Adolfo Bioy Casares fue parte del corazón de la literatura argentina del siglo XX, llevando adelante una obra que desde La invención de Morel abrió caminos imaginativos nunca transitados hasta entonces, permitiéndose una libertad narrativa que cimentó en novelas y cuentos que le valieron el Premio Cervantes en 1990 y el reconocimiento internacional. Muchas veces considerado a la sombra de Borges, su gran amigo, fue parte de los grandes mitos de la elite, casado con Silvina, la menor de las hermanas Ocampo. A cien años de su nacimiento –el 15 de septiembre de 1914–, Radar le rinde homenaje con un necesario y cada vez más justo regreso a Bioy.
› Por Fernando Bogado
En términos de literatura argentina, la modestia parece ser la moneda corriente de los mejores escritores que han tenido estas pampas –terriblemente urbanizadas, si viene al caso–. Hay ejemplos que son evidentes: a José Hernández se lo comió Martín Fierro, hasta el punto de que el poema circula como una obra dictada por el ser mismo de lo argentino antes que por un político que tenía la clara intención de denunciar la administración tanto de Mitre como de Sarmiento a través de un panfleto rimado rápidamente entendible por la masa. La observación no es original: Jorge Luis Borges, cultor también de la modestia, cuando no del pudor criollo, insistió con esta idea de la invisibilidad necesaria de Hernández en más de un prólogo, mofándose inclusive de lo escueto que sería armar una biografía de don José. No podemos decir que de Adolfo Bioy Casares no se pueda decir nada, o que su biografía ocupe más o menos la misma cantidad de escuetas líneas que la de Hernández, pero sí podemos sostener que durante mucho tiempo su figura se ha visto opacada por la recepción y trascendencia que ha tenido la obra de su amigo y colega íntimo por sobre la suya. Podríamos decir que su modestia es tanto una elección personal, un acto de prudencia propio de la vocación literaria, como la más clara consecuencia de esa posición subalterna impuesta por el actual canon nacional.
La propia historia de escritor de Bioy parece alterarse tras el encuentro con Borges, un poeta que, al momento de verse por primera vez en la casa de Victoria Ocampo, en 1931, ya carga con el título de “ilustre”. En su haber, el joven Borges tenía algunos textos fundamentales de su producción –los poemarios Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín– y otros libros que luego negaría: Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza. También Evaristo Carriego. Bioy se vería desbordado por alguien que sabía que lo que hacía estaba bien, alguien que manejaba de manera medida todo un arsenal retórico no sólo para escribir, sino para expresar sus opiniones en el diálogo corriente, un verdadero estratega de la palabra: un escritor paciente. No por nada la figura retórica preponderante tanto en los diálogos como en la narrativa de Borges es el epigrama, figura que consiste en expresar con justeza y elegancia un pensamiento. Digamos, una forma definitiva de cerrar cualquier tipo de discusión. De ese primer encuentro, de esa primera conversación recuperada tiempo después en un artículo y luego en diversos libros memorísticos, Bioy recuerda la manera implacable en que, con una sola pregunta, todas las aspiraciones literarias de Adolfito cambiarían para siempre: “¿A quién admirás, en este siglo o en cualquier otro?”, pregunta Borges, y espera. El joven Bioy da una serie de nombres usuales para lo que en el momento se consideraba literatura de avanzada, como Gabriel Miró o Joyce: elípticos, fragmentarios, vanguardistas. Borges remata, epigramático, con respecto a Joyce y a tantos otros nombres con los que los jóvenes se llenaban la boca: “Claro. Es una intención, un acto de fe, una promesa. La promesa de que les gustará cuando lo lean”.
De las obras previas al conocimiento de Borges, nos quedan algunas referencias que Bioy hacía cada tanto para explicar los motivos de su lograda paciencia frente a la escritura de una obra literaria: Prólogo (1929), corregido por su padre, Adolfo Bioy; 17 disparos contra lo porvenir (1933), Caos (1934), La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno (1935), La estatua casera (1936) y Luis Greve, muerto (1937). Sobre el final de esta lista, en 1935, ambos comienzan una colaboración literaria antológica disparada por la redacción en conjunto de un ya legendario folleto de La Martona dedicado a ensalzar las bondades de la leche cuajada. En ese proceso de escritura aparecen los argumentos de varias historias por venir, como las firmadas por H. Bustos Domecq. La invención de Morel aparece cinco años después de la creación oficial de esta sociedad de escritores: si el primer Bioy se reconocía como admirador de la prosa explosiva de los escritores de entreguerras, en esta breve novela lo que tenemos es un estilo mucho más cercano al de Borges, medido, puntilloso, tratando de evitar todo patetismo y concentrado en presentar una “trama perfecta”, tal como declara el prólogo de su amigo, para muchos críticos, mejor que toda la novela. Y es que en esa obra ya se mostraba el complejo ordenamiento de la obra de ambos: lo que a Bioy le costaba varias páginas resolver, Borges (epigramático) lo liquidaba en tres, repaso de la literatura occidental mediante. Pero la victoria de Bioy fue precisamente ser un poco más farragoso que Borges: por la extensión, tenía que concentrarse más en los aspectos psicológicos, pasionales de los personajes, los cuales se ven comprometidos en una historia romántica, por caso, ya presente en La invención de Morel con el drama de Faustine y el narrador tratando de concretar un amor imposible. Ese componente sentimental, patético, al propio Borges le hubiese resultado inabordable.
