Poeta y narrador, Ezequiel Alemian se destaca también en el periodismo cultural, haciendo reseñas y perfiles de escritores que acaba de recopilar en un volumen bajo el terso título de Impresiones (Editorial Excursiones), y a la vez publicó un libro de cuentos, Una introducción (Mansalva). En su tránsito de un género a otro y en la búsqueda por no caer víctima de rígidas clasificaciones, Alemian fue, antes de dedicarse de lleno a la literatura, un avezado periodista de finanzas que llegó a decodificar los mensajes cifrados de Alan Greenspan.
› Por Mercedes Halfon
Decir que Ezequiel Alemian es un escritor inclasificable es hacerles una concesión a las clasificaciones, a las ideas menos interesantes de lo que debería ser la tarea de escribir. Es mejor decir entonces que Alemian escribe como si fundara cada vez su relación con los géneros, los estilos y las palabras. En principio es alguien que va de la poesía a la narrativa de un libro al siguiente, siendo además su encare de uno y otro lenguaje nunca idéntico a sí mismo. Es, además, periodista cultural y de finanzas a la vez: dos caminos que también parecen incompatibles. Bueno, esto no es así en su caso. Ha sido redactor y editor en los principales medios económicos del país y luego lo mismo en los culturales. Acaba de salir por la editorial Excursiones un volumen que compila la mayor parte de sus notas de prensa escritas sobre arte y literatura, llamado discretamente Impresiones. Un libro que delinea un manojo de intereses que como llaves van abriendo compartimientos diversos. Algunos centrales –perfiles de escritores como Charles Bukowski, Sade o Felisberto Hernández–; otros excéntricos, como uno del poeta boxeador Arthur Cravan; otros que se iluminan repentinamente, tal el caso de textos sobre contemporáneos como Fernanda Laguna, Mario Ortiz o Beatriz Vignoli. Siempre certeros, aunque tentativos; arriesgados pero no soberbios. Como si estuviera poniéndose en cuestión a sí mismo en cada hipótesis y en cada afirmación.
También hace poquísimo apareció Una introducción, cuentos reunidos por Mansalva. Un libro de ficción y otro sobre literatura. ¿Pero no son dos modos de lo mismo al fin y al cabo? ¿No se están tomando posiciones estéticas en el acto de escribir, y a la vez, en todo texto periodístico que se precie late una escritura particular? En el prólogo de Impresiones Alemian se pregunta: “¿Sobre qué libros o autores escribir? ¿Para qué sirve una reseña? ¿Qué es lo que importa de la vida de un escritor? ¿Qué leer en la escritura?”. Son interrogantes centrales y lo mismo podríamos cuestionarnos acá, acerca de este autor. Preguntarnos, por ejemplo, si son relevantes sus primeros contactos con la lectura y la escritura, como matriz fundante para este autor de la poesía, la prosa y el experimento: “Un verano, a los 15 años, había ido en carpa a Villa Gesell con unos amigos un poco más grandes. Yo era un freak que no hablaba con nadie, entre ellos había un par de chicos que leían mucho. En un momento se apiadaron de mí y me pasaron un libro de cuentos de Lovecraft. Me dio una pasión total, una desesperación por leer. Desde entonces nunca dejé de hacerlo. En cuanto a la escritura, lo primero que recuerdo haber escrito fue, un par de años después, unas obras de ‘antiteatro’, digamos, inspiradas en Kaspar Hauser e Insultos al público, de Peter Handke”. Cierta reticencia al contacto social, desesperación por leer y una inventiva infantil que encuentra su estímulo en insultos de un radical dramaturgo alemán: éste no podría haber sido el relato de inicio de un lector cualquiera. Este es un inicio que puede leerse ya como una escritura.
Impresiones alterna textos sobre poetas y narradores con una ductilidad poco usual en el periodismo literario, una amplitud que sin duda proviene de su propia obra. Si bien en su recuerdo él empezó primero como novelista (a los veinte años ya tenía escritas más de doce novelas tipeadas en su máquina de escribir), lo primero que editó fueron poemas. Las editoriales en las que aparecieron –poemarios como La ruptura, la devastación o Me gustaría ser un animal– son todas célebres: Tierra Firme (de José Luis Mangieri), Siesta, Vox. Por aquellos años se topó con un grupo de jóvenes poetas, una bohemia que se consolidó en la redacción de los únicos dos números de la mítica revista 18 whiskys. “Cuando me encuentro con los poetas faltaba mucho para que empezara a hablarse de la poesía de los ’90, expresión que detesto, que termina siendo una especie de argumento de la reacción. Empecé a escribir poesía porque empecé a leerla y porque todos mis amigos escribían y nos trenzábamos en unas discusiones interminables, hermosas. Una vez le pedí a José Villa que me recomendara algunos libros. Me recomendó la antología de poesía norteamericana que hizo Luis Revol, los poemas completos de Cavafis y Trilce. Desde ahí, me mandé.” Su pertenencia a esta generación, de todos modos, es misteriosa, lateral. Si bien fue amigo y copartícipe de esta revista junto a Daniel Durand, Fabián Casas, Laura Wittner y otros, Alemian no es tan fácilmente asimilable a las estéticas que se dirimían en esos escritores.
