Dom 22.06.2014
libros

EL MÉTODO DE LOS DISCURSOS

No deja de ser curioso que, a pesar de ser esencialmente un cineasta, Alexander Kluge haya apilado una considerable cantidad de premios literarios. Y que, al recibir varios de esos premios, haya pronunciado unos discursos que lejos del compromiso formal, el agradecimiento gélido o el gesto intempestivo de rechazo al sistema, haya logrado intervenir tan fuertemente en la esfera pública, influyendo directamente en la relación con lo social. El contexto de un jardín permite asomarse a estos ejercicios de tolerancia, pensamiento crítico y serena belleza.

› Por Alan Pauls

Sólo un demente como Roberto Bolaño podía desafiar la preeminencia de los escritores centroeuropeos en materia de discursos de agradecimiento. Su táctica era muy Jarry: infantilizarse. En 1999, cuando le dieron el premio Rómulo Gallegos –la épica bolivariana de Chávez daba sus primeros pasos–, Bolaño tomaba por las astas el toro de la extorsión que es todo premio y en un gran monólogo de stand up comedy confesaba la patología que lo hacía confundir a Venezuela (el país que lo premiaba) con Colombia (vecino hostil), y leer como signado por la providencia todo lo que tuviera encima el número 11, desde la edición del premio que acababa de ganar (la onceava) hasta el puesto (wing izquierdo) en el que habría jugado de joven al fútbol, pasando por el capítulo once del Quijote, el famoso, el de la disyuntiva armas o letras.

Muerto Bolaño –y aun si siguiera vivo, embolsando premios–, la corona en el arte de la gratitud pública queda y seguirá quedando en alguna cabeza germanófona. Thomas Bernhard la lució durante años, hasta que se murió. Entre sus papeles póstumos dejó un libro sensacional, Mis premios, que exponía la radicalidad de su fórmula: agradecer con una cortesía perfectamente protocolar –la misma que solía fulminar su prosa furibunda– el premio que al mismo tiempo, en el mismo discurso, declaraba rechazar y despreciar con todas sus fuerzas, mientras se autoescrachaba detallando la avidez con que cobraría el dinero recién ganado. “No estoy dispuesto a rechazar veinticinco mil chelines”, dijo al recibir el Premio Nacional austríaco: “Soy codicioso, no tengo carácter, yo también soy un cerdo”.

Puestos en ese trance terrible, dar las gracias, ¿qué traspié preferir? ¿Ser infantiles? ¿Ser cerdos, es decir, adolescentes? Para Alexander Kluge ninguna de las dos alternativas fue nunca una opción. Alemán de Halberstadt, Kluge, que nació en 1932, ganó todos los premios que un escritor de su lengua puede ganar: el Lessing en 1989, el Heinrich Böll en 1993, el Ricarda Huch en 1996, el Schiller en 2001, el Georg Büchner en 2003, el Adorno en 2009. Premios premios, no las payasadas con plata a las que nos tiene acostumbrados la industria editorial hispanohablante; premios avalados por las deidades culturales a las que deben sus nombres, la lista de ganadores anteriores, el Estado que los confiere, la pompa y los escándalos políticos a que dan lugar (Peter Handke va a la cabeza: ganó el Büchner en 1970 y devolvió el importe del premio 26 años después, y en 2006, en respuesta a la campaña de-satada en su contra por sus posiciones en la guerra de los Balcanes, renunció al Heine): premios tan prestigiosos que sus dotaciones de dinero son furtivas e inmencionables como una limosna.

Sólo a los alemanes podía ocurrírseles la idea de hacer casi un libro (Personen und Reden) con el rosario de discursos que dio Kluge para agradecerlos. Sólo un alemán con las espaldas intelectuales, el humor y el estilo excéntrico de Kluge podía no sólo sobrevivir a la recopilación sino salir de ella rejuvenecido, más fuerte y más travieso que nunca. Y sólo una argentina klugófila como Carla Imbrogno –en confabulación con Caja Negra, el sello independiente argentino más intempestivo que deparó la eclosión editorial post 2001, que ya había publicado las admirables 120 historias del cine– podía pensar en seleccionar parte de ese material y traducirlo al castellano, sumándole un puñado de piedras preciosas dedicadas a otros (un réquiem para Heiner Müller, otro para Christoph Schlingensief, una laudatio de Jürgen Habermas), un ensayo sobre el pintor Anselm Kiefer, un deslumbrante panfleto pedagógico sobre la ópera y algunos textos autobiográficos. Agradezcamos esa triple temeridad, porque el libro de Kluge que engendró, El contexto de un jardín. Discursos sobre las artes, la esfera pública y la tarea de autor, será lejos uno de los libros del año.

