El Premio Nobel de Literatura otorgado al francés Patrick Modiano puede considerarse como el reconocimiento a una obra literaria tan personal como coherente alrededor de los temas de la memoria familiar e histórica, con la ciudad de París como telón de fondo y escenario alegórico del tiempo perdido. También se trata de un galardón más para poner a la cabeza del prestigio mundial a la literatura francesa. Aquí se traza un retrato del escritor de la Trilogía de la Ocupación, se anticipa la aparición de La hierba de las noches, que llega a la Argentina en los próximos días, y se recuerda el más memorable rechazo del Premio Nobel por parte de otro francés: Sartre.
› Por Juan Pablo Bertazza
Patrick Modiano empezó a ganar el Premio Nobel de Literatura a los veintidós años, justo en 1968, cuando publicó su opera prima. Además de salir por la prestigiosa editorial Gallimard, El lugar de la estrella vino con un premio importante bajo el brazo (el Roger Nimier, y diez años después ganaría el Goncourt con Calle de las tiendas oscuras).
Aunque no existe en castellano una expresión capaz de traducir en todo su esplendor la ambigüedad, el título de su primer libro tenía un doble sentido: el lugar donde los judíos eran obligados a llevar la estrella amarilla de David prendida a su ropa como una tortuosa identificación, pero también la Plaza de la Estrella, aquel emblemático pulmón parisino que se reparte entre varios distritos de la capital francesa. Ese mismo sitio que desde 1970 pasó a llamarse Plaza Charles de Gaulle –su vieja denominación, no obstante, sigue vigente–, y donde se erige nada menos que el Arco de Triunfo, fue el lugar en el mundo que eligió (y en el que más tiempo vivió) Alfred Nobel, a quien Victor Hugo bautizó “el vagabundo más rico de Europa”. En esa misma mansión, luego de poner un anuncio en un diario solicitando una secretaria de confianza, el sueco conoció a la austríaca Bertha Kinsky, escritora y activista de la paz que se haría famosa con su libro antibélico ¡Abajo las armas! hasta ganar el Premio Nobel de la Paz en 1905. A pesar de que sólo trabajó unas semanas con él, Alfred Nobel quedó bastante impresionado con su belleza y cultura, a tal punto que esa fascinación habría sido la verdadera causa por la que el inventor de la dinamita se empezó a interesar, de repente, por la paz y el reconocimiento.
En la justificación del Premio (el decimoquinto para la literatura francesa, por lejos la más ganadora en la historia del reconcentrado galardón), la Academia Sueca destacó algo que, en su momento, muchos le habían criticado a Modiano: insistir y escribir tanto sobre un hecho histórico –la ocupación nazi en Francia– que había concluido poco antes de que él llegara al mundo, el 30 de julio de 1945. Modiano se molestó en salir a explicar que la ocupación alemana –nefastas y vergonzosas colaboraciones incluidas– constituía algo así como su prehistoria personal. Claro: Alberto Modiano, su padre, era descendiente de una familia judía de Italia cuyos vínculos con la Gestapo (el hombre tenía también llegada a distintas bandas del crimen organizado) le alcanzaban para no tener que llevar la crucial estrella amarilla. Con sólo diecisiete años, Patrick cortó de raíz la relación con su padre, que moriría quince años después. A cambio de las palabras que nunca más se dijeron, Alberto se terminaría transformando en el destinatario (indirecto y no tanto) de muchos de los libros de su hijo que, bajo distintas modalidades y con diversa suerte, plantean y emprenden la búsqueda de una figura paterna. Con su madre Louisa Colpeyn –una actriz flamenca más o menos reconocida que solía estar siempre de gira, y que estaba separada de su padre– las cosas no fueron mucho mejor: en Un pedigrí, su libro más autobiográfico, y en el que confiesa haber vivido una infancia de perros, Modiano la define como “una mujer bonita con un corazón helado, incapaz de cualquier gesto de ternura o protección”. Y por si el asunto no quedaba del todo claro, completaba el cuadro con una anécdota tragicómica: “Un novio que tenía le había regalado a mamá un chow-chow, pero ella no se ocupaba del perrito y lo empezó a dejar en manos de cualquier persona, como después empezó a hacer conmigo. El perrito, que de tanto sufrir terminó tirándose por la ventana, aparece en dos o tres fotos familiares y debo confesar que me emociona infinitamente y me siento muy cerca de él”. A pesar de ese retrato, es justo destacar que la amistad de su madre con Raymond Queneau le permitió al jovencísimo Patrick tender un puente con la inaccesible editorial Gallimard, que terminó publicando su primera novela.
Ligeramente inspirado en su propio padre, el narrador de El lugar de la estrella es Raphaël Schlemilovitch, un judío colaboracionista cuya voz se va fundiendo progresivamente con la de personajes reales como Louis-Ferdinand Céline y Marcel Proust. Ni Alfred Nobel ni su fugaz secretaria Bertha Kinsky aparecen en las páginas de ese libro –ni en las de las otras dos novelas que terminarían conformando la célebre Trilogía de la Ocupación–. Sin embargo es como si ya desde ese entonces –desde ese extraño lugar de estrella– Modiano hubiera empezado a rondar, a cercar, a darle vueltas al premio que terminó de obtener la semana pasada.
