Unos héroes de historieta acuden al entierro de su autor y sólo un chico que trabaja en el cementerio se percata de semejante suceso. A partir de ahí, Marcelo Figueras propone en El rey de los espinos un camino de aventuras múltiples: no sólo un ambicioso relato en busca de sus lectores jóvenes, sino también una reflexión sobre el destino de las ficciones populares. En esta entrevista, Figueras habla acerca de lo que considera una división internacional del trabajo cultural y sobre la relación entre la infancia, la literatura, los géneros y los superhéroes.
› Por Fernando Bogado
Hay una regla de la ficción que cada escritor interpreta a su manera. Y lo curioso es que, si vamos a fondo, todos la interpretan casi de la misma manera, la diferencia sólo es una cuestión de contextos de lectura, de crítica, de recepción. Se pueden oponer a Walsh y a Borges, casi al estilo de un Boca-River, pero los dos afrontan, en sus ficciones, una forma de lidiar con el mundo que les tocó vivir. En el caso de Borges, lo notamos, sobre todo, en sus cuentos antiperonistas (como “La fiesta del monstruo”, escrito junto a Adolfo Bioy Casares, o “El simulacro”) o, inclusive, en sus relatos de tinte más fantástico: ¿no es “El aleph” una muy soterrada crítica a un estilo de escritura triunfante en sus tiempos, estilo representado por el infame Carlos Argentino Daneri y ese extenso, barroco y denso poema que busca escribir y colocar en el mercado de la crítica otorgadora de premios? En Walsh, ese funcionamiento mediador de la ficción aparece un poco invisibilizado, a grandes rasgos, si nos quedamos con la manera en que se han leído alguna de sus obras, como Operación Masacre o ¿Quién mató a Rosendo?, pero aun así esas obras son “ficciones” o recurren a herramientas ficcionales que tratan de pensar su contexto histórico, la situación tanto de la política o del arte en el momento en que le tocó vivir a Walsh. Recordemos el prólogo de Operación Masacre: Walsh aparece como alguien que sólo quiere jugar al ajedrez y dedicarse a lo que le gusta, la literatura policial, pero no puede dejar de pensar en el hecho de que, entre otras cosas, escuchó, pegado a la persiana, a un conscripto morirse diciendo “no me dejen solo, hijos de puta”. La realidad siempre termina tirando un piedrazo por la ventana de la ficción.
En El rey de los espinos, Marcelo Figueras comienza a interpretar la regla de la ficción exactamente al revés: no es la realidad la que golpea las puertas de la ficción, sino la ficción la que se mete de un piedrazo en la realidad. Milo, el protagonista, es un adolescente hijo de las crisis nacionales, quien en la Buenos Aires de 2019 tiene uno de los más pesados y descarnados trabajos que se pueda imaginar: es enterrador en el cementerio de San Fernando. Milo pasa sus días en el trabajo que le dejó su padre, don Maciel, metido en el nebuloso mundo de la bebida luego de la muerte de su mujer, mientras trata, como puede, de mantener su escolaridad, ayudado, claro, por los profesores y por su inseparable amigo el Baba, cuya situación económica es apenas un poquito mejor que la de Milo (pero no tanto). Ambos recurren a lo mismo para alejarse un poco de ese mundo hostil en el que viven: Milo lee las historietas que le presta el Baba, un fanático que inclusive llega al punto de hacer las tareas de los demás a cambio de dinero que usa para aumentar sus arcas personales, compuestas por una enorme colección de comics. Será por esa lectura que, después de pensarlo un tiempo, Milo logra identificar el nombre escrito sobre una de las lápidas del cementerio, nombre del nuevo cuerpo que las fauces de la tierra que escarba todos los días va a recibir: el nombre es el del Autor de las historietas del Baba, sí, Autor con mayúsculas. Y entre los que acompañan al cuerpo hacia su destino final hay cuatro fanáticos que se han disfrazado de los personajes más representativos de esas historietas. Pero... ¿Son realmente fanáticos o se trata de esos mismos personajes que han aparecido quién sabe cómo, para acompañar al Autor hasta su última morada? ¿Cuál es el objetivo de su aparición o, en todo caso, las consecuencias de que estén caminando ahora en el mundo “real”?
