Héctor Tizón murió hace dos años, el 30 de julio de 2012, dejando una obra paulatinamente reconocida como mucho más que un testimonio regional. En vida trazó un arco paradigmático de los destinos de un escritor e intelectual entre los años sesenta, el exilio bajo la dictadura y el regreso posterior a la Argentina. Yala, su lugar en el mundo, a unos quince kilómetros de la capital jujeña; el origen de algunos de sus libros, desde el fundacional Fuego en Casabindo, su lucidez y también parte de su inocencia en materia política se repasan en esta crónica realizada en San Salvador de Jujuy, con el testimonio de su esposa y compañera de toda la vida, Flora Guzmán, y algunos papeles que dejó para terminar de descifrar una vida literaria.
› Por Andrew Graham-Yooll
La memoria atesora un espacio donde se instala Héctor Tizón aquella noche de septiembre de 1976. “No dejemos que la política supere a la amistad. Los amigos, la amistad, están por encima de la política...”. Tizón y su esposa, Flora Guzmán, fueron a casa en La Lucila a despedirse. Anunciaron que partían al exilio. Casi un cuarto de siglo después, en agosto de 2000, reinstalado en su querida Yala, en Jujuy, Tizón enfatizaba: “Sí, dije eso, la amistad está por encima de la mitología y la militancia, claro que sí. Fue un momento terrible... Lo político puso en segundo plano a la amistad. Se desconfiaban los hijos de los padres, los padres de los hijos, los hermanos de los hermanos. Llegamos a la carnicería”. Casi cuatro décadas después, decido recordarlo, con pocas certezas y muchas omisiones. Suele ser así la amistad.
Extraño es que esa noche en La Lucila es la que más claramente se registra en el archivo personal. Estaba iniciada la gran fuga al exilio. Tizón y su familia se resignaban a seguir ese camino. Poco después lo haríamos también con Micaela y nuestros tres hijos. El exilio corta una relación, la amistad no se perdía, pero se nublaba la intimidad de las charlas, de la consulta, de la felicidad que producía lo más querible en Buenos Aires o en Jujuy. Mantuvimos una nutrida correspondencia entre octubre de 1969, a poco de la publicación de su primera novela, Fuego en Casabindo, y mediados de los noventa, cuando el teléfono reemplazó a la esquela manuscrita.
Aquella noche de 1976 puso fin a la fantasía de ser vecinos aunque fuera con 1500 kilómetros entre casa y casa en un país que nos pertenecía. Londres y Madrid parecían estar separados por diez o cien mil kilómetros.
La pesadilla ya se le había arrimado a Tizón; primero cuando a un joven abogado, Jorge Ernesto “Dumbo” Turk, se lo llevaron los sicarios de Videla del bufete del poeta y abogado de presos políticos Andrés Fidalgo (1919-2008), preso él también de una dictadura que precedió al terror. Y luego Alcira, hija de Fidalgo, detenida en Buenos Aires en 1976. Cayó por segunda vez, a los 26 años, en 1977, y fue desaparecida. Tizón, abogado laboralista, estaba marcado. El exilio lo alteró, lo hizo un escritor de otra marca, con el mismo idioma, claro, con una desazón subyacente.
Ahora, en su casa en el barrio Los Perales de la capital jujeña, Flora Guzmán recordaba que nos reencontramos por algún trámite, a unos días de aquella despedida en La Lucila en 1976, en la confitería de la estación Retiro. “La conversación no duró ni quince minutos. ¿Te acuerdas? Cada uno de nosotros miraba para todos lados, menos a quien hablaba o escuchaba. Y vos te levantaste y dijiste: ‘¡Así no se puede hablar, vámonos!’. Y nos fuimos, asustados.”
Héctor Tizón falleció el 30 de julio de 2012, arrimando a los 83, en un sanatorio de San Salvador de Jujuy. Yala quedaba a pocos, quizás quince kilómetros, en el corazón.
Flora Guzmán, esposa y gran amor del escritor Héctor Tizón, revisaba memorias y papeles. La conversación giraba en torno de cómo usar los apuntes, notas, entradas, en una especie de diario de Tizón. Flora Guzmán consideraba su publicación. “Está todo mezclado –comentaba–. Hay 71 páginas de diario, pero no siempre se sabe a qué o a quién se refieren los escritos. Hay apuntes sobre el futuro presidente (Josef Broz) Tito, de Yugoslavia, que según Héctor estuvo en Jujuy, cosa que incluye en La mujer de Strasser (1997).” En el ensayo Tierras de frontera (1998), escrito en Yala, Tizón incorpora a otro excéntrico personaje aparecido en Jujuy, un hermano del compositor Giacomo Puccini. La lejanía acomoda a esos extraños.
