libros, el poeta se preguntaba si no habrá sido Li Po el responsable de haber arrojado un río sobre su casa, para enseñarle el valor perecedero de todo papel. “¿Vio Malatesta? –le comentó aquella señora que vivía en un barrio donde el agua había llegado realmente por encima de los techos–. Parece que la culpa de todo la tuvo Li Po.” Para Malatesta, aquella charla mientras esperaba algo de comida y ropa seca fue una de las cosas más lindas que le sucedieron en su vida de escritor. “Es algo que rebate eso de que uno escribe para sí. Es mentira, uno escribe para que lo lean”, asegura. O para ser escuchado, porque Malatesta es un lector muy particular, alguien que ha buscado una métrica y un tono, una música para leer sus poemas. “Aprendí a leer mucho tiempo atrás, para un espectáculo musical de unos amigos. Ellos fueron los que me patearon los talones, me decían que abriese la boca, que pronunciase bien.” Aquel espectáculo se llamó La música de las palabras, y esa música es la que desde entonces Malatesta despliega en sus lecturas, que paseó durante la semana pasada por el Festival Internacional de Poesía que se realizó como parte de la Feria del Libro. Nacido hace 53 años en Santa Fe, y criado en la zona norte de la ciudad, bien en los límites, respirando el aire suburbano, Malatesta es hijo de un padre obrero de la construcción y una madre ama de casa, y cuenta que nunca hubo un libro en su casa. Su primer trabajo fue con su padre, en una obra, y la vida en los suburbios se disfrutaba acompañándolo cuando decidía internarse en la naturaleza. “Pero yo no cazaba ni pescaba –aclara el poeta–. Sólo vagaba.” Esa contemplación parece ser la clave de la obra de Malatesta, que suele decir que escribe sobre perros, chicos y el viento. “Los perros porque son la compañía que no requiere palabra, los chicos porque mis hijos me cambiaron la vida, y el viento porque es la presencia divina, lo sagrado.” Alto y atlético, a pesar de su aire alejado del mundo, Malatesta explica que recién encontró la poesía a los 18 años, cuando –asegura– estaba como loco. “Me faltaba algo –recuerda–. Cuando empecé a escribir, me di cuenta de que lo que me faltaba era eso.” Por entonces quería ser profesor de educación física, ya que había batido el record argentino del lanzamiento de disco y había representado al país en dos Sudamericanos. “Cuando empecé a ensayar aquel espectáculo con mis amigos músicos, el baterista no podía creer que yo fuese el poeta, porque me conocía como atleta –recuerda–. La fuerza o la musculatura para muchos es lo opuesto a la poesía. Pero ése siempre fue un problema de los demás, no mío. Además, el escritor enseguida le ganó por goleada al atleta de elite.” Padre de cuatro hijos, con varios libros editados, y premios nacionales e internacionales en su haber, Malatesta sigue siendo un poeta secreto. Su trabajo de todos los días es el de contador, pero –otra vez– el prejuicio asoma. “No hay muchos que confíen en un poeta para hacer las cuentas –bromea–. Tengo clientes, sí, del mundo literario. Pero, por supuesto, son los más pequeños.” Los títulos de sus libros parecen describir mejor que nadie su poesía: Del cuidado de la altura del níspero (1992), No importa el frío (2003) o el maravilloso Cuaderno del no hacer nada (2009), con epígrafe de Juan L. Ortiz. “Poeta de la naturaleza, de la quietud y del instante, como a su hora lo fueron Robert Frost o Li Po, Malatesta ocupa un lugar descentrado en la poesía argentina, que a la vez tiende un arco que ya es tradición, entre el Oriente lejano y nuestro litoral”, lo presentó María Teresa Andruetto en la contratapa de ese libro del 2009. Desde entonces y hasta ahora, Malatesta ha encontrado un hogar en la editorial Leviatán, que ha reeditado el necesario Por encima de los techos, una indispensable compilación titulada El silencio iluminado (2011) y acaba de publicar La estrella roja y otros poemas, que el poeta aprovechó para presentar en su reciente visita porteña. “La estrella roja es Marte, y es un poema que cuenta su visita a la Tierra, con mis hijos y yo mirándolo –revela–. Es un libro que reúne poemas, que no se por qué fui guardando, de los mejores momentos de mi vida, con mis hijos pequeñitos y el amor de María Pía, su madre.” Pero Marte podría ser un guiño también al niño que soñaba con ser astronauta, hasta que se enteró de que para poder serlo tenía que ser militar, y ahí ya no le gustó tanto la historia. “Porque nunca olvidé algo que me dijo mi madre cuando yo tenía apenas 5 o 6 años, y estaba jugando con los soldaditos mientras ella hacía sus labores en casa. Me preguntó qué estaba haciendo, y yo le conté que estaba llevando los soldados al hospital. ‘¿Al hospital? ¡Al cementerio se los llevan!’, fue su respuesta”, recuerda Malatesta con una sonrisa triste, la misma que acompaña al lector en la lectura de sus poemas únicos, siempre breves, siempre eternos. “Mi poesía adora los insectos y a la madera de los árboles, se presenta y se va como una estrella”, se puede leer en el poema que cierra La estrella roja. “Yo estuve errado un tiempo, creí que ella trataba de asuntos cotidianos. No, mi poesía pertenece al género fantástico, como el olor del pasto, los ríos o el silencio.”

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Imagen: Xavier Martín
 
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