El rey de los espinos parte de este breve principio para transformarse en una novela de aventuras que despliega una estructura narrativa un tanto inédita en nuestro país o, mejor, no tan apegada a los principios de producción de literatura local. Dicho a modo de interrogante: ¿se puede escribir una novela de aventuras en la Argentina? ¿Se puede hacer algo que no siga los protocolos de producción a los que estamos acostumbrados, esos que dictan cierta “distancia” intelectual en la obra antes que una empatía emocional? “Yo tengo la sensación de que existe algo parecido a la división internacional del trabajo cultural”, opina Marcelo Figueras. “Una división que afecta a los que vivimos en países periféricos, digamos, los países que no figuramos en el top ten de los más poderosos, para no volver a usar esa expresión de países centrales y países periféricos. En esta división del trabajo cultural nos tocaron dos cosas: todo lo que tiene que ver con lo zafio, que sólo se consume en nuestro país, cosas como los programas de Pol-ka, y lo otro, algo que va o aparece como un repertorio de lo exquisito. De lo nuestro lo único que viaja, lo único que permiten que viaje, es lo exquisito: las películas que nos aceptan en Cannes, los escritores que ya han quedado tildados de exquisitos, etcétera. Ustedes tienen a Borges, así que no se quejen, nos dicen. Mientras tanto, ellos se reservan el 98 por ciento de la producción de la narrativa, y dentro de esto incluyo a lo literario y a lo audiovisual, esa narrativa que verdaderamente se disfruta en todo el mundo.”
¿Encontraste alguna razón del porqué de esta división de las producciones culturales?
–Para mí, funcionan dos cuestiones. Primero, la cuestión económica y política. Los países centrales son los que tienen los medios –dinero, sí, pero también, literalmente, los medios necesarios para hacer que su producción cultural circule, que va desde las editoriales hasta HBO, Netflix y compañía–. Y una segunda razón es un complejo de inferioridad con nuestra cultura, y aquí hablo de Latinoamérica en general. Un mandato aristocrático con respecto a la cultura y a la manera de mirarla, y así nos planteamos el tipo de producción cultural que tenemos. Un escritor como Adolfo Bioy Casares no hubiese sido manejado como un autor exquisito en otro lado, hubiera sido tratado como un escritor de género, como Raymond Chandler, Ray Bradbury o Stephen King, alguien que no escribe para pocos, que no quiere ser embalsamado, sino con la conciencia de que puede ser disfrutado por mucha gente. Yo tenía básicamente esa necesidad, primero, como lector. Si algo está probado es que en Latinoamérica, básicamente, consumimos intensamente grandes narraciones de género que circulan por todos lados. En pocos lugares se ven tanto series como Game of Thrones o Breaking Bad, o se leen tanto las novelas de Stieg Larsson... Está claro que en nuestro país hay una apetencia por este tipo de ficciones que disfrutamos locamente. Hay excepciones de gente que produce en esta línea, como Liliana Bodoc, pero insisto con esto, es más la excepción que confirma la regla. En general, este tipo de producciones no se hacen, es una aguja en un pajar. El rey de los espinos es también una forma de decir que acá también podemos hacerlo, que acá también deberíamos hacerlo.
¿Esto tenías como objetivo a la hora de escribir la novela?
–Quería hacer algo que de algún modo tomase los arquetipos y los modos de la narrativa de aventura con A mayúscula, que –después de todo– subsume una enorme cantidad de géneros, como la ciencia ficción. Tenía ganas de tomar este tipo de cosas y de imaginarlas desde nuestra sensibilidad, nuestra propia mitología, nuestras propias decisiones. Eso estaba clarísimo desde un primer momento. Si bien puedo disfrutar todo eso que viene de afuera, obviamente la sensibilidad de Tolkien o de George R. R. Martin no es exactamente la mía. Por más que pueda disfrutar ciento por ciento de lo que están haciendo. También tenía en claro que esto que estaba haciendo no era una cuestión excepcional. Yo creo que todo relato de aventura suele hacer lo mismo que yo estoy haciendo, sólo que con otra circunstancia. Qué sé yo: toda la saga de Salgari con Sandokán está muy claramente puesta en relación con las circunstancias de la colonización inglesa. La saga de Star Wars sucede en una galaxia muy, muy lejana, pero claramente su lectura es acerca de un imperio voraz que no consigue ponerse límites a sí mismo y que se tiene que morfar todo a su paso, y tiene una lectura de un mundo que depende de la visión de George Lucas. Y notás que es un tipo que maneja todas las convenciones del Fantasy pero también es un gran lector de los diarios, es un gran lector de la historia. Esto es básicamente parte de la clave del éxito de Game of Thrones: es una lectura del mundo contemporáneo, así es como funcionan las cosas, como en Star Wars, nada más que pone espadas en lugar de drones.