En voz alta Flora Guzmán leyó pasajes de las notas que consignó Tizón. “‘Para más adelante ya nada me importa demasiado. Tal vez sopla para mí una brizna de esperanza. ¿No habrá llegado ya el momento de quebrar el lápiz, como dije en el reportaje de Granma?’. Eso lo escribió la última vez que estuvimos en Cuba, en 2009”, aclara Flora.
Tizón fue jurado en la Casa de las Américas. “Hay mucho que no tiene sentido. Son apuntes. A veces habla de algo específico pero no se entiende.”
El mensaje escrito en Cuba tiene el mismo tono terminal de su último libro, Memorial de la Puna (2012), publicado poco tiempo antes de su muerte. “Aquí me quedaré, con estas piedras edificaré mi casa y no regresaré jamás a vivir en la ciudad, entre una multitud que no llegaré a conocer nunca. El agua entre las montañas, el verdor de estos angostos valles, la llovizna que, aparentemente, hace más tristes los otoños; y así será hasta que se cumpla mi destino. Tampoco escribiré más, ahora me doy cuenta más claramente de que escribía porque la vida no me bastaba. Ahora sé también que no basta con escribir, hace falta un destino”, se lee en esas páginas.
Ese libro final tiene pasajes hermosos, brillantes. Hay mucho más Tizón en los apuntes que leía Flora Guzmán, su amada, su esposa, su viuda, que lentamente recorría las hojas tratando de enhebrar lo que dejó su amado, pasajes que debieron ser empalmados con lo que es hoy el delgado volumen que es el “último” libro de Tizón.
Flora siguió leyendo: “A lo largo de mi vida que ya atardece he recibido distinciones y honores que me han obligado a enderezar mi conducta...” Faltaban cosas, dijo Flora. Las notas, incluyendo la agenda, suman 85 páginas tipiadas. “Esto es una copia, luego elaboramos otra. Mira, acá hay una referencia a Graham-Yooll...” Y lee las palabras de Tizón: “Circula una versión acerca de que habrían cocinado a balazos a nuestro amigo Andrew Graham-Yooll, secretario de redacción del Buenos Aires Herald, presa de bandas fachistas... pero él nos avisa que va a ser padre de su tercer hijo”. En tiempos de la Triple A no se sabía si se verían nacer a los hijos. La referencia de Tizón es a Isabel Graham-Yooll, nacida el 12 de octubre de 1975. El allanamiento al Herald es de fines de aquel mes. Flora tiene razón, los apuntes, cuidadosamente tipiados, son confusos.
Tomamos un té, “Hiroshima Mon Amour: Té Verde Sencha (Japón), con damasco y durazno, flores de malva europeas, rosas blancas de Paquistán, caléndulas de Egipto y flores de azahar”. Luego pasamos al whisky. Un alivio. A Tizón le gustaba tomar su whisky.
La primera gran novela de Tizón es Fuego en Casabindo (1969). Tenía antes una colección de cuentos, A un costado de los rieles (1960), publicada cuando era secretario de Cultura en la Embajada argentina en México. Casabindo, la novela, tiene su propia historia de origen. “Yo tenía una beca, investigaba relatos orales sobre el diablo en la Puna. Nos fuimos a Humahuaca. Al día siguiente era la fiesta patronal en Casabindo. Ahí empezaron a formarse las primeras imágenes de Héctor Tizón para su novela.” Años después, contaría Dardo Cuneo, en Buenos Aires, que Tizón le había enviado el original para que lo leyera y aconsejara acerca de posibles editoriales. A partir de ahí, el silencio. Largos meses después, Tizón le recuerda a Cuneo el envío y le solicita alguna noticia. Cuneo le había mandado el original a Guillermo Schavelzon, en la editorial Galerna. Para entonces ya anunciaba que tenía las pruebas de página. El libro estaba editado.
Fuego en Casabindo se desarrolla en el pueblo con personajes de la Puna, duros, silenciosos, taciturnos, sobrevivientes de las postrimerías de la batalla de Quera, el 14 de enero de 1875, cuando los terratenientes de Jujuy se propusieron aniquilar a los kollas que reclamaban la devolución de sus tierras ancestrales. Además, las huestes de hacendados querían vengar la derrota que le habían infligido a la oligarquía local los nativos en la batalla de Abra de la Cruz (conocido también como Combate de Cochinoca) el 3 de diciembre de 1874.
Años después, el compositor argentino Virtú Maragno compondría su única ópera, basada en Fuego en Casabindo. Fue llevada al teatro Colón con régie de Alejandro Tantanian en junio de 2004, ya fallecido Maragno, a los 78 años. Tizón fue al Colón.
