› Por Juan Pablo Bertazza
En octubre de 1964 hubo una apretadísima pugna entre Sartre y W. H. Auden. Entre los informes a favor del filósofo, se decía que “...Las palabras parece anunciar una nueva época vital en su obra”. La publicación de esta especie de autobiografía de su infancia que venía de presentar había causado una muy buena impresión en un Comité que, de todas formas, tenía sus reservas al verlo a Sartre “más como un polemista que como un verdadero autor de creación”.
Más allá de las indiscutibles virtudes narrativas de Sartre y de la miopía de algunos miembros de la Academia, hay que reconocer que la suya es una literatura de ideas, de tesis, por lo que siempre queda, en algún punto, subyugada a su filosofía. Otra circunstancia que le jugaba en contra era que Francia ya había acumulado cuatro galardones desde la pausa que había tenido el Nobel durante la Segunda Guerra Mundial: André Gide lo ganó en 1947, François Mauriac en 1952, Albert Camus en 1957 y Saint-John Perse en 1960.
Cuando todavía el asunto no se había dirimido pero sus posibilidades de ganar eran muchas, Sartre envió una carta a la Academia Sueca anunciando que no aceptaría el premio, pese a lo cual lo terminaron eligiendo. Y, una vez que la decisión está tomada, ya no hay vuelta atrás.
Cuando Sartre anunció su rechazo se desató un escándalo mundial, mientras algunos seguidores lo felicitaron por su decisión, otros lo criticaron por no aceptar el dinero para ayudar a diversas causas que lo ameritaban. Se trata de un momento clave, por otro lado, en lo que respecta a la relación entre el Premio Nobel de Literatura y Francia, un vínculo tan sanguíneo como provechoso teniendo en cuenta que la Academia Sueca tuvo desde siempre como modelo a su par francesa, institución que, desde el minuto cero del premio, tuvo gran poder de voto.
No es casual que Francia sea el país con mayor cantidad de ganadores (en total contabiliza catorce, seguido por Estados Unidos, que tiene once y Gran Bretaña, diez). Sin embargo, desde que distinguieron a Sartre en 1964, Francia obtendría, hasta nuestros días, sólo un galardón más, que iba a ganar Claude Simon en 1985, es decir, veintiún años después. Si bien Le Clézio (que lo ganó en 2008) tiene nacionalidad francesa, nació en realidad en Isla Mauricio.
La prensa cultural francesa, que es una de las más hostiles del mundo y puede ser cruel con propios y extraños (baste recordar lo que la padeció Boris Vian) no dejó de denunciar durante muchos años que la falta de premiados franceses desde 1964 respondía a una venganza contra la negativa de Sartre, una afrenta que evidentemente había calado hondo entre las autoridades del Nobel por el prestigio del filósofo y el tenor de algunas de sus críticas.
Es sintomático que en su libro El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión, el flexible y abierto presidente del Comité Nobel Kjell Espmark, quien reconoce varios defectos del premio, apenas toca ese asunto y lo clausura con una frase tan lapidaria como ambigua: “En los documentos no hay base ninguna para esa suposición y en la Academia no se piensa en modo alguno en esos términos”.
Lo cierto es que si bien el Nobel de Literatura no salió bien parado de ese traumático primer rechazo que desvirgó lo que le quedaba de inocencia ante los ojos del mundo, tampoco Sartre logró acallar las voces que lo criticaban, aun dentro de su país. La prensa cultural francesa que, además de hostil, suele ser también muy chauvinista, no podía tolerar que uno de los suyos hubiera rechazado semejante premio. Entonces empezó a especular sobre los verdaderos motivos detrás de la renuncia. Algunas de las explicaciones tenían que ver con el hecho de que su acérrimo rival, Albert Camus, hubiera sido laureado antes que él. La polémica entre ambos intelectuales tiene raíces ideológicas, filosóficas y políticas, pero también personales.
Las disputas comenzaron en mayo de 1951, cuando Camus quedó petrificado al abrir la revista Les Temps Modernes, el órgano auspiciado por Jean-Paul Sartre, y leer una malintencionada crítica contra su libro El hombre rebelde. Mientras se recuperaba de su estado de shock, el extranjero entendió que Sartre no era tan democrático como aparentaba y que cualquier disidencia con respecto a su sistema filosófico la cobraba de la peor manera; era, en definitiva, un intelectual incapaz de tolerar cualquier diferencia de pensamiento. Mientras Camus decidió terminar todo vínculo con Sartre y su círculo, Sartre no hizo nada por justificar la crítica ni por salvaguardar la relación.
Hay quien asegura que el filósofo francés tuvo un brote de furia cuando, seis años después de la funesta crítica que su revista le había hecho a Camus, la Academia Sueca, en contra del propio Comité Nobel, le da al autor de La peste el Premio Nobel en 1957. (...)
Pero las críticas contra Sartre por su no aceptación del galardón no se limitaban a su enemistad con Camus. Otros, quizá más ingenuos, sostenían la teoría de que lo había rechazado por evitar cualquier tipo de celos de Simone de Beauvoir, lo cual, a la luz de algunas circunstancias íntimas de la pareja, parece un verdadero absurdo. Lo cierto es que, obligado por el escándalo que había desatado su renuncia, Jean-Paul Sartre tuvo que salir a explicar por qué se había negado a aceptar el Premio Nobel de Literatura en una declaración que hizo a la prensa sueca el 22 de octubre, y apareció en Le Monde, en una traducción francesa que él mismo autorizó:
“Lamento profundamente que el incidente se haya convertido en escándalo: me concedieron un premio y lo rechacé. Sucedió así porque no me informaron lo suficientemente a tiempo de lo que estaba en marcha. Cuando leí en Le Figaro littéraire del 15 de octubre que la elección de la Academia Sueca se inclinaba hacia mí, pero que aún no se había decidido, supuse que escribiendo una carta a la Academia –que envié al día siguiente– podría aclarar las cosas para terminar la discusión.