En tus contratapas –usando categorías que están presentes en Impresiones– aparece la división Poesía, Narrativa y Textos diversos. ¿Cómo vas deslizándote entre un género y otro?
–Los textos van apareciendo, buscando su forma. Antes, cuando quería ser novelista (risas) me preocupaba por encontrar una estética, que de alguna manera mandara. Ahora en cambio, tal vez por haber asimilado más el periodismo, empiezo por el objeto, por el tema. Y a partir de ahí voy viendo: escribo, corrijo, leo, pregunto, pienso, espero, todas cosas al respecto. El texto va mutando y encontrando su forma en función de ese proceso.
Esa mutación lo ha conducido a una zona híbrida de la literatura, desentendida de las habituales convenciones de la escritura como género ligado a lo real, a la representación e incluso originalidad autoral. A fines de 2010 Ezequiel creó junto a su hermano Manuel, Spiral Jetty, una editorial dedicada a lo que a grandes rasgos podría llamarse poesía visual. Allí editó El tratado contra el método de Paul Feyerabend, o El libro blanco de la revista Time, en los que intervenía sobre textos existentes. El primero era un subrayado, el segundo un conjunto de gráficos y extrañas citas periodísticas. Este año la editorial Interzona publicó una antología de lo que denominó Escrituras objeto, donde Ezequiel Alemian aparecía junto a autores como Leónidas Lamborghini y Arturo Carrera. Respecto de sus trabajos en esta zona experimental, él dice: “La clasificación no tiene demasiado sentido, es una manera de señalar un trabajo diferente, pero ese trabajo pide evitar las clasificaciones. A mí me gusta hablar siempre de ‘textos’, sin identificar si se trata de novelas, poemas, poesía visual. En eso, creo que cuanto más inespecífica sea la clasificación, mejor. Me parece que la discusión por los géneros es vieja, está superada. El horizonte de esa discusión es la disolución de los géneros. Por qué mejor, entonces, no darlos por ya disueltos y trabajar a partir de ahí. ¿Lo que me interesa de eso? Lo físico, la escritura como ruido, como material refractario, como energía”.
Además de las mencionadas, otras líneas paralelas que se cruzan en sus libros son el periodismo y la ficción. Alemian defiende esa pertenencia a capa y espada: “Cualquier escritor mediocre habla mal del periodismo. Pero si ellos fuesen el metro para evaluar el estado de la literatura, estaríamos todos hablando pestes de la literatura”. En su paso por distintas secciones en diarios, lo más raro ha sido su especialización en Finanzas. Escribió y editó en El Cronista Comercial, BAE, Thomson Financial, entre otros medios. Cierto enfoque duro, material y numérico de sus libros más experimentales –El Talibán o El libro blanco de la revista Time– parece generado a partir de los tiempos muertos y restos diurnos de aquel trabajo. “Cuando empecé a trabajar de periodista eran los primeros años de la convertibilidad y había muchos espacios en los medios, incluso los más nuevos, demandando información sobre negocios, inversiones, dinero personal, marketing, cuestiones macro. En eso había trabajo y me fui vinculando.”
¿Qué fue lo que te atrapó de ese mundo?
–En ese momento distinguía que había lenguajes particulares en cada una de las ramas del periodismo: había un lenguaje “emotivo” para escribir sobre deportes, una retórica un tanto autista en el análisis en el periodismo político, para no hablar del lenguaje cuasi sádico del periodismo policial. Me resultaban lenguajes un tanto conformados, retóricos. El periodismo financiero, como una rama específica del económico, me enfrentaba con algunas incógnitas, como la de comprender cómo se articulaba su valor de verdad en relación con lo real. Recuerdo que me fascinaban leer los informes de los bancos de inversión, los prospectos de emisión cada vez que se lanzaba un activo nuevo, o un bono, toda esa organización aparentemente súper institucional que rige la generación y circulación de esos documentos. Eran los años en que el mundo financiero se detenía para escuchar lo que decía Alan Greenspan, titular de lo que sería el Banco Central de EE.UU. Greenspan era como un brujo minimalista que decía siempre más o menos lo mismo, la misma docena de palabras en cada informe, pero siempre cambiaba una coma, o una palabra. Desde días antes los analistas debatían sobre lo que diría, y una vez que lo decía, debatían durante semanas sobre ese cambio, porque de la interpretación de ese cambio dependía el escenario de las variables financieras en todo el mundo. Lo de Greenspan era como un susurro: los mercados se detenían a oír ese susurro, a interpretarlo. Era algo alucinante, demencial.
¿Y en eso hay un vínculo con la literatura?
–Sí. Finalmente comprendí que si los sentidos, los valores, flotan, indeterminados, en ningún lenguaje lo hacen de la forma en que lo hacen en el lenguaje financiero. Es un lenguaje operativo, estratégico, esencialmente instrumental. No tiene ningún valor de verdad por sí mismo. Esa es su realidad. Cuando estaba por estallar la crisis de 2001 me nombraron editor de finanzas de un diario de economía. Profesionalmente, fueron varios años apasionantes, únicos, y agotadores, en los que además casi no escribí ficción. Cuando pude levantar un poco la cabeza, tomé un retiro voluntario, estuve un tiempo sin trabajar, y después empecé a escribir las notas sobre literatura que conforman el libro Impresiones.
Y así llegamos hasta acá.
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