DESPEDIDAS Tras un episodio traumático en la infancia y convencida de haber hecho asesinar a un hombre por pronunciar su nombre ante un juez, quedó muda por cinco años. Luego, el descubrimiento de la literatura le devolvería la voz y, con ella, el poder de la palabra. Maya Angelou murió el pasado miércoles a los 86 años, convertida en la más excepcional escritora negra de los Estados Unidos, con una obra autobiográfica impactante y una vida de novela. Y de leyenda.
› Por Mariana Enriquez
A los 40 años, Maya Angelou había vivido más que una anciana (más, incluso, que un patriarca bíblico de existencia centenaria). Todo fue precoz: a los 3 años, cuando todavía respondía al nombre de Marguerite Johnson, sus padres, un portero y una enfermera de St. Louis, la mandaron a vivir con su abuela a Arkansas. Hizo el viaje sola en tren, o casi sola, porque la acompañaba su hermano Bailey, de cuatro. La abuela, Annie Henderson, era una excepción a la regla de pobreza desesperada de los negros durante la Gran Depresión de Estados Unidos: tenía dinero, un almacén de ramos generales la ayudaba a salir adelante casi sin problemas. Era 1931 cuando recibió a sus nietos; la crianza de los chicos fue alegre, despreocupada. Hasta que, en 1935, el padre apareció sin aviso y se llevó con él a los hijos de vuelta para St. Louis. Se los entregó a la madre. La madre tenía un novio, de nombre Freeman. El novio de la madre abusó sexualmente de Maya; empezó por masturbarse sobre ella, en la cama –a veces la nena dormía con la pareja, con la madre y con Freeman, porque tenía pesadillas– y después amenazaba con matarla si hablaba. También amenazaba al hermano, para que callara. La violación ocurrió de tarde, cuando Maya volvía de comprar leche. El hombre volvió a amenazarla, Maya intentó ocultar su bombacha manchada de sangre, pero se sentía tan mal y tan dolorida que la madre sospechó y todos terminaron en el hospital. Bailey, el hermano, la obligó a decir el nombre del violador, a culpar a Freeman. Maya lo hizo, pero mintió: aseguró, frente a los fiscales, que el hombre sólo había abusado de ella una vez, la vez de la violación brutal. Freeman tuvo una condena de un año, pero salió después de 24 horas. Cuatro días más tarde fue linchado, a golpes, probablemente por los tíos de Maya.
Y después del asesinato y de la violación, Maya Angelou se quedó muda. No habló durante cinco años. “Pensé que mi voz lo había matado –decía–. Había matado a un hombre por haber pronunciado su nombre. Entonces pensé que no debía volver a hablar, porque mi voz podía matar de nuevo.”
En esos cinco años, Maya volvió con su abuela y se enamoró de los libros. De Shakespeare, de Dickens. Volvió a hablar gracias a la literatura y entendió que el poder de la palabra podía ser diferente. Siguieron las mudanzas y es aquí donde su vida se acelera: estudia en California, se convierte en la primera conductora de tranvías de San Francisco, queda embarazada a los 17 años en su primera relación sexual consentida y tiene un hijo varón, Clyde (que después cambiaría su nombre por Guy). Como madre soltera, busca cualquier trabajo, honesto o infame: es prostituta, después regentea a otras mujeres y también trabaja como cocinera en un restaurante.
A pesar de los prejuicios de la época y la desaprobación de su madre, en 1951 se casó con el músico griego (un europeo blanco, en una época donde el matrimonio interracial casi no existía) Tosh Angelos; entonces tomó clases de baile, formó un dúo de danza, se separó, se hizo bailarina del ritmo de moda, el calipso, en clubes de San Francisco con el nombre artístico Rita y se fue de gira por Europa como integrante del elenco de Porgy & Bess, la ópera de George e Ira Gershwin, la primera con un libreto sobre la vida de los negros, pensada para actores negros; la que hizo mítica la canción “Summertime”. Cuando volvió, ya se llamaba Maya Angelou, por recomendación de sus varios representantes y promotores. Y se decidió a vivir en Nueva York. Tenía ganas de escribir, aunque no sabía qué –recordaba ese poder de la palabra que la había ayudado a volver a hablar– y se unió al Harlem Writers Guild, sindicato de escritores negros que eran discriminados y habían formado su propia organización. Ahí conoció a mucha gente pero, sobre todo, se hizo amiga íntima de James Baldwin, el mayor escritor negro de los Estados Unidos. En 1960 conoció a Martin Luther King. Impresionada, empezó a trabajar para él. Pero enseguida volvió a casarse y ese matrimonio la llevó a Egipto y luego a Ghana, en Africa, donde trabajó varios años como periodista, maestra y –ocasionalmente– como actriz. En 1965 volvió a Estados Unidos invitada por Malcolm X, a quien conoció en Ghana. El líder quería que Maya Angelou trabajara para él. Cuando estaba ayudando a organizar la African American Unity, Malcolm X fue asesinado.
Maya Angelou siguió trabajando en el movimiento de derechos civiles, ahora bajo el liderazgo de Martin Luther King, como coordinadora de la Southern Christian Leadership Conference. El asesinato de King la encontró en este puesto, organizando una marcha en Memphis. Los crímenes la deprimieron profundamente. King había sido asesinado justo el día de su cumpleaños 40, el 4 de abril. Pasaron décadas hasta que se decidiera a volver a festejarlo.