Además de contar con un delirante, monumental y exhaustivísimo diccionario abierto coordinado por Bernard Obadia (litt-and-co.org/au_temps/ sommaire_autemps.htm) que ordena alfabéticamente miles de entradas referentes a temas, personajes y anécdotas del escritor, su literatura terminó acuñando el adjetivo “modianesco”, que remite tanto a cierta ambigüedad como a aquello que se repite. De hecho, y aunque ya se dijo hasta el hartazgo, Modiano es un escritor que parece estar escribiendo siempre el mismo libro: obras más bien breves desarrolladas siempre en París (la ciudad con destino turístico más popular del mundo, con más de 26 millones de visitantes extranjeros por año), con un protagonista escritor que se interesa casi caprichosamente por personas enigmáticas y con una clara tendencia a desaparecer sin dejar rastros, bajo el telón de fondo de una atmósfera tan poética como melancólica, a partir de la cual Modiano indaga en ese tacho de basura de la historia que son los desperdicios urbanos, los cafés que ya nadie visita, los escombros y las cosas que se pierden sin previo aviso. Llevando todo un poco más lejos, hasta da la impresión de que los títulos de los libros de Modiano son absolutamente intercambiables entre sí, como si emprendiera infinitas variantes de un mismo tema. En la novela El horizonte es Jean Bosmans, un aprendiz de escritor que durante años trabajó en una librería sin clientes, quien se obsesiona por Margaret Le Coz, esa misma mujer distinta que es también la enigmática Louki del libro En el café de la juventud perdida.
Quizás esa apócrifa repetición con variantes es la causa de que, para algunos, sus libros resulten aburridos. Y si bien es cierto que Modiano no cuenta con la vorágine rítmica de un Houellebecq, más que aburrida su poética tiene el extrañísimo y deliberado talento de la cámara que no termina de hacer foco, una escritura incierta y de bordes difusos que hace equilibrio entre pasado y presente, y se desplaza con la pesadez de un enorme palimpsesto que incluye múltiples capas y niveles entre los márgenes estrechos de la melancolía y el humor negro, un pulso firme que con simulacro de temblor mueve lentamente los hilos de personajes tintineantes y efímeros, que amagan frecuentemente con la cursilería pero siempre salen bien parados hasta desaparecer, finalmente, en el momento exacto en que logran gravitar en la historia.
El próximo 29 de octubre aparecerá por Anagrama la traducción al español del anteúltimo libro de Patrick Modiano, La hierba de las noches, publicado originalmente en 2012, ya que el último, aun sin traducción, es Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier. Dado que, a diferencia de los últimos Nobel literarios, la mayoría de las obras de Modiano ya estaban publicadas en castellano e incluso fueron bastante leídas en nuestro país, La hierba de las noches es la respuesta perfecta para esa pregunta un poco tonta pero legítima que plantea por qué libro empezar a leer una obra sin perderse en el camino. Con un título que mezcla dos de las mejores novelas de Boris Vian –La espuma de los días y La hierba roja– y que confirma que Modiano, pese a su aparente seriedad y actitud casi grave, es mucho más vianesco que sartreano –en lugar de sobreactuar un rechazo del premio, intimó a la Academia Sueca a explicarle por qué decidió otorgarle el Nobel–, se trata de la misma novela de siempre, aunque un poco más hipnótica que de costumbre y cambiando los años de la ocupación por los de la guerra de Argelia. El protagonista, otra vez escritor, otra vez de nombre Jean, quizá con el propósito de indagar en un delito que apenas se sugiere, sigue los pasos de una mujer –ahora llamada Dannie– y su extraño grupo de amigos, a los que hace muchos años no ve. Lo hace con la única brújula de una libreta negra en la que escribe algunas pocas citas de escritores que, de tan desconocidos, parecen inexistentes, además de inscripciones, avisos urbanos y otros mínimos datos concretos que lanza hacia el futuro como si se tratara de un código Morse, con la tibia esperanza de sacar algo en limpio de tanto caos: “Los encuentros auténticos son los de dos personas que no saben nada una de otra, ni siquiera de noche en una habitación de hotel”.
Es cierto eso de que, quizás, un escritor nunca sea el mejor lector de su obra pero, al mismo tiempo, la lucidez de un autor para definir su propia literatura lo vuelve, casi necesariamente, un escritor notable. En una entrevista a propósito de la publicación de La hierba de las noches, cuando le preguntaron acerca del extraño trabajo que sus libros realizan en torno de la memoria y el olvido, Modiano reveló: “Lo que busco en mis novelas es atravesar una capa de olvido para acceder a esa zona en la que el tiempo se vuelve transparente, de la misma forma en que un avión sobrevuela una zona de turbulencia para alcanzar el azul del cielo”.
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