Domingo, 24 de agosto de 2014 | Hoy
Entre la risa, el absurdo y el rigor de la historia, Angel Wagenstein, un sefaradí de Bulgaria, tomó su vida y la de su familia como punto de partida de un pentateuco que refleja la fragmentación del oriente a raíz de la Primera Guerra Mundial y de ahí en adelante, hasta el final del comunismo. Una ficción que elude los grandes relatos realistas, pero que no deja de representar el destino de la gran cultura judía europea.
Por Sergio Kiernan
Hace exactamente un siglo comenzaba una guerra que iba a transformar una región antigua y algo inverosímil de Europa en lo que Timothy Snyder llamó “las tierras de sangre”. Era el este de la península, la confusa mezcla de gentes que ya llevaba largos siglos justo donde empieza Rusia, esas que hablan idiomas tártaros y mongoles, eslavos y latinos, y que aman dividirse como amebas en etnias ínfimas, fetas de población distinguibles por una vocal o un sombrero. En 1914 comenzó ahí una guerra que rompió fronteras, siguió en formato guerra civil, se desbordó cuando le agregaron la desmesura alemana, tomó color rojo con represiones y levantamientos ahogados en sangre, y terminó con los francotiradores de Sarajevo, la limpieza étnica y el nacimiento de mininaciones de nombres impronunciables. Entre tanta sangre, estas tierras perdieron complejidad, perdieron matices y perdieron a sus judíos.
Que es el tema de fondo de esta novela notable, tardía e inesperada de una criatura de las tierras de sangre, Angel Wagenstein, que pese a lo germano del apellido es un sefaradí de Bulgaria. La vida del autor se lee como un resumen de la historia de ese oriente destruido, desde el nacimiento en Plovniv, un pueblo que ya cambió de nombre como mínimo cinco veces, hasta el hecho de que fuera la política el motor de exilios, muertes y cambios de ciudadanía. Los Wagenstein eran socialistas en tiempos de monarquías o peor, de fascismos nacientes, con lo que el pequeño Angel nació búlgaro en 1922 pero casi enseguida se encontró francés. En los años treinta, adolescente y mostrando el pésimo sentido de la oportunidad de tantos de su región, volvió a Bulgaria justo a tiempo para la Segunda Guerra Mundial. Fue antifascista clandestino, partisano saboteador, preso de campo de concentración, fugado y partisano de nuevo. arrestado, condenado a muerte y salvado sobre la hora por el Ejército Rojo entrando en Sofía.
Por ser un cuadro histórico, Wagenstein tuvo una buena posguerra, con beca en Moscú para estudiar cine y una larga carrera de guionista que le valió hasta un premio del Jurado en Cannes. Pero luego, setentón largo, su mundo socialista se vino abajo con el Muro de Berlín, con Yeltsin y esas cosas que alcanzaron para deprimir de modo terminal a su generación. Aquí es cuando Wagenstein se puso raro, o al menos distinto, porque con 76 cumplidos, en 1998, publicó su primera novela, la alegre y melancólica, la profundamente judía El Pentateuco de Isaac, que es un resumen de lo que perdió Europa con el Holocausto. Hay que agradecerle a Libros del Asteroide, la pequeña editorial española que se dedica a publicar obra fuera de lo esperable, la delicada traducción de Liliana Tabákova, quien tiene el raro oficio de volcar el búlgaro al español.
El libro usa el viejo truco tan mitteleuropeo del autor posando de editor, aclarando que sólo se limita a corregir “un poco” las memorias de Isaac Jacob Blumenfeld, el hijo de un sastre de pueblo en Galitzia que terminó soplado de aquí a allá por las guerras y las revoluciones que no podía entender. Isaac vive un “pentateuco de sueños”, una feroz ironía sobre cómo se le cumplieron los sueños de nacer austrohúngaro, pasar a polaco, seguir soviético, casi morir alemán —aunque privado de ciudadanía y derechos por ser judío— y terminar de austríaco otra vez, pero sin el “húngaro” y sin el kaiser. El primer libro de este Pentateuco es el retrato límpido y de pincel fino de la vida en el shtetl de preguerra, con vecinos católicos y ortodoxos, discriminación y problemas, pero con los cosacos del zar demostrando del otro lado de la frontera que todo puede ser peor.
Isaac aprende el oficio de sastre, cumple los dieciocho y es reclutado y entrenado en el ejército imperial justo a tiempo para que se termine la guerra el día que allá parte, con la familia llorando y el rabino de uniforme transformado en capellán. La paz permite el casamiento con la linda Sara, el nacimiento de tres hijos, el envejecimiento de los padres y la crisis emocional del rabino, enamorado de una militante bolchevique. El cabo Schickelgruber, mejor conocido como Hitler, es la nueva sombra del otro lado de otra frontera, e Isaac nuevamente se encuentra de uniforme, listo a defender su segunda patria, cuando todo termina.
Para el segundo libro del Pentateuco, el lector ya espera las interminables bromas jasídicas, aplicadas a cada desventura como fábulas con moraleja. Wagenstein arma, por debajo de su cuento, una enciclopedia de saberes folklóricos, máximas, técnicas de supervivencia, críticas y resignaciones que complejizan eso de ser una minoría de religión diferente. Este humor cínico y matizado se disfraza en todo momento de ingenuidad del personaje: Isaac parece un niño, aunque no tenga ni un gesto de inmadurez. Este tono aparentemente leve permite seguir con una historia en la que el protagonista consigue papeles de polaco goy, gentileza de un médico católico, pasa años como prisionero en una fábrica alemana de municiones, como confidente del jefe y esclavo sexual de su esposa, y es finalmente descubierto como judío y enviado a un campo de exterminio. Su liberación permite algunas páginas maravillosas hablando del encuentro con esos seres rollizos y apolíticos de uniforme norteamericano.
Liberado, Isaac recibe una carta de su rabino comunista, ahora vuelto rabino a secas, confirmando que su Sara fue tragada por la maquinaria nazi y sus tres hijos murieron con las armas en la mano, combatiendo en el Ejército Rojo. Por un azar geográfico, termina en Viena y apenas empieza a revivir, en el sentido de acostumbrarse a estar vivo, cuando es detenido nuevamente. La maquinaria estalinista se lo lleva al Gulag bajo una acusación casi surrealista, e Isaac pasa a ser un zek hasta 1953, cuando el Gran Camarada muere y Siberia se vacía.
“Todo esto, querido hermano, sucedió hace tanto tiempo que ya es como si no hubiera sucedido”, arranca el capitulito final, “Apocalipsis o Revelación”. Wagenstein tiene bien leídos a sus disidentes, su Solzhenitsyn y su Grossman, como para repetirlos en la negrura realista. Su libro termina con una explicación de por qué alguien puede no suicidarse después de semejante vida y con un “Laila tov o, como dicen ustedes, ¡buenas noches!” Lo mejor de este Pentateuco es que su autor lo continuó en dos novelas más, Lejos de Toledo y Adiós, Shanghai, también dedicadas a contar cómo se destruyó este tesoro que era la judería europea y a hacernos doler por lo perdido.
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