Chantal Mouffe es junto al recientemente fallecido Ernesto Laclau, una de las voces más reconocidas de la actual teoría política. En su último libro, Agonística, propone repensar la política y las formas de la democracia, sobre todo en el contexto de las relaciones internacionales, y con una mirada especialmente enfocada en la actualidad de Europa. Mouffe estuvo recientemente en Argentina, donde participó de varios encuentros en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, y en esta entrevista revisa el estado de los debates de filosofía política en plena crisis mundial.
› Por Fernando Bogado
La filosofía y la teoría política de los últimos años (digamos, desde el supuesto “fin de la historia” en adelante) se ha visto dominada por dos perspectivas contrapuestas que conviven en la actualidad, con mayor o menor grado de beligerancia entre una y otra. La primera perspectiva casi parece un no-pensamiento de lo político: bajo la idea de un mundo que por fin ha visto disuelto todo tipo de contraposición entre un extremo u otro, esta primera tendencia asegura que el modelo económico y político de Occidente ha ganado en la Guerra Fría, y que los procesos de globalización desatados luego de la caída del Muro de Berlín no son otra cosa que el cierre concreto de la historia, la culminación de las batallas dadas entre perspectivas opuestas y la lenta pero clara transformación del mundo no-occidental a ese modelo. Bien podemos decir que detrás de los ataques de Estados Unidos a Medio Oriente no hay solamente una burda búsqueda de petróleo, sino también la necesidad cultural de transformar ese distante paraje en una parte más del modelo triunfante. No sólo atestiguaríamos la parodia del supuesto “fin de la historia”, según la lectura del filósofo por antonomasia del neoliberalismo, Francis Fukuyama, sino también la del triunfo del Espíritu Absoluto al verse cumplida por fin su ambiciosa carrera por la autocontemplación. La única diferencia entre lo que decía Hegel y nuestro mundo contemporáneo es que ese triunfo del Espíritu Absoluto ahora significa poner un McDonald’s en Kuwait.
La otra corriente, alejada de estos planteos identificados con la derecha neoconservadora y neoliberal (aunque lo de “neo” parece también otra farsa de este ya viejo pensamiento) ha tenido, a su vez, desde la izquierda, dos formas de repensar el funcionamiento de lo político en el marco histórico posterior a la Guerra Fría. Por un lado, tenemos las propuestas de pensadores como Jürgen Habermas, principal representante de la Teoría Crítica y exponente de la llamada Escuela de Frankfurt en nuestros días. Habermas sostiene un modelo de “democracia deliberativa” en donde, a partir de una organización racional de los argumentos, es posible alcanzar progresivamente un estado de mayor participación ciudadana. El punto central recae sobre el discurso y su rol dentro de la esfera pública: sería entonces posible limitar lo irracional y que los sujetos operen a partir de una racionalidad discursiva mejorada progresivamente. Por el otro, tenemos una propuesta desarrollada a partir del psicoanálisis y las así llamadas corrientes posestructuralistas en filosofía que no busca rechazar el componente irracional de lo humano, sino que trata de ponerlo en perspectiva y entender cuál es su rol dentro del funcionamiento de la política. Los principales representantes de esta corriente, de lo que se ha llamado desde mitad de los ’80 en adelante “post-marxismo”, han sido el filósofo argentino Ernesto Laclau y la filósofa belga Chantal Mouffe.
A partir del ahora clásico libro Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia (1985), Laclau y Mouffe buscaron encontrar una vía dentro del proyecto socialista para evitar rendirse al mandato neoliberal o caer en una perspectiva “deliberativa”, la cual considera al sujeto sólo a partir de su aspecto racional –y termina, en alguna medida, sobrevalorando el modelo democrático europeo–. El punto central ha sido partir de la lectura de pensadores como Jacques Derrida y de psicoanalistas como Jacques Lacan para cruzar sus trabajos con las ideas de nombres clásicos para el pensamiento marxista, como el de Antonio Gramsci. Así, la noción de “hegemonía” se cruza con un planteo ontológico que reconoce la diferencia como el fondo común de la existencia, presentando un marco filosófico coherente para superar, en alguna medida, tanto la tradición deliberativa cercana al neoliberalismo (en el cual todo conflicto puede superarse pacífica y racionalmente en lo público, dejando los sentimientos para el ámbito privado), como el componente utópico del marxismo ortodoxo (que aspira a alcanzar la disolución del Estado y la conquista de una sociedad sin clases).
