Oportuna reedición de un libro que revive la dura experiencia de guerra y posguerra de Jonas Mekas, Ningún lugar adonde ir es, en palabras del propio autor (quien luego se convertiría en un faro del cine norteamericano experimental), una narracción de la experiencia, que incluso puede ser leída como una ficción donde el yo se diluye y el villano es el mundo real.
› Por Luciana De Mello
En 1941 los alemanes ocupan Lituania y tres años más tarde la policía nazi anda detrás de una máquina de escribir. El modelo de máquina es la única pista que tienen para encontrar a los responsables de los boletines antialemanes que están circulando por la región. Jonas Mekas es el encargado de tipear las noticias sobre los países ocupados. Su lugar de trabajo es el altillo de la cabaña donde vive su tío, un pastor protestante que lee a Spengler y toca el órgano en la iglesia. La música del órgano entraba por la ventana del altillo cuando Jonas era un niño que pasaba las tardes adivinando esas melodías con un violín prestado. Por la ventana de ese altillo ahora cuelga una soga que llega hasta el jardín, es el escape de Jonas en caso de que los alemanes tiren su puerta abajo. Todas las noches esconde la máquina de escribir al lado del granero, entre la pila de leños, creyendo que ahí estará a salvo, hasta que se la roban. Cuando el ladrón la venda, los alemanes no tardarán en dar con su paradero. Jonas y su hermano Adolfas tienen que dejar su tierra. En su film Reminiscencias de un viaje a Lituania, Mekas lo recuerda así: “Tenía poco tiempo para desaparecer. Fue en aquel momento que nuestro sabio tío nos dijo: ‘Vayan hacia Occidente, chicos. Vean el mundo y vuelvan’. Nos hicieron papeles falsos para ir a la Universidad de Viena y estudiar ahí. Hacia allí fuimos. Pero sucedió que nunca logramos llegar. Los alemanes desviaron nuestro tren hacia Hamburgo, y terminamos en los campos nazis de trabajo forzado”.
Va a pasar mucho tiempo hasta que puedan volver a atravesar los bosques que rodean Semeniskiai, el pueblo donde su madre, treinta y un años después, todavía los estará esperando. Ningún lugar adonde ir es el diario que comienza a escribirse arriba de ese tren con destino a Viena. Jonas sobrevivirá a los campos de trabajo forzado y, una vez terminada la guerra, seguirá siendo trasladado por varios albergues para desplazados hasta que, casi contra su voluntad, se embarcará hacia Estados Unidos. Este diario –recopilado, editado y prologado por su autor– es publicado por primera vez en 1991, a treinta y seis años de su última entrada, cuando Mekas ya cuenta con 70 años y es el padre mítico, la leyenda viva del primer cine experimental norteamericano. El que filmó las maravillas de Lost Lost Lost, Walden, Reminiscences of a Journey to Lithuania, la primera presentación de Velvet Underground en Nueva York, el fundador de la revista Film Culture, de la cooperativa The Film Makers, el amigo de Dalí, Ginsberg y Warhol, Lennon y de ese grupo de cineastas que, con él a la cabeza, presentaron una mirada alternativa a la máquina devoradora de Hollywood. Todos ellos, Nueva York, Lituania, las calles de Brooklyn, los hijos, el amor, el Chelsea Hotel, todo lo registrado, fragmentado, mezclado y escrito por Jonas Mekas comienza allí, en Ningún lugar adonde ir, esa especie de ritual infatigable escrito casi día tras día y que representa una suerte de camafeo literario donde están las bases de una poética cifrada en el registro del instante, la estrella que guiará todo el resto de su obra. Sin embargo, la pregunta que surge frente a un relato de este género es ¿dónde comienza y dónde termina la escritura de un diario?
Si el origen está marcado por el robo de una máquina de escribir, lo que está en el centro de la persecución es la figura del autor, figura que a su vez será (re) construida en ese diario escrito a mano inaugurando, en su viaje de fuga, la escritura de un manual de procedimiento, una voz que será luego la mirada de esa cámara en movimiento, los Diary Films que reproducirán su propia vida mediante la construcción de un yo multiplicado y en el que Emilio Bernini anota en el prólogo de esta celebrada decisión editorial: “... si en el diario el yo se protege frente a la hostilidad del mundo, en el cine se preserva la propia, la nueva comunidad que la misma práctica cinematográfica produjo. En ambos, hay una intención de registro, de documentación, de testimonio; y también en los dos hay una anotación fragmentaria, un avance abierto, errático, dispersivo, que responde al curso mismo de las cosas”. La escritura del diario se va enriqueciendo a medida que mejoran las condiciones de producción del relato. La comida ocupa un lugar central en la narración de los primeros años. Es el estómago vacío o lleno lo que le permite a Mekas desarrollar mejor su escritura, no se trata sólo de un crecimiento en la experiencia narrativa. Sin embargo, la queja continua de esos días no estará vinculada con el hambre sino con la imposibilidad de leer o de tener un espacio de intimidad donde poder escribir, donde “ser autor”. Hay una intención clara de aferrarse a lo que lo hace humano: Mekas está viendo, con una cercanía letal, la velocidad con la que el hombre se vuelve bestia a cada instante que pasa hacinado, guiado por el miedo y la pérdida.
Si se piensa al diario como un género de la confesión, Ningún lugar adonde ir estaría definiendo a su narrador por la oposición a quienes lo rodean. Si los desplazados arrastran sus pertenencias miserables hacia cualquier lugar adonde ir, si en los campos de trabajo forzado los hombres se aniquilan unos a otros por un pedazo de pan, entonces el narrador del diario no querrá abandonar las casas para refugiados hasta que no se haya ido el último de ellos, no le interesará más el alimento que un buen libro para leer y, sin embargo, a pesar o gracias a esos otros, el diario crecerá en anotaciones de una misma experiencia. La confesión última, la traición máxima de ese sobreviviente será convertirse en el autor que sublime, con su letra, la vivencia de esa memoria colectiva. Quizá por eso, aunque repetidas veces se niegue la existencia de cualquier futuro lector, el ‘yo’ que narra este diario lo hace sabiendo que lo que recoge va mucho más allá de una experiencia personal, es una escritura alejada del registro narcisista tantas veces reproducida en la literatura del yo: “Te invito a leer todo esto como fragmentos de la vida de alguien. O como una carta de un extranjero que siente nostalgia. O como una novela, ficción pura. Sí, te invito a leer esto como una ficción. El tema, la trama que anuda estas piezas es mi vida, mi desarrollo. ¿El villano? El villano es el siglo XX”.
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