› Por Fernando Bogado
Los cruces entre ficción y realidad son muchos, y hasta podríamos decir que son el verdadero trasfondo de lo que se ha llamado literatura fantástica o una de sus particulares variantes, la ciencia ficción. Ricardo Piglia considera, por ejemplo, que la estructura de uno de los cuentos clásicos de Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, está funcionando detrás de una de las mejores novelas de Philip K. Dick, El hombre en el castillo. “El mundo será Tlön”, sí, o nuestro mundo no sería otra cosa que una ficción dentro de otra ficción en donde los Aliados perdieron la guerra. En definitiva, la realidad no es otra cosa que una forma más de esa elaborada mentira que es la literatura. Y Marcelo Figueras, en El rey de los espinos, se permite plantear eso: una elaborada novela que busca interpelar a esa historia que llamamos “realidad”.
Alimentada tanto por la lógica de la novela de aventuras como por la de la historieta, parte de la descripción de un mundo que posee claves que sólo podemos interpretar como parte de un desencantado realismo que es, también, una observación de la sociedad en la que vivimos, en donde los niños son víctimas del mundo construido por las crisis económicas y políticas y, también, son criminalizados por la mirada de aquellos que han nacido en otro espacio (Milo, por más noble que sean sus intenciones, carga con el pesado juicio de los demás que lo identifican como un “pibe chorro” por su apariencia física). En ese mundo, la “mano dura” toma la forma concreta de una organización, la OFAC (“Oh fuck!”, como bautiza de manera onomatopéyica la historia), que es la supuesta responsable de mantener un orden mediante el puro ejercicio de la represión y que, al mismo tiempo, aparece como la responsable de muchos crímenes impunes.
Los cuatro personajes que aparecen al comienzo del texto para despedir al Autor se encargarán de ayudar a Milo y al Baba (la destreza física y heroica de uno, la inteligencia del otro) tanto en su enfrentamiento contra la OFAC como en el rescate de las hijas del Autor, en una clara referencia a los funestos sucesos que cerraron la vida de Héctor G. Oesterheld y sus hijas.
Parece raro afirmarlo, paradójico, pero la novela de Figueras tiene un claro objetivo: ser leída. Apelando a un estilo que combina con éxito el despliegue propio de una escritura volcada a lo épico y que también demuestra las habilidades desarrolladas en la escritura de otros géneros o para otros medios, como la periodística o la cinematográfica, El rey de los espinos se permite también jugar con la lógica de algunos personajes para depositar un giro que renueve y contemporice los cerrados modelos del héroe de aventuras. Según Figueras, “la novela toma personajes clásicos de los relatos de género: el caballero medieval, el pirata, el vampiro, el explorador del futuro. Pero los pone de cabeza, oponiéndolos a sus encarnaciones más clásicas. El caballero medieval es árabe y le gustan los hombres. El pirata, de sangre vietnamita, es un adicto al opio. El vampiro no responde a los parámetros de la mitología europea sino a los de la maya (es guatemalteco). Y el explorador del futuro no se parece a Flash Gordon sino a Toro Sentado, porque desciende de los pueblos originarios de la América del Norte”.
Extensa, ágil, dinámica, política (sin llegar a ser un manifiesto), detrás de esta historia Marcelo Figueras busca rendir tributo a la literatura de aventuras y, al mismo tiempo, depositar un mensaje de esperanza de cambio que no cae en un comentario patético sino que apela especialmente al único lector que busca cautivar totalmente, al que quiere convencer, al que flota en su cabeza a la hora de pensar su novela: el adolescente, el joven lector que entra por el lado de la aventura ficcional y sale por el costado de lo político. Y es que en última instancia eso es lo que pesa a la hora de pensar la relación entre ficción y realidad: cambiar a las dos puede ser el tema de alguna que otra aventura por venir.
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