› Por Mariana Enriquez
Bioy se casó con Silvina Ocampo en 1940, el mismo año en que publicó La invención de Morel. Llevaba varios años dando tropiezos con novelas fallidas que nunca quiso reeditar y también llevaba años en pareja con la menor de las Ocampo: convivían en la estancia de los Bioy en Pardo, Las Flores, la estancia Rincón Viejo, donde Silvina también escribió su primer libro de cuentos, Viaje olvidado, publicado en 1937, y donde empezaron las colaboraciones de Bioy y Borges.
El casamiento fue repentino, sin fiesta ni luna de miel ni el evento social previsible teniendo en cuenta los apellidos de los novios. Borges fue uno de los testigos; Silvina mandó dos telegramas para anunciar la boda: a Pepe Bianco, su amigo, le escribió uno juguetón: “Beaucoup de mairie, beaucoup d’église. Don’t tell anybody. What verano”. A sus hermanas Victoria, Francisca y Rosa les mandó uno conjunto que decía: “Caséme con Adolfito. Besos. Silvina”. Ella le llevaba once años a Bioy y el romance estaba adornado de muchos rumores. El más jugoso había sido maliciosamente paladeado en los salones de Buenos Aires gracias a la filosa lengua del dandy Arturito Alvarez: él diseminó que Marta Casares, madre de Bioy, estaba enamorada de Silvina y para tenerla cerca con una excusa verosímil, promovió que su hijo se casara con ella. Por supuesto, ni Bioy ni Silvina jamás se refirieron a este chisme. Pero sí hablaron varias veces de su primer encuentro con mucho candor, especialmente Bioy, que en el documental para televisión Las dependencias (1999) le contaba a la directora Lucrecia Martel: “Mi madre y mi padre eran amigos de las Ocampo y yo las conocí a todas menos a Silvina. Mi madre me dijo: ‘Tenés que conocerla porque es la más inteligente de las Ocampo’. Silvina vivía en el departamento de la calle Posadas con su madre. En cuanto la vi a Silvina me enamoré. Fue un flechazo. Ella tenía un estudio de pintura en el piso superior y me invitó a subir para hablar más tranquilos. Yo me sentía tan atraído por ella que, sin haber cambiado muchas palabras, allí mismo en el ascensor la abracé y la besé. Me aceptó desde ese momento. Lo que fue un gran disgusto para mis padres, que me querían casado con una señorita de mi misma edad o un poco menor, Silvina era mayor que yo. Lloraron y todo, pero después se les pasó el disgusto y se hicieron amigos de Silvina”.
Desde entonces, desde ese casamiento tardío y modesto, se los conoció como “los Bioy”, una entidad de dos cabezas en la que él era la amabilidad, la corrección, el talento inteligente y Silvina la extravagancia, la gracia, la literatura riesgosa. Vivieron la mayor parte de sus vidas adultas en el magnífico departamento de la calle Posadas que, en los últimos años, estaba atacado de humedad y acumulación. Pasaban los veranos en Villa Silvina, la casa de Mar del Plata, justo enfrente a la de Victoria Ocampo. Eran rutinarios, austeros, discretos. No hacían fiestas ni daban grandes comidas: apenas invitaban, por la noche, a pequeños seleccionados de amigos que casi siempre incluían a Borges. Viajaban poco y, como pareja, siempre en barco: Silvina Ocampo nunca se subió a un avión. Se acostaban temprano: a Bioy lo deprimía trasnochar. Iban al cine. Sus comidas eran como de hospital: parcas, hervidas y sin sabor. Algunas famosa y espectacularmente desabridas, cuando no imposibles de tragar.
