Domingo, 29 de junio de 2014 | Hoy
Treinta y cinco años después de su última novela, el escritor de escritores James Salter vuelve, a los 87 años, con Todo lo que hay, un libro magistral protagonizado por su alter ego, Phillip Bowman, en una Nueva York que ya no existe.
James Salter es –en su engañoso realismo no anticuado pero sí vintage– un escritor mucho más raro de lo que parece. Y Todo lo que hay –por cuestiones cronobiológicas, Salter nació en Nueva York en 1925– no sólo llega a nosotros como magistral canto de cisne y, ya desde su título, aires de summa creativa treinta y cinco años después de su última novela, la montañista En solitario. Todo lo que hay, además, es el más raro entre todo los libros de Salter.
Y es que Salter –a quien puede considerarse una suerte de estación a mitad de camino entre la duradera hombría del patológico mucho-macho Ernest Hemingway y el frágil romanticismo del siempre varonil Francis Scott Fitzgerald para conectar desde allí tanto con minimalistas-sucios como maximalistas proclives a las más límpidas epifanías– hace y deshace cosas muy extrañas en Todo lo que hay. Nada nuevo, lo mismo de siempre, pero ahora con el volumen a 11. Otra vez, aquí, ese misterio arriesgado que nos permite entregarnos sin resistencia a títulos indiscutibles como Juego y distracción, Años luz y la memoir selectiva Quemar los días y, otra vez, esa inquietud que, depende del ánimo del lector en el momento en que lo lea, puede convertir un relato como “La última noche” en un pequeño milagro o un gran chiste.
Y he ahí el “misterio” de Salter –escritor de escritores recién ahora asimilado entre nosotros pero desde hace años predicado por próceres tan diversos como Julian Barnes, Edmund White John Irving, Susan Sontag y Michael Herr entre muchos otros– y lo que hace de Todo lo que hay algo por momentos emocionante y por otros involuntariamente gracioso. Una historia que en páginas consigue iluminarnos con esa luz verde que Jay Gatsby perseguía al otro lado de su muelle o con el coraje producto de la gracia bajo presión de Nick Adams y por otros nos encandila con los fulgores artificiales de un episodio de Mad Men de esos que parecen como pensados por alienígenas retroadictos a ciertos tiempos y modas y modales de nuestra historia y especie.
Aquí, de nuevo, seguimos a lo largo de décadas a un inequívoco Homo Salter además de alter ego del autor quien sigue quemando sus días: Phillip Bowman, a quien conocemos como hijo abnegado, soldado en la Segunda Guerra Mundial, editor querido por sus editados (con más de un rasgo del legendario Richard Seaver, cuyas brillantes memorias póstumas, The Tender Hour of Twilight, se publicaron hace un par de años con prefacio de Salter), conocido y conocedor de celebridades (abundan los nombres propios que ya son de todos) y, por encima de todo y de todas, marido/amante en serie. Porque en lo que hace a la cuestión sexual, Bowman es una especie de contemplativo y casi zen Don Draper: ninguna se le escapa por más que luego lo abandonen. Lo suyo, hasta en el otoño y en el invierno de su satisfecho descontento, es una suerte de Cuán verde era y sigue siendo mi lecho. Así que, madres e hijas, están advertidas: donde el erotómano Bowman –“siempre al mando en la cama”– pone el ojo, pone la bala sin importarle que en más de un affaire el tiro le salga por la culata. Y es de estos casi compulsivos pasajes románticos y sexuales de donde la novela deja escapar sus risitas más bobas y nerviosas y renuncia a la perfección que llega a tocar, como a un cuerpo caliente, con la punta de los dedos.
El resto –como siempre– es una maravilla. Volver a disfrutar y paladear el modo en que Salter recupera a una Manhattan que ya no existe pero sigue allí, los gajes del oficio literario y los gajos de amistades y enemistades que se desprenden de él, el sabor de una comida o el perfume de un paisaje (Salter, bon vivant pura raza no se ha privado de incursionar en el escrito gastronómico y turista), la manera más de pintor que de escritor que se nos describe la caída de una noche o el ascenso de un avión para que todos y todo se eleven, el calibrado preciso de un sentimiento con el que un hombre sienta cada vez más lejana a su patria y más cercano a lo extranjero, que no es otra cosa que, finalmente, el cada vez más inminente viaje hacia la muerte.
Y, de nuevo, la rareza, la rareza salteriana: porque, por más que de entrada Todo lo que hay se presenta como una sencilla y naturalista y episódica novela-de-vida, hay aquí más de un rasgo sutil y auténticamente vanguardista en el modo en que se (des)ordena el paso del tiempo, hace entrar y salir caprichosamente a secundarios de primera o, en determinados tramos, el personaje incluye tanto al narrador de la acción como al autor que contempla todo y deja hacer pero sin nunca aflojar las riendas y soltar el timón. O lo paradójico de valerse del realismo como de algo experimental: no el realismo clásico y calculado e irreal de Madame Bovary o Anna Karenina, sino algo que respete y refleje los picos dramáticos pero también las llanuras inocurrentes y muertas y grises de ese viaje espasmódico y desbordante de intermitencias del corazón y del cerebro que es toda una vida. Obsesivos y completistas harán bien en buscar y encontrar “Charisma” –relato nuevo incluido en el reciente Collected Stories de Salter, con admirada introducción de John Banville– para contemplar, en algo que suena a out-take de Todo lo que hay, todo lo que este hombre puede ofrecer en la perfecta compresión, casi una novela en sí misma, de un puñado de páginas.
De ahí también, por eso, cabe pensar que ciertos pasajes y reincidencias de Todo lo que hay podrían haber sido pulidos o recortados. Pero, de haberlo hecho, Todo lo que hay sería una novela menos rara. Así, como quedó y como nos recibe y nos deja, Todo lo que hay no es una obra maestra sino nada más y nada menos que –acaso por última vez, gracias por todo– otra obra de un maestro.
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