› Por Alan Pauls
En una antología de citas publicada a fines de los ’80, uno de esos libros razonados, alfabéticos, que matan al escritor más vital, un apartado enumeraba, bajo el título “Bioy y el cine”, las preferencias cinematográficas del autor de El sueño de los héroes. La lista, elaborada a partir de papeles privados y declaraciones a la prensa, era tan ecléctica como sus fuentes. Incluía, entre otros, los films Nuestra hospitalidad (Buster Keaton) y La diva del teléfono blanco (Dino Risi), La fiesta de Babette (Gabriel Axel) y Ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel), Los últimos días de Oblomov (Nikita Mijalkov) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar), Vivir al revés (Alain Jessua) y La rodilla de Clara (Eric Rohmer), “algún film de Lubitsch” y Furtivos (José Luis Borau), Senso (Luchino Visconti) y El último deber (Hal Ashby).
En la nómina confraternizan clásicos y novedades, obras académicas y osadías, pecados de juventud y furores de moda, cine industrial y films de autor, éxitos de boletería y obras maestras desconocidas, comedias y melodramas, piezas únicas y bodrios en serie, talento sublime e indigencia sin remedio. Como el ABC de Adolfo Bioy Casares reclutaba títulos, no argumentaciones, no hay modo de saber en virtud de qué lógica, en la pantalla mental de Bioy, Visconti se codeaba sin mosquear con Luigi Magni, Rohmer se resignaba a la compañía de Jessua y Buñuel toleraba a Ettore Scola. Puede que Bioy, en el fondo, no tuviera nada que argumentar y que, obligado a hacerlo, se hubiera limitado a encoger los hombros y suspirar un “qué se le va a hacer”, signo de esa mezcla de indolencia y culpa simulada con que los espectadores comunes, acorralados por los que se jactan de no serlo, confiesan que hacen las cosas sin ninguna razón especial, porque sí. Pero ¿es posible que Bioy fuera un espectador común? ¿Es posible que el autor de La invención de Morel no tuviera criterio cinematográfico?
¿Y por qué no? ¿Qué criterio podía tener un escritor que era puro gusto; es decir, en más de un sentido, pura indiferencia? Bioy inventó el invento de Morel –una máquina, un mundo, un mundo fuera del mundo– y después se acostó a descansar, como quien extenúa de un saque todas las posibilidades de la excepción. Siguió escribiendo, pero ya no interesado por la excepción sino por el lugar común. Y se convirtió en eso: un erudito de lo baladí (un título que Cortázar quiso discutirle en Los premios, aunque sin éxito). Alguien que no piensa renunciar por nada del mundo a la fluidez, la facilidad, la naturalidad líquida con la que se deslizan las cosas y los seres y los hechos sin relieve. Y “por nada del mundo” quiere decir: por ningún criterio particular. De ahí, sin duda, su defensa de la posición del espectador común. De ahí, también, que Bioy –una vez más– no fuera Borges. Borges era puro criterio, incluso –o sobre todo– cuando elegía lo peor. Como todos los perversos, sabía muy bien lo que quería: Von Sternberg, el cine de gangsters, el western. Es decir, la épica, pero ante todo la narratividad compulsiva del medio, el cine como ese imaginario de masas en el que narrar aparece por fin como una fuerza desnuda, soberana. Era imposible que el Bioy despreocupado, intermitente, general, irresponsable –el Bioy mandarín de lo banal–, comulgara con semejante sistema de escrúpulos y obligaciones.
No es la aplicación de un dogma lo que ofrece el parnaso cinematográfico de Bioy: son las secuelas erráticas de accidentes irregulares. El emporio de la contingencia. Bioy citó a Luigi Magni porque le gustó una furtiva actriz secundaria de la película; a Oblomov porque en su abrigada pereza rusa vio retratada su propia indolencia; a Laurel & Hardy por la regocijante inocuidad de sus chambonadas; a Rohmer por el sex appeal de sus muchachas en flor; a Maurice Dugowson (¡Maurice Dugowson!) porque esa tarde las butacas y la calefacción le resultaron particularmente amigables; a los hermanos Taviani porque los aprovechó para besuquear a la señorita que lo acompañaba; a Lindsay Anderson porque...
