Soñar con un número, jugar y pegarla: he ahí la base de la quiniela y de la suerte. Pero no todo es tan sencillo. El origen napolitano del juego que vino a replantear los sentidos de las cifras, los dibujos y figuras que acompañan a los números vuelven todo más misterioso, hermético y atractivo. Dibujante, amante de la tinta china y la cultura popular, Lorenzo Amengual ilustra la imperdible Cábala criolla que acaba de publicar la Universidad Nacional de Quilmes.
› Por Angel Berlanga
“En Buenos Aires hay cien nombres que, al igual que un cuchillo, pueden perder o salvar a un hombre para siempre. Los necesitó el juego para existir. Nacidos clandestinos, cada uno de ellos esconde un número. Bautizados en el conventillo inmigrante e incorporados al hablar del hampa, se impregnaron del olor dulzón del anís prostibulario y el rancio de las fondas.” Eso escribió en 1990 Lorenzo Amengual, cuando se largó a dibujar el centenar de figuras, nombres, signos que cifran los números de la quiniela. Por entonces pasaba una temporada en Berlín, donde vive parte de su familia. Había avanzado bastante en el trabajo cuando supo de la raíz napolitana: “Ahí la cosa se puso interesante, porque me di cuenta de que algo en lo que yo creía era falso –dice–. La quiniela no es de acá, viene de Nápoles. Cuando la dibujé, por otra parte, les di un sentido a los números muy distinto al que le dan los napolitanos. Con ‘La mesa’ (97), por ejemplo, yo hice como un tablero de ajedrez, casi de película de Bergman, y para ellos es ‘la mesa servida’, una mesa de alegría, con vino y comida, no de angustia. Con ‘La carne’ (49) yo santifiqué un asado, y para ellos es la mujer en el sentido sexual. También me enteré de cambios que se introdujeron acá, con esta cosa moralizadora de la revolución del ’30: ‘El peine’ (27), por ejemplo, antes era ‘el pene’, le pusieron una i en el medio. Los napolitanos también tienen un número equivalente, pero con una metáfora maravillosa: ‘El padre de la criatura’”.
Amengual, que terminó la serie y la expuso en 2008, reunió ahora el centenar de ilustraciones para componer Cábala criolla. Imágenes para interpretar los sueños, doblegar la suerte y vencer el azar, un volumen que publica la Universidad Nacional de Quilmes que contiene, además, a la par de cada dibujo, versos de canciones populares (tangos, en su gran mayoría) que aluden más o menos directamente al significado de cada número. Amengual explica que, adicionalmente, cada uno de los cien números tiene a la vez varias interpretaciones secundarias posibles. “Porque el sistema adivinatorio es delirante, abierto y muy complejo –dice–. Si no fuera así, enseguida te darías cuenta de que es falso. ‘El gato’, por ejemplo, el 5, tiene como figuras secundarias ‘nube’, ‘mano’, ‘escoba’, ‘abrazo de padre’, ‘sepultura’, ‘dominó’, ‘terreno’ y ‘cocina’. Hay 540 figuras en total, y las dibujé a todas: pensaba ponerlas al costado de las principales, en las páginas impares, pero después pensé que eso iba a hacer perder lo lindo que tienen las ilustraciones principales, que fueron hechas como unidades. Así que se me ocurrió acompañar cada número con alguna estrofa.”
Casi todas las ilustraciones fueron hechas con la técnica de esgrafiado. “Tinta china negra sobre cartulina enyesada blanca, luego rascada con un punzón o configuradas directamente, rascadas en cartulina enyesada negra”, escribe Amengual en una nota al lector. “Es muy poco común –dice–. Pero a mí me queda cómoda y me gusta hacerla. A los dibujantes nos pasa que, a veces, piensa más rápido la mano que la cabeza, cosa que puede ser buena en algunos casos pero no siempre: en términos musicales, es como que terminás haciendo acordes que ya hiciste, conocidos, aquí y allá. Trato de reflexionar, y esta técnica, al ser más mediatizada, con mucho boceto, menos directa, permite pensar. Además me siento muy cómodo en el blanco y negro y con ser lo que soy, un gráfico. Yo jamás he pintado, y creo que no sabría cómo hacerlo. Mi sensibilidad va para el lado de las tintas.” La técnica, los abordajes, las temáticas, cierto sesgo caricaturesco, enfoque y humor remiten a lo popular. “Soy bastante observador de fenómenos que andan dando vueltas, y me apoyo en ellos para armar mi obra –dice Amengual–. Mi imaginación siempre tiene un anclaje en una frase, en algo que veo, en una reflexión sobre el oficio. Podría señalar en qué estaba pensando cuando hacía varios de esos dibujos; me gusta uno que se llama ‘La inundación’ (62), por ejemplo: ahí pensaba en Berni. Hay muchas citas: con ‘El pan’ (50) estaba pensando en los grabadores del pueblo, los del PC, que tenían ese tipo de imaginario”. En ‘El niño’ (02) dibujé a uno aspirando pegamento (de fondo, los zapatos y el pantalón de un caballero trajeado); ‘El caballo’ (24) aparece algo huesudo, tirando de un carro atestado de bolsas y tablas. ‘La sorpresa’ (72) surgió de una noticia: el hallazgo, en plena época del corralito, de un recién nacido en una bolsa de basura. ‘El incendio’ (08) es el accidente aéreo en el que murió Gardel. ‘El vino’ (45) caricaturiza a Brascó, que sostiene una copa en una mano y un sacacorchos en la otra, los pies dentro de una cuba. Tenía una copia ensobrada para dársela, pero no alcancé a hacerlo”, dice Amengual.
“Tuve mis 15 minutos de fama en los ’70, pero en los ’80 se me acabó el humor”, dice Amengual, que publicaba en revistas como Hortensia o Mengano (fue un referente para Fontanarrosa, por ejemplo). Nació en Marcos Juárez, Córdoba, y empezó a estudiar dibujo a los ocho, en Villa María: ayer cumplió 75. En 2008 publicó un libro que rescata la obra del ilustrador Alejandro Sirio, hasta entonces dispersa y bastante olvidada. Amengual es arquitecto, pero nunca ejerció estrictamente como tal, y siempre trabajó de diseñador gráfico y en imprentas. “Hice posgrados en un montón de porquerías, tengo una pata en la modernidad y otra en la posmodernidad, no puedo dejar de registrar de forma irracional lo racional”, dice. La quiniela y su raíz napolitana, la smorfia: “Es un término que viene de Morfeo, de los sueños –explica–. Viene de una antigua tradición que guía al soñador para interpretar lo que soñó. Pero en Italia, smorfia significa mueca. Y eso, acá, por esas cosas de la inmigración, derivó en ‘morfar’, en ‘morfi’. Enrique Santos Discépolo, que era hijo de un napolitano, la incluye en ‘Yira, yira’: ‘Cuando rajés los tamangos/ buscando ese mango/ que te haga morfar’”.
Momento de preguntar, pues, por batacazos, números favoritos, rachas, señales. “No he jugado un número a la quiniela en toda mi vida”, echa Amengual su balde de agua fría. Mala suerte. Pero ahí está el libro, como para seguir buscando pistas.
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