No era consciente en ese momento de que el Premio Nobel se otorga sin consultar la opinión del premiado, y creí que habría tiempo para evitar que esto suceda. Pero ahora entiendo que cuando la Academia Sueca ha tomado una decisión ya no puede revocarla.
Mis razones para rechazar el premio no conciernen ni a la Academia Sueca ni al Premio Nobel en sí, como expliqué en mi carta a la Academia, en la que aludía a dos clases de razones: personales y objetivas.
Las razones personales son las siguientes: mi negativa no es un gesto impulsivo, siempre ha declinado cualquier tipo de honores oficiales. En 1945, después de la Guerra, cuando me ofrecieron la Legión de Honor, la rechacé, aunque tenía buena relación con el gobierno. Del mismo modo, nunca intenté ingresar al Collège de France, aun cuando muchos amigos me lo sugirieron.
Esta actitud se basa en lo que entiendo que debe ser la tarea del escritor. Un escritor que adopta posiciones políticas, sociales o literarias debe actuar sólo con sus propios medios, es decir, con la palabra escrita. Todos los honores que puede recibir exponen a sus lectores a una presión que no creo conveniente. No es lo mismo que yo firme Jean-Paul Sartre a que firme Jean-Paul Sartre, Premio Nobel de Literatura. (...)
Mis razones objetivas son las siguientes: hoy la única batalla que se puede dar en el frente cultural es la batalla por la convivencia pacífica de las dos culturas, la de Oriente y la de Occidente. No me refiero a que deban abrazarse una a otra –sé que la confrontación de esas dos culturas debe tomar, necesariamente, la forma de un conflicto–, pero esa confrontación debe darse entre los hombres y entre las culturas, sin la intervención de las instituciones.
Yo mismo estoy profundamente atravesado por el conflicto entre las dos culturas: estoy hecho de esas contradicciones. Mis simpatías, innegablemente, están con el socialismo y con lo que se conoce como el bloque del Este, pero nací y crecí en una familia y una cultura burguesas. Esto me permite colaborar con todos aquellos que intentan acercar las dos culturas. Sin embargo, espero, por supuesto, eso de ‘que gane el mejor’. Es decir, el socialismo.
Esa es la razón por la que no puedo aceptar un honor otorgado por autoridades culturales occidentales ni tampoco orientales, incluso si simpatizo con su existencia. Todas mis simpatías están, sin embargo, con el lado socialista. Debería estar, entonces, inhabilitado para aceptar, por ejemplo, el Premio Lenin, si alguien me lo quisiera dar, que no es el caso. Sé que el Nobel no es en sí mismo un premio literario del bloque occidental, pero es aquello de lo que está hecho, y a veces hay eventos que ocurren fuera de lo que es el terreno de la Academia Sueca. Por eso es que, en la actual situación, el Premio Nobel se define objetivamente como una distinción reservada a los escritores de Occidente o a los rebeldes del Este. No fue galardonado Neruda, por ejemplo, que es uno de los más grandes poetas sudamericanos. Tampoco hubo una propuesta seria para premiar a Louis Aragon, a pesar de que realmente lo merece. Es lamentable que el premio se haya dado a Pasternak y no a Sholokhov, y que la única obra soviética distinguida haya sido publicada en el extranjero y prohibida en su propio país. Se podría haber llegado a un equilibrio si se hubiera dado un gesto similar en la dirección contraria. (...)
Por último, está la cuestión del dinero: es una carga muy pesada la que la Academia impone al laureado al homenajearlo con una suma tan grande de dinero, y ese problema me ha torturado. O uno acepta el premio y hace uso del dinero para colaborar con organizaciones y movimientos que considera importantes –pienso en el Comité Especial contra el Apartheid de Londres– o bien uno declina el premio de acuerdo con sus principios privando, así, a un movimiento como ése de un apoyo que realmente necesita. Pero creo que ése no es un problema real. Obviamente renuncio a las 250.000 coronas porque no deseo ser institucionalizado ni por el Este ni por el Oeste. Pero, por el otro lado, uno no puede estar dispuesto a renunciar, por 250.000 coronas, a principios que no sólo le pertenecen a uno sino que son compartidos por todos los camaradas.
Eso es lo que ha vuelto tan doloroso para mí tanto la concesión del premio como el rechazo que me vi obligado a hacer.
Quiero terminar esta declaración con un mensaje de amistad para el público sueco”.
A pesar de que en ese extenso comunicado escrito a título personal primero, y luego en conjunto con sus camaradas, Sartre incluye algunas críticas atendibles contra el Premio Nobel de Literatura, el tono general del artículo muestra cierta inconsistencia y arrogancia. Muchos de sus argumentos son falaces cuando no contradictorios, y se percibe, por otro lado, cierto doble discurso que no le permite ir de lleno en contra de la Academia. Da la impresión de que, además de justificar a toda costa su rechazo como si ni él mismo entendiera las razones, muestra un excesivo cuidado por no herir las susceptibilidades de quienes decidieron premiarlo.
Estos fragmentos pertenecen al libro La furtiva dinamita (Historias, polémicas y ensayos sobre el Premio Nobel de Literatura) de Juan Pablo Bertazza, que acaba de publicar la flamante editorial Octubre.
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