Fuego en Casabindo confirmó a Tizón como habitante de la Puna para su público lector. Se hallaba lejos de Buenos Aires y las vidrieras de modas. La Puna era para Tizón tierra ancestral. A su padre lo trasladaban de un lugar a otro como parte de su trabajo en el ferrocarril. “Tuve una infancia feliz”, dice Tizón en los apuntes que revisaba Flora. Sus padres fueron Eduardo Tizón y Eleonor Lagomarsino.
Flora Guzmán recordaba: “Al padre lo mandaron un tiempo a Abra Pampa. En realidad lo mandaban por toda la provincia. Entonces Héctor tiene unas imágenes de infancia tan fuertes de la Puna que lo iban a seguir la vida entera. Lo más parecido al hogar paterno iba a ser Yala, donde el padre fue el encargado de la estación (hoy sin rieles y el edificio ocupado por quienes tomaron la propiedad). Yo estaba escribiendo una cosa de mi vida con Héctor y me es muy difícil. Estaba rescatando, por ejemplo, la historia que trae Fuego en Casabindo”.
Sentado en el jardín en Yala bajo el árbol frente a la amplia puerta que tenía su lugar de trabajo, Tizón alguna vez relató que había logrado terminar sus libros gracias a Flora. Así completó El cantar del profeta y del bandido, de 1972, también el casi simultáneo El jactancioso y la bella. Finalmente logró dedicar un tiempo cada mañana antes de ir a la oficina a escribir. “Así logré terminar, porque yo estaba trabado, bloqueado, como dicen los ingleses, tenía un virus que le llaman writer’s block.” Poco después, en 1975, salió en Buenos Aires Sota de bastos, caballo de espadas, cada uno con esa tremenda y pesada sensación envolvente de vacío, del desierto y el panorama rocoso.
“Fue con empuje físico y emocional. Ahora, mirando estos apuntes de Héctor, me doy cuenta de que costó mucho a veces darle ese empuje. Han sido dos años de sentarme con mi asistente, Ana, que es profesora de Letras, tratando de poner en orden sus escritos”, comentó Flora.
“Estábamos un día en Madrid con Blas Matamoro y le dice Blas a Héctor: ‘Me acabo de enterar por el libro de los cuentos completos a los que le hace el prólogo Leonor Fleming, que has nacido en un hotel en Rosario de la Frontera (Salta)’. En conversación, Tizón mantenía que era oriundo de Yala. Al rato reconocía haber nacido en Rosario de la Frontera, en un hotel, `donde mi mamá había ido a bañarse en las aguas del lugar y yo nací’”.
Fuimos a Yala un sábado a la mañana. La primera impresión es que poco ha cambiado. La calle angosta, a la izquierda la vieja estación, sin vías, con ocupas. Hay cercos que tapan casas nuevas. Estamos a 15 kms de San Salvador de Jujuy. Flora recuerda una gran tormenta reciente. El viento, el granizo, el agua con furia de torrente habían castigado al pueblo: “Quedó como si no hubiera pintado en diez años. Los árboles parecían palitos nomás, pelados de hojas”, dijo Flora.
Entramos al jardín por un viejo portón de hierro. El pasto estaba largo y los árboles hacía tiempo que no habían sido podados; de la entrada al jardín, a la galería, al living donde hacía años habíamos pasado largas noches de invierno frente al hogar, conversando. Estaba todo igual. Flora atendió a un plomero, requerido con urgencia por diversas pérdidas y reparaciones en la casa vacía llena de memorias. Di una vuelta por el jardín, traté de mirar por encima del muro al fondo, hacia el río grande, tapado de árboles y vegetación diversa.
La pileta de natación vacía es indicador del paso del tiempo, de estaciones y años que se fueron, las hojas secas en el fondo casi seco surgen como evidencia de abandono aun cuando no lo hay. Son imágenes. Quizás en la primavera, cuando se pinte la pileta de azul piscina, se corte el pasto, el lugar súbitamente recuperará su rol de testigo de otras vivencias, novelas, historias y risas, la imagen de lugar habitado, disfrutado, y los recuerdos vuelven a presentarse en colores... El Yala de Tizón y de Flora, de amigos, los Cúneo, de Eric y Martha Nepomuceno, de Eduardo Galeano y Helena y tantos más.
Nos sentamos con Flora en dos sillas en el estudio de Tizón, mirando hacia el jardín. Flora comentó, “ahí bajo ese árbol es donde se sentaban ustedes a conversar, a discutir de ingleses... Justo ahí daba el sol. Ahí te contaba esos recuerdos”.