Toda la novela parece armarse en torno de una pasión que recorre a los personajes: la pasión por la historieta. ¿Cómo fue trabajar ese medio desde una obra literaria?
–Yo no lo pongo mucho en el sentido de la oposición, por un lado la historieta y por el otro la literatura, sino que lo pienso más en el sentido de la construcción en conjunto. Sí sabía que iba a ser una historia larga, tan larga que me iba a costar terminarla. Pero trabajándola me daba cuenta de que en algún sentido se parecía a esas historietas que leía cuando era chiquitito: El Tony, D’Artagnan, las historietas de la editorial Columba, las cuales funcionaban de esta manera, una especie de miscelánea de géneros. Vos comprabas alguna de esas historietas y pasabas de una de detectives a una bélica, a una de terror, etc. La mezcla de géneros tiene algo que ver con la ansiedad acumulada a lo largo de tantas décadas para lograr escribir algo parecido a eso. Al mismo tiempo, me di cuenta de que inconscientemente le estaba rindiendo un homenaje a este tipo de revistas que eran un compendio de géneros que son parte de las que me formaron como lector –a secas, no exclusivamente de historietas–. A la vez, para mí, que los personajes sean fanáticos del comic me permitía trabajar sobre la figura de H. G. Oesterheld. La capacidad de este autor que menciono en la novela para inventar personajes y trabajar distintos géneros me remitía a ese nombre, a esa figura que podía hacer algo tipo western, bélico, de ciencia ficción, de piratas, y hacerlo todo bien.
¿En algún sentido, lo que encontrás en Oesterheld es tu propia figura de autor, a lo que aspirás, digamos, un autor popular que maneja con destreza varios géneros?
–Yo creo que ha sido una constante de la cultura argentina durante una gran cantidad de años, dentro del siglo XX, al menos, algo que cambia claramente con la llegada de la dictadura. Mi generación creció con la figura del autor popular. Cortázar era un autor popular: todo el mundo se movilizaba por conseguir el último de Cortázar. Con Soriano pasó lo mismo, fue el último de los grandes autores populares. Mujica Lainez también era un autor popular, Borges, en su momento, también: existía la figura de un escritor de calidad que podía, a la vez, ser seguido por mucha gente. Lo mismo, en la historieta, con Oesterheld, quien es claramente paradigmático a este respecto. El hecho de la crisis política, de la crisis económica, el cierre de una cantidad de editoriales locales, todo esto generó cambios y todos estamos trabajando para reconstruir un puente en la cultura argentina entre autores locales (no todos, claramente) y un público real, que compra libros y que es militante de la lectura, quienes perdieron la sensación de que hay cierta cantidad de autores argentinos en los que puede confiar.
¿Cómo leés esta novela en el entramado que fuiste construyendo con tus obras anteriores? Digamos, desde El muchacho peronista hasta esta obra.
–Para mí, y no porque lo haya elegido sino porque me doy cuenta, cada una de mis novelas es una respuesta a una pregunta que no consigo responderme de otra manera. Y eso siempre implica una investigación, o viajes, o algo que hace que indefectiblemente cuando termino algo se haya cristalizado de otra manera en mí una cosa parecida a una respuesta. Y acá, en El rey de los espinos, tenía que ver con algo muy claramente relacionado con estas dos partes que mencionaba: hay todo un mundo mío que tiene que ver con la ficción efectivamente dicha, vinculada con los géneros, lo que me determinó a escribir, y lo otro, la realidad, el aquí y ahora. El hecho de que me haya tocado vivir en las circunstancias en las que tuve que vivir en este país me han empujado, casi inevitablemente, a tratar de hacerme cargo de una realidad que si yo hubiese nacido diez años antes o diez años después directamente habría pasado por otro lado, y habría terminado escribiendo novelas de ciencia ficción o policiales o yo qué sé, quizás un poco más suelto. Pero bueno, la experiencia de los ’70 en la Argentina, la forma en que la vida y la realidad me rompen el tinglado que yo estaba armando de chico, me forzaron a hacerme cargo de ese dato de alguna manera. Vuelvo a esa cosa tan esencial en mí que es mi deseo como lector para que tengas una idea a qué me refiero. Yo escribo Kamchatka porque no encontraba algo homologable a Kamchatka por ningún lado en la literatura argentina: después sí, puedo nombrarte millones de cosas que funcionan de la misma manera, pero yo como lector necesito algo que también me ayude a tratar de responder a través de la ficción las consecuencias