Domingo, 27 de julio de 2014 | Hoy
En su novela Iris, Edmundo Paz Soldán abreva en la ciencia ficción distópica con al menos dos novedades de peso: un lenguaje que elude el neutro castellano y la lengua de traducción, para enriquecerla con la invención de un léxico complejo. Y, además, la recurrencia a un imaginario de tradiciones precolombinas, como para anclar las raíces de un futuro tan automatizado como viciado por la farmacología.
Por Hugo Salas
Las primeras líneas de Iris le bastan a Edmundo Paz Soldán para sumergir al lector en otro mundo, en otro tiempo, en otra era. Pocas páginas más tarde, el encantamiento resulta ser también el de otra lengua. Los cinco relatos que componen esta novela no sólo apuntan a la construcción de una perspectiva múltiple (cada uno de ellos lleva por título el nombre de un personaje al que sigue), sino también a la instauración de un sistema de múltiples entradas, como en esos textos donde cada una de sus unidades interiores recibe por sí misma el nombre de “libro” (el caso más conocido, desde luego, sería el de la Biblia).
La anécdota no es necesariamente sencilla, pero resultará familiar para cualquier consumidor de ciencia ficción industrializada (es decir, cualquier consumidor cultural de Occidente): en el hostil territorio de Iris, la compañía Sant-Rei lleva adelante operaciones de colonización y explotación minera, echando mano a mercenarios más o menos entrenados, más o menos asalariados, más o menos mecánicos, radicados en el Perímetro. Como es de prever, entre los locales surge un grupo de resistencia violenta bajo la guía de Orlewen, cuyo nombre significa “sobreviviente”. El escándalo desatado por el uso ilegal de chitas y drons en la zona obliga a la renuncia de un Supremo y la apertura de una investigación.
Se despliega así una trama que parece signada por la ambición de condensar todos los tópicos de la imaginación distópica futurista: experimentos nucleares que dejan un área desolada, la contradicción entre evolución y primitivismo (las armas de los soldados son riflarpones), la posibilidad de borrar o implantar memorias, las minas del extraño y novedoso X503 que sólo se consigue allí, la explotación de los locales en manos de una corporación, ex seres humanos convertidos en cyborgs y degradados por ello a la condición de no-seres, e incluso la construcción de un mundo donde los personajes duermen en pods y consumen todo el tiempo distintos tipos de sustancias psicotrópicas (legales e ilegales, místicas, recreativas y sólo para sostenerse).
Lo que deslumbra de la novela, en buena medida, es la densidad resultante de esta abarrotada superposición de tópicos que, de tan establecidos por el género, ni siquiera es preciso explicar. El autor explota a su vez esta dinámica para introducir, camuflado, un elemento fuertemente perturbador: la línea mitológica del culto de Xlött y Malacara, divinidades extrañamente intercambiables (“Si vamos a creer a los irisinos, todo Iris es dominio de Malacosa. Y de Xlött. Malacosa es Xlött”) y de naturaleza ética demoníaca (“Xlött no es el mal. Es el mal-bien. El bien-mal”). De forma ambigua, oscura, el repertorio de la ciencia ficción, género gringo y de traducción por excelencia, se encuentra aquí con las tradiciones precolombinas, la crónica y el archivo de Indias, en el gesto más original y decisivo de la novela. “Todo era leyenda en Iris. Leyendas que había aprendido a respetar; a través de su alarde imaginativo llevaban la fuerza incontestable de la verdad.”
Edmundo Paz Soldán, nacido en Cochabamba, profesor de Literatura Latinoamericana en una universidad estadounidense (Cornell), desanda así el género con el que dentro de los recintos imperiales se imaginan las prácticas neocoloniales, no sólo en sus formas más sofisticadas, sino también masivas (Avatar), de la mano de un registro eminentemente latinoamericano, en una operación –si se quiere– de contraconquista cultural, pareja al modo en que en Iris el extraño culto político-religioso-terrorista de Xlött se extiende y propaga, casi como maldición, entre los mismos mercenarios e invasores.
El territorio privilegiado de batalla es el lenguaje. Casi por regla general, la ciencia ficción escrita en América latina se divide en dos tradiciones: o bien sigue un español exógeno, “de traducción”, o bien se construye en un castellano estándar y literario, exento de cualquier marca de especificidad cultural. No es así en Iris, donde todo suena más complejo. La inevitable invención de neologismos para designar objetos inexistentes (el fengli, viento de Iris, por ejemplo, o los propios shanz, soldados mercenarios) abre la puerta a chicanismos, voces inglesas adaptadas a una ortografía española (nau por now, bodi por body, indid por indeed, jom por home, den por then e incluso la transformación de blink en un verbo regular: blinkear), en una práctica que supone una constante invasión de la lengua hegemónica.
Esta perversión originaria se ve acentuada por la incorporación de contracciones (na en vez de nada, pa en vez de para, nostá, dostá, q’es), cuando no de formas gramaticales, ligadas a una oralidad reconocible y de corte claramente regionalista. Lo que se lee, por otra parte, no es asimilable al lenguaje de los colonizadores ni al de los irisinos (del que la novela reproduce, a modo de monumento, un único poema a Xlött, con su sentido siempre esquivo), sino a un lenguaje intermedio, híbrido, resultado de los cruces e intersecciones propios de la situación colonial, espejo a su vez de las tensiones culturales presentes, actuales y concretas en el que no falta, siquiera, una convivencia internacional tirante entre la potencia de explotación (Munro) y otra potencia aislada, radicada ni más ni menos que en Sangaì.
“Todo es nau ki oies. Un nau incompleto q’está siempre adviniendo.” El contenido y la textura de estas dos frases cifran un posible andarivel de lectura para Iris: la representación en clave futurista de un presente dislocado, en proceso, plagado de violencia militar y corporativa, de terrorismo insurgente, leído casi como reverso o continuidad de una América maldita desde los orígenes, donde la utopía tendida hacia el mañana se vuelve tan vaga y certera como la consigna de Orlewen, “el Advenimiento adviene”.
Al respecto, conviene prestar atención a un momento del cuarto relato, dedicado al propio líder insurgente, en el que se narra un momento de iluminación. Tras celebrar junto a otro personaje la ceremonia del jün, planta chamánica, siente que pueden intercambiar sus cuerpos y que viven la experiencia del otro. A la madrugada, entiende el don que acaba de recibir: “Era capaz de sentir lo que sus brodis irisinos. Capaz de ser sus brodis irisinos”. Esta fraternidad planteada en su sentido más primario, mínimo, es el único reverso que se erige como utopía ante un mundo de seres disgregados, alienados, mecanizados, que sólo parecen sostenerse de pie gracias al consumo de los sucesores de la era farmacológica. Abandonarse en Xlött, entregarse a lo que adviene, como una mueca de esperanzada desesperación.
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