Dom 27.07.2014
libros

LOS AMORES DIFÍCILES

Nació en Argentina y vive en Francia, donde también empezó a escribir. Su segunda novela trata sobre la imposible, o por lo menos harto dificultosa relación, de madres e hijas.

› Por Laura Galarza

“Rompe con el cristal de la costumbre, dijo Proust.” Es Ariana Harwicz –autora joven, venida del cine y la dramaturgia– la que invoca al gran escritor cuando tiene que dar una definición para su segunda novela, La débil mental. Elige un té frío en la carta del bar de Palermo, “aunque con este clima tendría que pedir uno caliente, ¿no?”, dice, quizá porque donde vive Harwicz, en medio del bosque a 120 kilómetros de París, ahora mismo, es una tarde de verano. Radicada en Francia hace siete años, en lo que no llega a ser un pueblo, aclara, “apenas un conjunto de casas en medio del campo pero cerca de todo”, Harwicz pasa dos meses al año en Buenos Aires, donde nació, en 1977, y vive su familia de origen. En esta oportunidad vino a presentar la novela, comenta, mientras saca una hoja que alisa con las manos sobre la mesa y dice que es su agenda. Que ahí lleva escritos los lugares donde hablará de La débil mental y también de Matate, amor –su primera novela, editada en 2012 por Paradiso, en Argentina, y Lengua de Trapo, en España– “porque no las puedo pensar una sin la otra”.

Aquella primera novela la leyó Alicia Dujovne Ortiz, que parece haber llegado en el momento justo a la vida de Harwicz: “Estaba tirada en los pastizales que rodean mi casa, deprimida, sin motivación. Un amigo que tiene inmobiliaria llama para decirme que una escritora argentina se había mudado a 40 kilómetros. Me embriagué. Yo había empezado a escribir Matate, amor por las noches, en los intervalos de sueño y teta de mi hijo. Se la llevé a Alicia, y me dijo: ‘Acá hay una novela salvaje y bella’”.

La definición de Dujovne Ortiz se aplicaría también a La débil mental. Aunque con un tratamiento más concentrado sobre el lenguaje, en esta segunda novela se va entendiendo que el arremeter de Harwicz –algo bestial en lo que cuenta y cómo lo cuenta– empieza a ser una manera muy propia que no se deja encasillar. Por empezar, la débil mental no es tal. Lo que inspiró la historia de la novela fue una chica que se paseaba por los alrededores de la casa de Harwicz, dejando que el tiempo pasara, deambulando. “Cuando les pregunté a mis vecinos por ella, me dijeron: ‘Ah, es una débil mental’. Pero los franceses no lo entienden como nosotros, para ellos débil mental equivale a loquita o atontada. Más tarde supe que la chica actuaba así porque estaba enamorada de un hombre imposible, igual que mi protagonista. Y las obsesiones tienen algo de locura.”

Lo cierto es que Harwicz, en La débil mental, avanza sobre el ribete menos explorado –casi prohibido– del vínculo entre madre e hija: el de la destrucción. Del que se habla poco a calzón quitado y porque siempre se prefiere la versión más azucarada. “¿Alguien desearía tanto algo como para destruirlo?”, se pregunta la protagonista de la novela, una niña que crece en el transcurrir de la trama hasta convertirse en una treintañera, dentro de una casa que huele a mujer.

Un mundo sin hombres, caótico y desquiciado. Así viven estas tres: abuela, madre e hija, cuyos destinos se van soldando entre sí en escenas memorables como aquella en la que las mayores están en una habitación con un hombre mientras la niña deambula por la casa con su caja de cereales.

“Pensé el pasado como incrustaciones en el presente –dice Harwicz–. Porque se suele tomar la infancia de manera equivocada, como un relato continuo, plano, sin interrupciones. En cambio, pienso la infancia llena de cortes, momentos de no infancia. La novela trata de la imposible herencia, de la imposible educación.”

La madre quiere que la hija crezca, que se haga mujer de una buena vez. Pendiente de cómo le crecen las tetas, la madre mira los pezones rosados y duros de su hija. ¿Hasta dónde debe mirar una madre? ¿Hasta dónde debe mostrar? Un borde por el que Harwicz se pasea sin desbarrancar. No es locura lo que sucede, es una verdad pura y desatada.

Un punto aparte merece sin dudas el tratamiento del lenguaje, a la altura de lo que se cuenta. Filoso, cortante y a la vez estético. Una combinación que por momentos puede hacer retroceder al lector como cuando se mira a la luz de frente y encandila. Harwicz lleva al lector hasta ese punto de enfrentarlo con el horror que encierran potencialmente las relaciones humanas.

“Y mamá pone su cara de compungida y pienso en acariciarla. Gran ventaja las mujeres con cabellera lisa y suave, en general color miel y aroma a limpio. Pueden decir la cosa más inmunda, ser unas déspotas, pero luego te dan ganas de pasarles las manos por el pelo.”

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