Se sabe que fue Silvina quien empujó a Bioy hacia la literatura cuando él casi se había dado por vencido después de tantos intentos flojos; fue Bioy quien, después de elogiarle el poema “Enumeración de la patria” convenció a Silvina de dejar la pintura y dedicarse a escribir. Escribieron muy poco en colaboración, sin embargo: seleccionaron juntos –con Borges– la Antología de la literatura fantástica (1940) y la Antología poética argentina, (1941) pero a cuatro manos solamente encararon Los que aman, odian (1946), novela policial de enigma con niño malvado, certera marca ocampiana, incluido. Los que aman, odian se escribió en un par de meses, en Mar del Plata; todos los escenarios del thriller son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena, referencia al Hotel Ostende, las playas por las que andan perezosamente las señoritas protagonistas. Escribe Bioy en el breve prólogo a Los que aman, odian de Emecé: “El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina”. Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie, reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.
Aunque no volvieron a escribir juntos, se leyeron mutuamente durante toda la vida. Bioy era el primer lector de Silvina. Ella decía: “En general, sigo sus observaciones pero a veces, cuando me dice que debería eliminar un pasaje, o contar algo de otro modo, lo dejo tal cual y a menudo tengo razón”. Entre los papeles de Silvina, en sus borradores, hay muchas sugerencias de puño y letra de Bioy; casi siempre son de forma y estilo, casi nunca de contenido. Es cierto que a él lo escandalizaban ciertos cuentos retorcidos de Silvina, pero ella parecía divertirse de su incomprensión. Bioy también confiaba en ella como lectora: “No he abusado de la proximidad de Silvina, pero no he publicado nada sin mostrárselo”, decía. La elogiaba poco, mejor dicho, con medida. Pero cuando lo hacía, era certero: “Silvina escribía como nadie en el sentido de que no se parece a nada de lo escrito y creo que no recibió influencias de ningún escritor. Su obra parece como si se hubiera influido a sí misma”.
Pero no fue su vínculo como escritores el que los hizo famosos y objeto de curiosidad y fascinación: fue la relación vagamente decadente, los murmullos sobre aquella sobrina, Genca, que se llevaron en barco a Europa y fue amante de los dos, la supuesta bisexualidad de Silvina, la reconocida voracidad de Bioy. Fueron los romances de Bioy con amantes desconocidas y famosas, desde Elena Garro hasta María Teresa, una mujer misteriosa que aceptó ser la madre biológica de Marta, la hija de Bioy y Silvina, luego adoptada legalmente. Los amigos vivos de la pareja tienen diferentes opiniones sobre esta intimidad imposible de develar. Para algunos, era una especie de pareja abierta sin rótulo explícito: el propio Bioy contó, después de la muerte de Silvina, que ella también tenía sus romances. Para otros, a Silvina le importaba, pero no mucho: cierta vez, cuentan, encontró a Bioy besándose apasionadamente con una de sus amantes en el departamento de Posadas y le habría dicho, antes de cerrar la puerta: “Adolfito, por favor no tanto”. Y están quienes sostienen que ella sufría mucho, que temía ser abandonada.
El pico de la angustia de Silvina está simbolizado por el sillón que puso junto a la puerta del departamento: ahí se sentaba a esperar el regreso de Bioy, todos los días. A Jovita, su empleada, le decía: “Soy la guardiana de la puerta”. Silvina escribió un poema sobre esas noches de inquietud, “Espera”: “Cruel es la noche y dura cuando aguardo tu vuelta/ al acecho de un paso, el ruido de la puerta/ que se abre, de la llave que agitas en la mano/ cuando espero que llegues y que tardas tanto./”. El soneto “Amor” abre una interpretación en otra dirección, la de un amor menos demandante, más complejo: “Jamás llegar por nada a concederte/ la tediosa y vulgar fidelidad/ de los abandonados que prefieren/ morir por no sufrir, y que no mueren”.
En sus textos autobiográficos, las Memorias de 1994, el diario Descanso de caminantes de 2001, la crónica Unos días en Brasil (reeditada en 2010) y Borges, Bioy Casares siempre se refiere a Silvina Ocampo de forma casual, simpática, doméstica, casi no hay referencias cariñosas o románticas a su mujer. Aunque siempre es afectuoso, nunca escribe como un hombre enamorado. Pero en las Memorias reconoce ese amor a su manera, pudorosa, un tanto oblicua. Escribe: “A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó: ‘Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor’.”
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