de las tragedias que nos tocaron vivir como sociedad, y si no encuentro esa novela, trato de escribirla. En El muchacho peronista propuse una ucronía para pensar de alguna manera una alternativa, pensar si hubiese podido encontrarse alguna forma para salvarnos de los ’70, que era lo que estaba funcionando en el fondo como pregunta. Aquarium mismo, también, parte de un cuestionamiento. Fui a Israel y Palestina durante la segunda Intifada, y el libro surge de mi experiencia ahí, en ese lugar y en relación a lo que estábamos pasando en Argentina, de mi sensación de que estábamos en un momento de la Argentina en que el reclamo de mano dura era realmente intolerable. Yo tenía la sensación de que esta pulsión saturnina de la sociedad argentina de morfarse a sus hijos había sido sólo una cosa de los ’70, y terminé viendo a fines de los ’90 que no, que había una parte de la sociedad todavía conservadora que sigue pensando en morfarse a sus hijos, sólo que sus hijos son distintos: antes eran los militantes políticos y ahora son los negritos los que hay que bajar porque son los que conforman el peligro. La mayor parte de mis novelas es una forma de hacerme cargo de una realidad que terminaba entrando por la ventana a cascotazos. Pero bueno, llega un momento en que decido escribir la novela que yo quería escribir cuando pensé que iba a ser escritor, y eso es para mí El rey de los espinos.
En tus novelas siempre prima el punto de vista de la infancia. ¿Qué te parece que buscás con eso?
–En general, lo que encuentro en la mirada de un niño es la capacidad de resistir que no encuentro en los adultos. A mí siempre me encantó una frase de La noche del cazador, de Charles Laughton, en donde en un momento el personaje de Lillian Gish, creo, dice que los niños son los que duran, los que se la bancan verdaderamente (aunque la frase en inglés es medio intraducible, básicamente, dice eso). Esa capacidad de resistencia de la infancia siempre me interesó. Está, creo, de una manera inevitable, también en mi primera novela, El muchacho peronista, la cual es una novela de iniciación; con Kamchatka vuelve a aparecer esa necesidad: cómo escribir sobre una tragedia de semejante dimensiones sin que sea derrotista y que tampoco caiga en la estructura de un final feliz. Y ahí es donde aparece la figura del niño, que es el único que es capaz de navegar a través de una tragedia espantosa y a los dos días estar jugando.
Varias veces hablaste de cómo te formó la lectura de los escritores del Boom, de esas novelas que tenían altas pretensiones y una gran masa de lectores esperando la salida de esos libros. ¿Te parece que eso se ha perdido en la literatura que se está escribiendo ahora en el país?
–Volviendo a lo que te decía al principio, en la cultura estamos obsesionados por seguir los patrones de la producción cultural que nos han encajado. Y nosotros, como siempre queremos ser los mejores alumnos, sólo queremos producir la clase de películas y la clase de novelas que encajan perfectamente en los anaqueles que los franceses y que los ingleses han pensado para nosotros. Y yo la verdad que en esos anaqueles no entro. Se escribe demasiado tratando de ajustarse a un modelo pensado para paladares negros pero que no presta atención a ese público lector que te mencionaba antes. Yo creo que no se escribe para el lado del público desde hace mucho tiempo. Cuando te hablaba de ese puente con Soriano como el último que lo cruzó hablaba un poco de eso. Si hay algo que me rompe un poco las pelotas como lector de literatura argentina es decir “¿qué pasó con la ambición literaria?”. No digo que haya que seguir escribiendo novelas que tengan como mira hablar de todo el mundo, pero sí novelas que en las primeras líneas te des cuenta de que tienen ganas de romperte la cabeza y replantearte todas las cosas que hasta ese momento creías como ciertas. Y no encuentro eso. ¿Qué es un escritor modesto? Es una contradicción en sus términos, si un escritor no está buscando dar vuelta toda la trama del universo como un guante, focalizando donde tenga ganas, no sé qué carajo está planteando, porque obviamente como carrera profesional es bastante incierta, así que si hacés esto es porque tenés una compulsión que no podés controlar de otro modo, y tenés que lidiar con escribir verdaderamente como te salga de los cojones o de los ovarios. Los anaqueles de la literatura argentina de los últimos años están muy bien fragmentados y muy bien organizados. Mi libro, creo yo, es un poco inclasificable. Mirás los estantes: ¿dónde lo metés?
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