Con motivo de la organización de un workshop dictado en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, organizado por el Programa de Estudios de la Cultura de esa institución (cuyo primer director fue el propio Ernesto Laclau) y que contó con la participación de Eduardo Rinesi, Ernesto Villanueva, José Fernández Vega y Edgardo Mocca, Chantal Mouffe repasó en un ciclo de cuatro encuentros los postulados principales tanto de su teoría como los temas abordados en su nuevo libro, Agonística. Pensar el mundo políticamente. “En ese libro estoy desarrollando la perspectiva trabajada en los últimos dos libros, En torno a lo político y La paradoja democrática, todo en una nueva dirección que es el estudio de la relevancia de la perspectiva agonista para las relaciones internacionales”, agrega Mouffe. “Los primeros desarrollos de esta perspectiva estuvieron volcados sobre un ámbito regional o nacional, pensando el desarrollo de la democracia en una agrupación política. Ahora lo pienso en el plano de las relaciones internacionales. Por ejemplo, trabajo la idea de un mundo multipolar, criticando la perspectiva del cosmopolitismo, y pienso la cuestión de qué pasa con la democracia en un mundo multipolar. Y eso es clave para entender la dinámica actual de las relaciones internacionales. Quiero decir, habitamos un mundo multipolar: por ejemplo, China, que claramente no sigue los lineamientos de la democracia liberal de Occidente, está jugando un papel importante en la política internacional. Mi idea es ver cómo se puede pensar la democracia en un mundo multipolar a condición de abandonar la idea de que hay un solo modelo de democracia, el modelo occidental, y que la democracia se puede desarrollar de manera diferente en distintos contextos históricos y geográficos.”
Agonística. Pensar el mundo políticamente, recupera nociones centrales de tu pensamiento desde Hegemonía y estrategia socialista. ¿Cómo conviven estas nociones dentro del planteo filosófico actual que presentás?
–Voy a partir de la idea de “hegemonía”, la cual sigue siendo central para entender mi propuesta. Una hegemonía tiene que ver con una serie de prácticas y subjetividades. Una hegemonía es crear una voluntad colectiva, un nosotros. Pero para entender el funcionamiento del concepto de “hegemonía” hay que partir de una perspectiva filosófica ontológica: hay una negatividad radical que no puede ser superada. Eso es lo que he propuesto llamar “lo político”, distinguiéndolo de “la política”, la organización de la coexistencia humana en función de esta negatividad radical. Podemos expresar esto de otra manera: sobre el fondo ontológico de un “ellos” se construye un “nosotros”, cuya articulación es política, pero siempre partimos de una diferencia radical. Es tarea de la política evitar que la relación ellos-nosotros derive en la forma amigo-enemigo propia de un estado de guerra civil. Un proyecto democrático valedero tiene que ser capaz de articular estas diferencias para dirimirlas bajo la perspectiva del adversario político y no del enemigo, sin negar de manera inocente la diferencia ontológica de la cual partimos. Entiendo por “agonismo” esta transformación del antagonismo propio de la vida de los hombres en sociedad en una lucha entre adversarios y no entre enemigos, transformación que reconoce la diferencia ontológica planteada: el hecho de que nunca vamos a ponernos todos de acuerdo, por ejemplo. Y que se apoya en el funcionamiento de las instituciones democráticas. El problema con muchos pensadores es que ellos consideran que si uno admite la idea del antagonismo no hay manera de pensar en democracia. Por ejemplo, Jünger Habermas está negando esa dimensión. Un consenso absolutamente inclusivo no es posible. Hay que encontrar una forma en la que se puede manifestar ese conflicto. Eso es lo que he propuesto llamar el “agonismo”, en definitiva. El agonismo es una forma de transformar al adversario. He criticado mucho la política de consenso al centro: eso no es una lucha agonística. Tener que escoger entre un proyecto de centroizquierda y uno de centroderecha que proponen lo mismo no es una lucha agonista. Aquí no hablo de buscar eliminar al otro, la lucha agonista va a consistir en tratar de realizar una especie de conversión en la subjetividad del adversario, de llevarlos a aceptar, a identificarse con la visión del mundo. Llevarlos a ser parte de ese “nosotros”.
¿Cómo entra en esa perspectiva tu vuelco a repensar el vínculo entre estética y política, uno de los temas abordados en el libro?
–Yo no soy una especialista de estética. Jacques Rancière hace teoría política y estética, ese no es mi caso. Trato de no hablar del arte, pero creo que hay una multiplicidad de prácticas artísticas, de prácticas culturales. Y lo que me interesa es la relación que hay entre prácticas políticas y prácticas culturales, estéticas. Hay una tendencia muy fuerte en Europa en donde la gente está totalmente decepcionada de la política y se vuelca al arte: bueno, no, el objetivo es crear una sinergia entre prácticas de la sociedad civil y propuestas políticas partidarias concretas. Este nuevo estado del capitalismo cognitivo utiliza enormemente formas artísticas, como la publicidad: no hay ninguna diferencia clara entre arte y publicidad. No se puede hacer nada, todo parece recuperado por el capitalismo. Por mi parte, yo creo que es posible la transformación de la subjetividad desde el arte. Siempre existe la posibilidad de transformar, a eso tiene que apuntar la política de izquierda, no sentirse sumergida en un aire de derrota, de que no se puede hacer más. Yo defiendo una pluralidad de posibilidades en el arte, una pluralidad de formas de intervención que hay que reconocer.
¿Cómo trasladar estos planteos a un panorama histórico-político concreto, como, por ejemplo, el de la Unión Europea?