Su amigo James Baldwin, para animarla y sacarla de la tristeza, le presentó gente, la llevó a cenar a casas de amigos. Cuando comía con el ilustrador Jules Feiffer y su mujer Judy, los dejó boquiabiertos con la historia de su vida. Judy, que tenía contactos, llamó al editor Robert Loomis, de Random House, y le dijo algo típico: tenés que convencer a esta mujer para que escriba la novela de su vida. Se sabe: algo así se le dice a cualquiera con una existencia colorida y la de Maya Angelou equivalía a diez arco iris. Pero Loomis confió, sobre todo después de hablar con James Baldwin. Le dijo a Maya, sin embargo, que de todos modos “era imposible hacer literatura con la autobiografía”. A ella, el desafío la incentivó. Y así, en 1969, publicó el clásico Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, un libro hermoso y pionero, uno de los más notables y tempranos ejemplos de ficción autobiográfica moderna –autoficción, la llamaríamos– y ciertamente el primero de una autora negra. Antes, Richard Wright había escrito Black Boy, en 1945, pero el retrato de la infancia de la niña Maya era diferente, rompía otros silencios, y el tono, en ocasiones humorístico, distanciado e íntimo al mismo tiempo, hablaba desde una insólita serenidad. Lo escribió durante dos años, sin parar, con el método que usaría toda su vida: en una habitación de hotel, sin cuadros en las paredes, con un mazo de naipes para los tiempos muertos, un diccionario y la Biblia; escritura desde la madrugada hasta alcanzar doce páginas que siempre se volverían cuatro o cinco en las correcciones de la tarde.
Después de Yo sé..., que cubre de manera episódica su vida, desde la niñez hasta la maternidad adolescente, Maya Angelou escribió seis volúmenes autobiográficos más: Encontraos en mi nombre (1974), Singin’ and Swingin’ and Gettin’ Merry Like Christmas (1976), The Heart of a Woman (1981), All God’s Children Need Traveling Shoes (1986), A Song Flung Up to Heaven (2002), y Mom & Me & Mom (2013). El racismo, la identidad y las estrategias para escapar de la victimización son los grandes temas de estos libros pero, además, la escritura graciosa y veloz es deliciosa y aguda, inteligente: “La mezcla de arrogancia e inseguridad es tan volátil como la tan pregonada del alcohol y la gasolina. La diferencia es que con la primera hay un gran fuego interno que suele acabar en una implosión autodestructiva”, escribe en Encontraos en mi nombre, su libro de posguerra, donde, sin autocompasión, describe sus amores, la prostitución y las relaciones familiares, especialmente con su hijo.
Yo sé por qué... se lee en los colegios norteamericanos, aunque con accidentes; sufrió prohibiciones por discriminación y, en los últimos años, también cayó presa de la corrección política: es que su descripción de la violación en la niñez puede herir susceptibilidades de acuerdo con los códigos insólitos de sobreprotección y paranoia en ciertos colleges.
Su influencia en la cultura de Estados Unidos es enorme. Hay escuelas que llevan su nombre. En una rara entrevista del año pasado, a los 85 años, contó que seguía recibiendo cartas de mujeres negras de todas las edades, cartas de agradecimiento, de reconocimiento. Su poesía –publicó casi veinte volúmenes, a veces de poemas excelentes, a veces con textos que se acercan peligrosamente a la retórica de la autoayuda– no tiene la misma recepción que las autobiografías, pero a veces se convierte en un éxito pasmoso: cuando Bill Clinton le pidió que recitara “On the Pulse of Morning” en su asunción como presidente, en 1993, el libro de poemas que lo incluía se vendió un 300 por ciento más. Años después, también leyó un poema para George W. Bush, durante una celebración de Navidad. Tuvo muchas críticas por eso: muchísimas más cuando apoyó a Hillary Clinton contra Barack Obama en 2008. Pero ella no pidió disculpas: “Soy amiga de esta mujer –dijo–. Me crié en Arkansas, sé cómo son las chicas blancas de ahí y ella es todo lo contrario. No conozco al senador Obama”. Se puso contenta cuando él ganó, igual; en 2011, Obama la condecoró y ella reconoció que la elección la había sorprendido, que la creía imposible. “Esperaba a un presidente negro para dentro de 50 o incluso 100 años”, afirmó. En los últimos años, mientras padecía un enfisema pulmonar consecuencia de 40 años de fumadora, Maya Angelou publicó libros de cocina, diseñó una línea de postales para Hallmark y en Carolina del Norte, donde trabajaba como profesora de estudios americanos en la universidad de Wake Forest, vivía en una casa de 18 habitaciones y celebraba cumpleaños organizados por Oprah Winfrey, su amiga. Se lo merecía, decía. “Vivo de acuerdo con mi potencial: no me gusta la gente que cree que tener dinero, vestirse bien o saber vivir es ser ‘menos negro’.” Le gustaba el whisky, conversar y recitar poesía espontáneamente. Medía un metro ochenta y solía hacer viajes largos en su propio micro, especialmente diseñado por ella, decorado con diseños africanos. Escribió canciones para Roberta Flack, grabó su propio disco de calipso y tuvo un pequeño papel en la miniserie Raíces. Escribió seis obras de teatro, inclusive una adaptación de Ayax, de Sófocles, varios libros infantiles, algunos ensayos y guiones para televisión. En el funeral de su amigo James Baldwin, leyó su poema “When Great Trees Fall”: “Ellos existieron/ Ellos existieron/ Nosotros podemos ser/ Ser y ser mejores/ Porque ellos existieron”.
El miércoles pasado, cuando murió, a los 86 años, era una leyenda, la excepcional, la primera escritora negra exitosa de la historia del país, la gran defensora de su cultura y de la fuerza y la integridad de las mujeres negras, la sobreviviente a la abyección, aceptada en todas sus (aparentes) contradicciones, capaz de moverse con igual gracia en la política, la cultura masiva y siempre, en la literatura.
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