Tras el fallecimiento de Borges, en 1986, la obra de Bioy Casares comenzó a despegarse lentamente de la sombra de su amigo para comenzar a tomar vuelo propio. Bajo el eufemismo de “el mejor de los escritores argentinos vivientes” (sic), se volvió a leer su narrativa y a sopesar su aporte a las letras nacionales. Y es que, aunque invisible, la prosa de Bioy se soltó de las ataduras borgeanas que todavía lo restringían en La invención de Morel y comenzó a desarrollar un estilo singular, patente en sus mejores obras, como El sueño de los héroes (1954), Dormir al sol (1973) o Aventuras de un fotógrafo en La Plata (1985). Es, sobre todo, en la primera de estas novelas en donde se empieza a notar el oído que tiene para el diálogo cotidiano, para incluir el tono de lo rutinario y sacar de él los elementos necesarios para la trama maravillosa. El cenit de esa captura, de esa atención por el uso de las palabras, llegaría con el increíble Diccionario del argentino exquisito, editado por primera vez en 1971 y cuya versión final vio la luz en 1998, un reservorio de voces entre cotidianas y alucinantes.
Toda esa nueva atención que su nombre empezaba a recibir culminaría en el Premio Cervantes de 1990, galardón que también sirvió para que ocupara nuevamente un lugar en la prensa escrita y televisada y para que más de un flamante escritor se pronunciara a favor de su estilo y, sobre todo, de su modo de encarar la escritura. Rodrigo Fresán, por caso, en varias entrevistas de los primeros años de los ’90, aseguraba que la prosa de Bioy era alegre, liviana, y que eso era un modelo alternativo a la figura del escritor triste y melancólico que ve en la escritura un acto de sufrimiento (Sabato, bah).
Fallecido Bioy en 1999, su obra estaría signada nuevamente por el fantasma Borges ahora que ambos ocupaban la misma condición de dos-grandes-escritores-argentinos-muertos. Relegado a ser apenas un nombre dentro del inmóvil canon de secundario, La invención de Morel pasaría a ser su obra más renombrada tanto por ser leída en las escuelas de nivel medio como por aparecer como referencia geek en más de una serie de culto masivo (permitámonos el oxímoron): el personaje de Sawyer de Lost leyendo esta novela de Bioy en algún que otro capítulo tuvo su anecdótica pequeña cuota en el embalsamamiento de la obra del escritor.
El punto más alto de esta paulatina desaparición / reaparición es tal vez la edición de fragmentos de su diario personal aparecidos con el elocuente título de Borges, como si todo lo que importara de la propia intimidad de su diario fuera la mención de las ocurrencias de un Jorge Luis desatado, que mezcla insultos y oscuras intenciones con sentencias lapidarias (y formidables, y exquisitas: un notable placer culposo de cualquier lector). Seis años después por fin vería la luz la edición que Bioy Casares se merecía, con la aparición del primer tomo de sus Obras completas en Emecé, todo al cuidado de Daniel Martino.
Feliz, simpática, satírica, irónica, ligera, la prosa de Adolfo Bioy Casares parece dueña de esa risa que celebra el ingenio verbal y que se entrega a las más diversas ficciones con el objetivo de participar de un juego intelectual. Bioy Casares es un auténtico dandy literario, cultor de una lengua (letalmente) fina, inventor de tramas pero, a diferencia de Borges, abierto a lo expresivo, a lo intempestivo (¿herencia de ese gusto inicial por la vanguardia?). Frente al modelo parco, pero también frente a la idea de que el escritor no puede tener una vida aventurera –en todos los sentidos del término, sentidos que Bioy supo explorar–, la obra y la figura de Adolfo Bioy Casares tal vez está a punto de conocer su momento de mayor gloria, leído completo, sin sombras que se proyecten y con el grado justo de autonomía e independencia que su obra se merece. Modestia aparte, claro.
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