Pero ¿qué importa por qué? El mandarín de lo banal es un hedonista, y al hedonismo la congruencia lo tiene sin cuidado. Incluso la que establece el gusto. Por eso Bioy no tuvo un gusto sino muchos, fiel a ese donjuanismo que no se contentaba sólo con regir su política amorosa. No lo atrajeron las categorías –como a Borges– sino los particularismos, esa constelación de casualidades que arma, de golpe, el aura de una experiencia de placer: una imagen en una pantalla, sí, pero también la sensación afelpada que la alfombra de la sala comunica a la planta de los pies, las estrellitas falsas que han pintado en el techo, la hora en que decide enterrarse en la oscuridad de un cine, el perfil lascivo descubierto una o dos filas más adelante, los apellidos graciosos, tan argentinos, que saltan a la vista en el programa de mano, el ánimo con el que sale a la calle...
La relación que Bioy tenía con el cine era vulgar, relajada, completamente inespecífica. Iba al cine igual que Emilio Gauna, el personaje de El sueño de los héroes, con su novia Clara: como quien mordisquea sin mayor atención el snack particularmente satisfactorio que el mundo pone al alcance de sus habitantes para tirarse a descansar un rato. Así iba. Pero ¿cómo salía? Porque esa displicencia de espectador común, contraria a la actitud principista de Borges, no lo ponía en una posición de seguridad. Antes que inmunizarlo, lo volvía débil, vulnerable, como si el snack, después de un rato, empezara a producir un extraño efecto secundario. Para el costumbrista sin freno que era Bioy, el cine era básicamente algo que desteñía: una experiencia sensible, extremadamente detallada, capaz de contagiar al espectador dichas y pesadumbres muy remotas. El sueño de los héroes: “Gauna salió con una sensación de recogimiento y de repugnancia que ni siquiera el regreso al mundo de afuera y la aspiración del aire de la noche atenuaron. Con vergüenza comprobó que estaba asustado. Le parecía que todo, repentinamente, se había contaminado de penas y de infelicidades y que no podía esperarse nada bueno”. Para Bioy, el cine no es un arte; es una fenomenología anímica.
¿Por qué esa experiencia es básicamente de desdicha? ¿Por qué salir del cine, en Bioy, siempre es exponerse al desamparo de una noche doble? El mismo Bioy arriesgó una respuesta: “Las películas y los recuerdos se combinan con la nostalgia admirablemente, como si fueran del mismo material”, dijo una vez. “Siento que el cine tiene un fondo parecido a la memoria”, dijo otra vez. Son las respuestas comunes del espectador común que era Bioy, apenas condimentadas con una pizca de sofisticación. Y el tipo de ideas sobre el cine y la fenomenología cinematográfica que exige su obra, tan atravesada por la experiencia de la pérdida y la desaparición. El cine hace algo con el tiempo; sin duda lo hace pasar, pero también lo anticipa, lo acelera y lo archiva. Gauna lee en una película que ve, titulada El amor nunca muere, un comentario oblicuo sobre la insatisfacción de su propia vida, como si las imágenes fueran notas al pie de su insignificante destino sentimental. Pero la película lo afecta en tres sentidos al mismo tiempo: es contemporánea de su presente (le muestra lo que le está pasando); es profética (le muestra lo que le va a pasar); es histórica (le muestra que todo lo que le está pasando y le va a pasar ya ha pasado, ya es pasado, ya tiene la palabra fin inscripta en alguna parte). He ahí el quijotismo potenciado, la formidable capacidad de bovarización que Bioy nunca deja de reconocerle al cine, punto clave de su fenomenología anímica: para el espectador común (Alonso Quijano, Emma Bovary, Emilio Gauna, Bioy mismo), el cine es reflejo, oráculo y archivo, todo al mismo tiempo y en un solo tiempo, el presente puro de la proyección. Así, la experiencia del cine, de ir al cine pero también, y sobre todo, de salir de él, es la experiencia misma de la nostalgia. El que sale del cine es el que regresa del más allá; ha visto desfilar toda su vida delante de sus ojos, como dicen que sucede en el instante antes de morir, y ya no tiene lugar en este mundo.
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