Publicada originalmente en 1985 y nunca vuelta a editar hasta ahora, Abisinia, de Vlady Kociancich, es una de esas joyas secretas de la narrativa argentina que corresponden al formato nouvelle y que tratan de un tema tan paradigmático como vital: sacrificar la vida a una creación cuyo único sentido será una posteridad que no veremos, o vivir en la plenitud del día, sin preocuparse por el más allá.
› Por Angel Berlanga
El historiador y antropólogo Michel Pastoureau sostiene que el amarillo está cargado de sentidos negativos en Occidente. Esto ocurre desde la imaginería medieval, cuando en textos y pinturas el color empezó a ser asociado con la traición, lo apócrifo, la mentira. Judas, por ir bien lejos, aparece en muchas obras arropado con una túnica amarillenta (puede pensarse, ya en el presente, en la cartelería propagandística municipal). Dice Pastoureau que, con el tiempo, el color dorado absorbió sus símbolos positivos del amarillo, lo que evoca el sol, la luz, el calor y, por extensión, la vida, la energía, la alegría, la potencia. Aunque el dorado, aclara, también empezó a ser visto como un color vulgar en el siglo XX, asunto que deviene “del odio de los moralistas protestantes hacia los fastos y las joyas”.
Esas mutaciones y ambivalencias, históricas de sentido acerca del amarillo/ dorado parecen oportunas para empezar a contar de Xavier Durand, el protagonista de Abisinia. Durand es un pintor célebre en la Buenos Aires de 1887. “No es extraño que un hombre como yo piense en la posteridad”, se presenta. De arranque se sabe que el hombre no está en las buenas, porque oscila entre el insomnio y la pesadilla y se declara arrepentido de no haber tenido hijos; tampoco tiene amigos, aunque sí admiradores. A medida que avance en su relato, que entrevé como una suerte de confidencia con esa posteridad, se sabrá de un pasado de fiesta y vida loca comandado por el ego y la potencia de la individualidad del artista consagrado y rico que de repente tropezó con una enfermedad y tac, la desgracia le ofreció una silla de ruedas. Cinco años después sabe que le queda poco tiempo entre los vivos. En ese umbral, desde cuyo borde más presente cuenta, que es el borde también de la primavera, le tomó cuerpo una palabra: Abisinia. Así le llama, en principio, al amarillo de cadmio que inunda las habitaciones. Es una invención que le surgió de un imperceptible resbalar hacia “la hechicería verbal de la infancia, cuando dar nombre era crear”. Una palabra que se le hace dorada y espaciosa, dice. “Quizás ingenuamente, Abisinia me evoca un desierto amarillo, plano y tenso como la tela sujeta al bastidor, una soledad arenosa que me impulsa irresistiblemente a mirarla, como si en ella adivinara la sombra, el terror y la gloria de inexcavadas alucinaciones.”
A esa soledad arenosa deriva Abisinia desde un abanico de vertientes. En principio, a partir de una serie de cotejos con el otro. Conviene contar ahora de Irene, una muchachita frágil y muy religiosa, protegida de una tía que llega a la casa palaciega de Durand cuando el tipo andaba todavía en pleno despiplume; para el ojo y el pecho de él, Irene evolucionará desde una conmiseración inicial, la que sentía por ella en aquellos días de esplendor, hacia el amor y reconocimiento que brotan a medida que va poniéndose cachuzo, que su vanidad se marchita, que necesita de ella. El argumento suena a piadosa redención, pero no está completo: en la bruma amarilla Kociancich entrevera el talante y la cosmovisión de aquel Durand, el artista potente, con este otro, el postrado. A veces narra uno, a veces el otro. Ambos ven de distinta forma al marchand, al arte, al amor, al poder, al deseo, a la generosidad, a la vida. Y se ven distintos a sí mismos, claro. Todos somos más de una persona, dice Durand en medio del sofoco del champagne, del calor, de una reunión social. “Un hombre que no duerme es fácil víctima de alucinaciones”, escribe Kociancich, sostiene Durand. ¿Cuál? ¿Y qué de lo que cuenta, en ese desierto, es real, es pesadilla?
“Quieres que haya belleza en tu vida, arte en tus actos –dice uno–. Te espanta la fealdad de tu cuerpo, deseas esconderla bajo los mismos trapos y el pedregullo infame que Irene llama estética. Guantes blancos, cristal y porcelana, ademanes prolijamente calculados, un amor del espíritu. ¿Es ésa la obra que intentas defender? Hipócrita, no hay arte en la vida. Sólo hay arte en el arte. Lo has olvidado en concesiones diurnas a tu debilidad y a tu miedo. Pero yo no. (...) No me importa tu suerte ni la de esa mujer. ¿Qué es una vida más o menos en la gloriosa historia de mi raza? Nada. Sólo importa la obra. Tus escrúpulos, Durand, me envilecen.” En ese juego de espejos deformantes, algo más allá, otro se compadece del salame que quiere trascender: “Recuerdo a uno que pintaba, que tenía una obra por hacer. Y a otro que amaba la belleza y quería imponerla a la vida. Los dos lucharon ferozmente por una misma cosa. Los dos recibieron el mismo castigo. Uno de ellos llegó al extremo de imaginarse hablando con la posteridad. El otro se burlaba de esa pedante fantasía. Pero sólo a medias, a medias convencido de sobornar a la muerte con sus cuadros. Pobres fantasmas, aún los oigo aturdirme con sus gritos. Arte. Amor.”
Abisinia juega también su ambivalencia en una fotografía que Irene y Durand se han tomado en París, en el estudio de André Adolphe Eugène Disdéri. Es que el relato de Durand de la trastienda de esa imagen discute con lo que allí se ve. Todos somos más que una persona. Así que puede decir, una vez: “No, la fotografía no tiene mucho plazo. Durará lo que dure el asombro. ¿Sabe por qué? Porque logra el estúpido fin que se propone. Atrapa solamente la imagen”. Su interlocutor asiente. Al día siguiente, Durand dirá: “Sí, la fotografía tiene un largo futuro. ¿Sabe por qué? Porque logra el fin que se propone: atrapar hábilmente la imagen. La imagen es también la verdad”. Su interlocutor, el mismo, también asentirá. El blanco y negro de la foto entra de a poco en la bruma dorada, espaciosa. Abisinia: Vlady Kociancich publicó por primera vez esta nouvelle en 1985 y es una suerte que ahora se reedite. En un par de entrevistas recientes, la escritora contó que no recordaba mucho de la historia, que había olvidado hasta los nombres de los protagonistas, e incluso buena parte de la trama. Recuerda, sí, que cuando la escribió tenía presente la música de Mozart. Y se acuerda de la búsqueda de información en torno de la pintura, la sorpresa de encontrarse con el magenta real: es el color que cada tanto aparece en las mejillas de Irene. Pero lo que predomina en Abisinia es el amarillo de cadmio. Decía Borges que, en su ceguera, el amarillo era el color que no le había sido infiel. En la antigüedad, antes de caer en la desgracia de la imaginería medieval, apunta el antropólogo Pastoureau, también era un color muy apreciado.
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