“Héctor nunca dejó de pensar en la vuelta. Volver lo tenía decidido desde siempre. Cuando vio terminar la crisis de Malvinas, con el comienzo de la decadencia y caída de los militares, al día siguiente de inmediato empezó a hacer las valijas. Sentía un enorme odio contra un país que lo expulsó. Nunca entendió las innumerables negaciones que sufría. Porque negaba las cosas con pertinacia. La primera negación, para que veas, fue el grado de importancia que le daba a lo que estaba sucediendo a su alrededor: estaba convencido de que podía recibir a los milicos cuando cayeran acá (en Yala), les serviría un whisky, iban a discutir sobre que él siempre había sido un demócrata y había pertenecido a la UCR. Yo lo miraba alucinada, ¿cómo podía...?”
Agregaba Flor: “Lo que te quiero decir es que hubo un problema de generación en Héctor. Creo que es lo que le hizo tan terrible daño. No acababa de descifrar a Videla, con todo lo que representaba. Bueno, por un lado sí, y por el otro Héctor afirmaba que esos militares tenían que entender que había sido radical toda su vida. Era una desarmonía total y, bueno, esto es lo que arrastró todo... Yo creo que yo la tenía clara... porque tenemos los hijos, porque ya aparecían los chicos muertos en Córdoba...”
Flora sacó de una pila de publicaciones un ejemplar de una revista literaria, Estaciones, publicación española en la que participaron Tizón, Santiago Sylvester, Pepe Avello y Carlos Benítez (estos dos son españoles).
“Había en Madrid un personaje generoso, simpático, sensible que se llamaba Faustino Lastra, mexicano de nacimiento que se había criado en España, participó en la guerra civil como correo, que tenía dinero. Faustino, que era amigo de muchos artistas y escritores, empezó a tramar una revista que se llamaría Canto General y que se haría en México por los costos, para que hubiera una comunicación latinoamericana y que se publicara en España. Le pidió a Héctor que colaborara. Incluso, recuerdo que lo mandó a México para que ordenara las cosas allá. Se iba a hacer con la colaboración de Arnaldo Orfila Reynal, que dirigía el Fondo de Cultura Económica... Un desastre. Armaron todo con la ilusión de que esto se podía hacer, y de pronto, no recuerdo por qué causa, no se hizo. Hicieron el número cero. Eso lo ayudó a Héctor en aquel período inicial, muy difícil... Hasta 1979. No podía escribir lo suyo.”
Tizón y parte de la familia regresaron a Jujuy en octubre de 1982. En junio de 1983 lo fui a ver a Yala, buscando el reencuentro con el amigo. Tizón vivía una feliz transición de la vuelta a la escritura. El exilio había quedado atrás, si bien había dejado surcos profundos. Surgieron los textos del fin del exilio: La casa y el viento (1984) y Recuento (1984) y, quizás más impresionante, el claro retorno a la Puna, El hombre que llegó a un pueblo (1988). Tiempo después, un comentario mío acerca de que el clima era casi un personaje en Fuego en Casabindo y en El hombre que llegó a un pueblo, y no tanto ya en La mujer de Strasser (1997) fue vigorosamente refutado. “El clima está de alguna manera presente detrás de todo. Lo que pasa es que a partir de El hombre que llegó a un pueblo, yo he cambiado mis puntos de referencia. Como los agrimensores. Cambian el teodolito y cambian el punto de referencia respecto de la geografía. Me sucedió en un libro que se iba a llamar El largo adiós, pero me dijeron que eso ya me lo habían robado... Y se llama La casa y el viento, que era como una despedida mía no solamente a los temas que habían sido objeto de mi curiosidad y de lo que había escrito hasta entonces, sino incluso a la literatura misma. Yo creía que no iba a escribir nunca más. Fue el último año de Madrid, cuando pensaba que no iba a volver nunca más a Yala. Yo diría que en 1980, 1981 quizás. Estaba por decirle adiós a ese mundo que era mi mundo. No bien terminé el libro se produjo lo de Malvinas y el hundimiento no solamente del acorazado Belgrano sino el hundimiento de la jaula de esos hijos de puta que fueron los que dirigieron el país desde 1976. Entonces me volví aquí a Jujuy y ahí se produjo como una especie de cambio bisagra. El próximo libro fue El hombre que llegó a un pueblo, donde ya no hay localizaciones, no hay nombres propios, no hay prácticamente nada. Está el hombre, que en realidad son dos hombres, es decir él es él y la imagen que los demás tienen de él. Es la historia de un hombre en busca de sí mismo. Es la aventura que todos padecemos.”
Siento un enorme agradecimiento por haberlo conocido, leído y más. Espero que algún día los argentinos se den cuenta de que Héctor Tizón no es sólo Jujuy, es la literatura argentina y más.
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