Después de un libro de cuentos y dos novelas que llamaron con fuerza la atención de críticos y numerosos lectores, Selva Almada aborda la crónica a partir de tres chicas de origen humilde y muy jóvenes asesinadas en los años ochenta, antes del caso María Soledad, y mucho antes de que se hablara de femicidios.
› Por Ana Wajszczuk
Durante más de veinte años, el fantasma de Andrea Danne la estuvo rondando. Diecinueve años, rubia, ojos claros: una bella durmiente asesinada en su dormitorio de una puñalada en el corazón, mientras afuera la tormenta agitaba esa noche de noviembre, 1986. Sucedió en un pueblo monótono de Entre Ríos, a veinte kilómetros de otro pueblo monótono donde vivía otra chica, una que todavía no sabía que iba a convertirse en escritora y que el crimen de Andrea Danne, ese que escuchó un mediodía por LT26 Radio Nuevo Mundo, la rondaría todos estos años, hasta que pudiera encontrarle un lugar: esa adolescente era Selva Almada, y ese lugar es Chicas muertas, su primer libro de no ficción.
“Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos”, escribe en uno de los párrafos que abre esta historia mirando hacia atrás, hacia tres crímenes irresueltos en los años ’80. Las víctimas son chicas jóvenes y humildes –Andrea Danne, María Luisa Quevedo, Sarita Mundín– que vivían y encontraron la muerte en tres pueblos ínfimos del interior de la Argentina, cuando nadie hablaba todavía de “femicidio” y faltaban algunos años para que el caso María Soledad Morales ocupara la tapa de todos los diarios.
Después de dos novelas, El viento que arrasa (2012, Mardulce) y Ladrilleros (2013, misma editorial), que instalaron a Selva Almada –lectores y críticos al unísono, cosa que no sucede muy a menudo– como una revelación literaria argentina, la escritora pega un salto al vacío y decide convertirse en la periodista que –dice ella– no es, para desandar las rutas polvorientas del interior del país y también las de su propia memoria de chica de provincia. Almada combina en Chicas muertas lo mejor de ambos mundos: el pulso literario con la investigación, la construcción de climas y escenas con el rastreo de todas las fuentes posibles.
Si en sus novelas y sus libros de cuentos anteriores ese registro del “interior” –su habla, su murmullo, su violencia soterrada, sobre todo su clima entendido en sentido amplio– ya era una marca registrada, en Chicas muertas es el sustrato donde leva –entre el calor que aplasta y la tormenta que se huele, entre el olor a espiral para espantar a los mosquitos y los vecinos en la vereda tratando de cogotear un poco de fresco– la voz de estas chicas sin voz. Tal vez por eso en esta crónica no hay guiones de diálogo ni entrecomillados: los testimonios de los familiares, los datos del expediente judicial, los recuerdos de la narradora se unen en un mismo plano, en un juego de voces que fluye para contar otra cosa más allá de la historia de Andrea, de María Luisa, de Sara. “Contar sus historias es también contar una época, la manera muy precaria en la que se investigaba, la poca importancia que se les daba a estas muertes –dijo Almada en una entrevista–. Porque antes que nada se sospechaba de la propia víctima: era una chinita que andaba con varios, la habrá matado un noviecito, era una puta.”
La primera víctima que abre el libro, ese fantasma que rondó por años a Almada, funciona como su alter ego, la otra cara de una vida que le podría haber tocado a ella, una chica muerta que “volvía cada tanto con la noticia de otra mujer muerta” y cuya historia incluso ficcionalizó años atrás en uno de los cuentos de Una chica de provincia (2007, Gárgola Ediciones). Ese cuento es el germen de esta crónica: en 2010, Almada volvió a Entre Ríos buscando las hipótesis contradictorios sobre quién mató a Andrea en su casa de San José; y sumó a su búsqueda el rastro perdido de María Luisa –quince años, mucama–, un nombre que por un tiempo breve revolucionó la ínfima ciudad de Sáenz Peña, Chaco: era 1983, eran los días en que Alfonsín asumía la presidencia y todo el país festejaba, mientras a María Luisa la violaban y estrangulaban, la dejaban flotando como una Ofelia obrera en una represa cercana a un basural. Y, por último, buscando en Villa María, Córdoba, a quienes pudieran contarle sobre Sarita, esa chica de veinte años que trabajaba como prostituta para mantener madre, hermana e hijo y un día de 1988 desapareció sin dejar rastros, probablemente vendida a una red de trata. Su madre todavía la sigue buscando: un año después de su desaparición le dieron un “atadito de huesos” que resultaron ser los de otra chica: la cuarta muerta del libro, una NN que funciona como símbolo de esas decenas de mujeres cuya historia violenta se desliza entre los pliegues del relato.
Así se hilvanan, tras las historias de Andrea, María Luisa, Sara, chicas violadas en caminos de tierra, chicas secuestradas por un grupito de amigos un sábado por la noche camino al baile del pueblo, chicas de doce años comiendo un sandwich en una terminal mientras un hombre de cuarenta –no su padre, no su tío– ya pagó con esa comida al paso lo que vendrá luego, nenas miradas con lascivia en una noche inflamada de Carnaval, mujeres a quienes todos sabían que sus maridos les pegaban o les administraban el sueldo o las mandaban a prostituirse o les prohibían los labios pintados, los tacos altos. “No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando –escribe Almada–. Anécdotas que no habían terminado con la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio.” Estas historias van puntuando, como mojones en el camino, las tres historias principales que se entremezclan, y van armando el clima enrarecido del libro.
Chicas muertas está cinchado por un fuerte lazo poético: desde el epígrafe, un fragmento del famoso poema de Susana Thénon (“... esa mujer ¿por qué grita?/ andá a saber/ mirá que flores bonitas”), hasta la inclusión del personaje de La Señora: una tarotista que la narradora consulta para preguntarle sobre Andrea y María Luisa y Sara, y que es clave en el texto para articular su propia voz, deslizando lo que desde la no ficción no puede afirmarse en torno de las hipótesis sobre qué pasó con ellas. Un recurso tomado de la realidad de la investigación –efectivamente la tarotista existe, y la escritora la consultó– que funciona como una voz poética que le permite construir a la narradora como personaje de La Huesera, esa leyenda sobre una mujer que vuelve a la vida a un animal a partir de sus huesos: “Tal vez ésa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir”, le dice la tarotista.
“Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ellas y de miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Sólo una cuestión de suerte”, escribe Almada en el epílogo. Lejos de la crónica policial, ésta es una historia íntima, una suerte de negativo de la autobiografía de una mujer joven mirando a otras mujeres jóvenes, y cómo todas son vistas desde una sociedad –no sólo la del imaginario rural– donde la misoginia y la violencia contra ellas es aún hoy cosa de todos los días: el racconto de la decena de mujeres asesinadas en lo que va de este año, y que Almada enumera también en el epílogo de Chicas muertas, habla por sí mismo.
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