–Algo que no discutí en particular en este seminario es la concepción agonística de la Unión Europea. Me han criticado a veces que mi perspectiva es demasiado limitada a nivel nacional, al estilo de un Estado nación. Aquí demuestro que el mismo aparato conceptual puede aplicarse a la Unión Europea. El punto central de mis trabajos es discutir los lineamientos de una democracia radical, modelo que tienen que discutir con el actual modelo de poder, que es el neoliberalismo. No estoy hablando de ninguna adscripción partidaria específica, sino que estoy pensando la perspectiva de un cambio profundo. En este libro, también discuto el modelo que ha sido llamado del “éxodo”, de la “deserción”, un modelo que ha sido presentado por Michael Hardt y Antonio Negri. A esa perspectiva yo opongo las propuestas que hemos desarrollado con Laclau desde el libro Hegemonía y estrategia socialista, algo que hemos llamado la “guerra de posición”, un término retomado de Antonio Gramsci, digamos, la lucha hegemónica. Los movimientos relativamente recientes ubicados dentro del panorama político europeo y norteamericano tienden a defender la idea de que hay que abandonar las instituciones, tal como hemos visto en las propuestas de los Indignados o de Occupy, perspectiva que hoy en día es importante discutir, porque estas propuestas en particular sostienen que no hay que participar de los partidos, de las instituciones, y que hay que crear algo completamente distinto al lado. Nuestra idea no es ésa: nosotros sostenemos un involucramiento crítico con las instituciones. Hay que meterse y hay que luchar para transformar la hegemonía existente.
En ese sentido, en más de una oportunidad rescataste la experiencia latinoamericana como modelo para repensar la relación entre lucha hegemónica y representatividad en Europa.
–Sí, definitivamente. Además, en varias partes del libro critico el tipo de política de izquierda que es dominante hoy en día en los países europeos, una política que sostiene que hay que aceptar las instituciones tal como están. A partir de eso no hay una posibilidad de pensar cómo se puede transformar la hegemonía neoliberal. Se piensa que si uno no sigue ese modelo, automáticamente uno se pone por fuera de la lucha democrática. O sea, para participar democráticamente, hay que aceptar esas instituciones de la manera en que están. En Agonística, trato de meditar en torno de las experiencias de los gobiernos populistas de América del Sur, hago referencia al kirchnerismo, y retomo eso para pensar que en realidad hay una posibilidad de transformar profundamente las relaciones de poder y para mí las experiencias latinoamericanas son justamente un ejemplo de lo que yo llamo la “guerra de posición”, esto que he mencionado como un involucrarse críticamente con las instituciones. Hay que meterse para transformar las instituciones, eso se puede. Hay que articular la lucha parlamentaria con los movimientos sociales. Hay una crisis en Europa de la representación, pero el planteo es incorrecto. No hay que abandonar la representación política, hay que crear una forma más representativa. En movimientos como los Indignados se sostiene esta idea de que la gente tiene voto pero no tiene voz. Si se presentan dos propuestas políticas, una de centroizquierda y otra de centroderecha, y las dos son básicamente iguales, se va a propagar esta idea de que hay voto pero no voz, porque no se van a poder cambiar, modificar, las condiciones impuestas por el planteo neoliberal. Lo importante de la lucha agonista es que tiene que ofrecer varias posibilidades para poder articular estos movimientos populares con las propuestas políticas. Tiene que haber una sinergia entre movimientos y partidos. La experiencia de América del Sur es un buen ejemplo para pensar la manera en que estos dos extremos pueden trabajar en conjunto.
¿Cómo ves la relación de esas crisis de representatividad con la emergencia de las nuevas tecnologías de comunicación, algo que se piensa como la posibilidad de una democracia directa sin que exista la mediación de una figura política?
–Yo, en realidad, creo que se ha hablado mucho de las nuevas formas de democracia directa a partir de los avances tecnológicos, pero eso es muy ambivalente. Sabemos que en la mayoría de los países los medios defienden el statu quo, y la posibilidad de poder comunicar sin tener que pasar por eso es muy importante para pensar el desarrollo de un proyecto determinado. Pero eso por sí mismo no va a crear un proyecto contrahegemónico. Me parece que la organización, la forma partido, la forma movimiento, es el punto central para modificar las instituciones. En Europa, hoy en día, ese tipo de política puede ser posible: el mejor ejemplo que se me ocurre ahora es el partido Syriza en Grecia, quienes trabajan con el movimiento social y tienen realmente una propuesta de transformación hegemónica. Hay otros ejemplos, desgraciadamente, no tan exitosos, como por ejemplo el caso del Front de Gauche en Francia. Uno de los casos más interesantes, más novedosos, es el caso de Podemos, en España. Una gran parte de los Indignados se ha dado cuenta de que hay que repensar la estrategia. Haber participado de las elecciones europeas me parece ya un cambio bastante radical con respecto a los planteos iniciales del movimiento. Los nuevos medios de comunicación pueden jugar un papel importante, pero esa idea de que uno pueda organizar y pensar un tipo de democracia completamente directa, distinta, sobre la base de esas tecnologías, bueno, yo no creo en eso para nada.
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