Kluge no es fóbico (como Bernhard) ni histérico (como Bolaño), es un “topo beneficioso que destruye las bellas praderas”, según lo retrató –con una gracia que le desconocíamos– Jürgen Habermas. En las instituciones que lo premian no detecta la zarpa criminal del Estado (Bernhard) ni la amenaza de coopción de un linaje ideológico-literario espurio (Bolaño). Dar un discurso es algo demasiado valioso, demasiado urgente, demasiado oportuno, para dilapidar la ocasión en desplantes. Dar un discurso es producir intercambio, situación de comunicación, esfera pública: ese lugar común sin el cual no hay conciencia, y por lo tanto no hay autonomía ni emancipación posibles. Es articular una singularidad subjetiva con una comunidad invisible. Los seis discursos de El contexto de un jardín se mueven entre dos polos: uno es el nombre propio que da nombre al premio (Büchner, Lessing, Böll, Adorno, etc.); el otro es la comunidad, que no es el cordón inmediato de notables que miran a Kluge hablar (ésos son los testigos ante los que habla) sino sus destinatarios, aquellos a quienes les habla, sin los cuales nada de lo que dice tiene ninguna razón de ser: esa potencia nunca dada que últimamente se llama pueblo. Dar un discurso, para Kluge, es hablarle a uno (el pueblo) del otro (Büchner, Lessing, etc.) y, viceversa, oscilar entre uno y otro, tender al mismo tiempo a uno y a otro, hacer que algo pase de uno al otro. Dar un discurso es montar esos dos polos –Kluge apila premios literarios, pero nunca es más cineasta que cuando escribe o habla– más allá de la coyuntura presente, del público de notables inmediatos; es crear una coyuntura en la coyuntura, un tiempo dentro del tiempo (un kairos dentro del chronos, diría Kluge), en virtud de un faux raccord a la Godard que hace converger épocas, capas históricas, culturas, generaciones, idiomas que no estaban llamados a encontrarse.

Kluge no es fóbico ni histérico porque cuando recibe el Büchner y habla de Büchner (“un joven genio que vivió sólo veinticuatro años”), lo que hace es reconocer y reconocerse en una tradición, y una tradición no es un peso opresivo al que haya que resistir ni una sombra paterna que haya que burlar improvisando muecas soeces a sus espaldas. Aporía alemana: Kluge el discípulo de Adorno, el cerebro del manifiesto de Oberhausen (que fundó a principios de los años ’60 el nuevo cine alemán), el director de La patriota, de Artistas bajo la carpa del circo: perplejos, El ataque del presente al resto del tiempo, el jurista que legisló el sistema audiovisual alemán para evitar que la TV fagocitara al cine, el auteur que en los ’90 renuncia al cine y se pone a hacer entrevistas en televisión, el amigo de Heiner Müller y del indeseable Schlingensief, el narrador de la tribu, el cineasta que a los 76 años adapta El capital de Marx y filma las ocho horas de Noticias de la antigüedad ideológica, ese Kluge excéntrico, inclasificable, radical, es el que en los discursos de El contexto del jardín ve la tradición como un principio de hospitalidad, y a Büchner y Lessing y Huch y Adorno como las postas providenciales donde el viajero exhausto se detiene a saciar el hambre y la sed, y a reposar, y a reponer fuerzas antes de salir otra vez al camino y lanzarse de nuevo... a crear jardines.

Porque el viajero de Kluge es un jardinero. “Jardín” es una noción perturbadora, muestra de un botanismo teórico que ya Deleuze, menos romántico (menos alemán), había ensayado con la exitosa “rizoma”. Kluge la hace trabajar contra “jungla”, sólo que las bêtes noires han cambiado: el asfalto ha sido reemplazado por la información, y la alienación de la gran ciudad por las autopistas del cibermundo. Todo en “jardín” conspira contra el imaginario del que procede: quiere decir contexto (una biblioteca es un jardín; la ópera puede ser un jardín si se la usa –como propone Kluge en “La ópera es indivisible”– para educar niños), principio de cohesión no sistemática y no arbitraria, y en ese sentido, una vez más, montaje, el procedimiento que Kluge, en la huella de Eisenstein y de Godard, tiende a rastrear un poco en todas partes, en la evolución de la especie, el arte o el amor, poseído por una suerte de fiebre panteísta para la que la lógica de las cosas se reduce básicamente a una sola operación: conectar.

El contexto de un jardín. Alexander Kluge Caja Negra 184 páginas

Un jardín, dice Kluge, es lo que está fuera de la casa, rodeándola; es lo otro de la casa, aquello que la limita y la hace existir, lo que la airea y la contradice, su exterior radical y su redención, su crítica y su principio terapéutico. En ese sentido es un contexto, y en ese sentido, para Kluge, hoy –era del exceso de accesos– es más valioso y necesario que nunca. Cuando Kluge agradece el premio Büchner y habla del poeta muerto a los veinticuatro años, no hace otra cosa que, jardinero, diseñar un nuevo jardín para la casa Büchner, y cavar los túneles que los comunicarán entre sí. Joyce, Kafka, Arno Schmidt: los héroes de Kluge son sin duda los héroes de la épica modernista –héroes de “obra”, para quienes todo está en ese objeto autónomo, autosuficiente, único, que es la obra–, pero el modelo de artista que Kluge encarnó siempre no produce textos sino contextos, y en eso es hoy más contemporáneo que nunca. El gesto de renunciar al cine para implantar un programa de entrevistas en el corazón de la televisión comercial no es sino el caso más ejemplar de esa política: el artista ya no es el que hace obras; el artista es el anfitrión: el que conversa, sí (y Kluge es el Joyce de la conversación), pero sobre todo el que crea las condiciones (el espacio, las reglas, el idioma) para conversar, contactar, orquestar, “montar” conversaciones ajenas (en primer lugar las de los muertos, que no están muertos y son los únicos con los que vale la pena medirse). Eso es lo que conmueve de este libro extraordinario: el genio de Kluge para ejecutar en simultáneo gestos y operaciones (literarias, críticas, históricas) que en cualquiera se repelerían, pero ejecutarlas sin producir efecto alguno de reconciliación, sin zanjar el diferendo que exige pensar, haciendo nacer a la vez algo parecido a un horizonte luminoso.

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