Domingo, 14 de diciembre de 2014 | Hoy
ENTREVISTA Federico Falco se ha consolidado como una de las nuevas voces de la narrativa argentina con una serie de cuentos y relatos desde que empezara a publicar en la editorial cordobesa La Creciente. Relatos de pueblo que remiten a su lugar de origen, General Cabrera, en Córdoba, con mucha naturaleza, y animales a los que se alude en títulos como La hora de los monos y, también irónicamente, 222 patitos, su último libro, donde los patitos en fila del refrán ponen el foco en aquello que es y no es normal.
Por Angel Berlanga
“Entonces alzamos las copas y decimos: Feliz Navidad.” Es la última línea del último cuento de 222 patitos, el libro que Federico Falco acaba de reeditar aumentado, corregido, reconfigurado, a diez años de su publicación original en la editorial cordobesa La Creciente: de lo primero suyo que vio la luz. Falco alquila un departamento en Coghlan en el que ahora hace unos mates; sobre la mesa tiene preparadas, ya, unas provisiones para un retorno a las sierras, a los pinares, al río, a un camping bastante aislado en el que suele instalarse con amigos, geografía y contexto que se entrevé en “Pinar”, uno de los relatos del volumen. Ahí pasará Año Nuevo, pero antes se hará una escapada hasta General Cabrera, el pueblo cordobés en el que nació, el 20 de septiembre de 1977, para pasar Navidad en la casa de sus padres. Se entreveran los tiempos en el relato navideño: un cordero que van asando unos tíos, un abuelo que cuando era joven sobrevivió a un asalto en el que asesinaron a sus hermanos (y nunca habló de eso en la familia), las fotos y las tortas y los juegos, una abuela que ha perdido la memoria y ya desconoce a los suyos, una casa que se transfigura. “Entonces alzamos las copas y decimos”.
Aunque varios de los relatos tienen a Cabrera como escenario, es poco y nada lo autobiográfico, sostiene Falco. En sus cuentos suele haber una corriente, un transcurrir, y sucesos significativos, más o menos extraordinarios, que sus personajes procuran leer, interpretar, para tratar de entender, para moverse, para engañarse y desengañarse, para dejarse llevar. Gente común en alguna encrucijada, una pareja de viejos a la que se le muere una perra amada, un pibe de primaria que busca el pelo de una compañera con la que fantasea, que se rapó para una ofrenda, una mujer que conoce en un casamiento a un vidente que pronto empieza a darle indicios alarmantes sobre su futuro. Enseguida Falco va a contar de sus búsquedas, sus tiempos, sus ideas. Entonces alzamos el mate (que ya está listo) y decimos...
En varios cuentos de Falco hay suicidas: algunos fallan y despiertan del lado de acá. El tanteo del borde, capaz que la búsqueda poética de tornarlo maleable: un hombre llega al pueblo en el año treinta y algo y ofrece el fenómeno del Ave Fénix, un pájaro al que le prenderá fuego dentro de una jaula para que vean cómo renace de las cenizas. En otro relato una chica que se siente infeliz se hace una pasta con cabezas de fósforos, se la traga e imagina cómo la encontrará su madre a la mañana siguiente; treinta años después aquella chica, una tarde y casi de la nada, devela ese secreto a su marido y a sus hijos. ¿Por qué se inclinó Falco por los 222 patitos para dar nombre al libro? “En parte pensé que podía llegar a ser medio intrigante, a desatar varias lecturas, alguna incluso del lado de lo tierno o de lo pop –dice–. También pensé que la bola esa que ella hace con las cabecitas de los fósforos era algo que aparece bastante en estos cuentos, porque es un libro en el que los personajes casi siempre se enfrentan como a grandes preguntas y dilemas, y es como si en esa pelotita se englobaran muchas decisiones o posibilidades. Me gustó además esa especie de guiño que puede reconocer en la caja de 3 Patitos los 222 fósforos, una especie de confusión chistosa, de chiste interno en el que me parece que podía haber una clave de lectura.” La fila de patitos, su sentido: ¿cuántos deben estar alineados como requisito de normalidad?
Falco observa que muchos de sus personajes están obsesionados o afectados con problemas de fe, de credibilidad, y que el fuego (el potencial que ofrece cada fósforo-patito), que destalla en algunos relatos, puede aparecer como una imagen casi obvia de iluminación pero también como su parodia. “¿Cómo darles sentido a las cosas, qué es un signo y qué no lo es, qué situación tiene algún significado y cuál no? –plantea Falco–. Una idea fue tratar de encontrar y poner personajes muy sencillos ante las grandes preguntas, de la manera más calma y simple posible. Son preguntas que a la vez, cuando leemos, nos hacemos todo el tiempo. Y por ahí pueden llegarse a transformar en una herramienta de escritura en el sentido de sembrar pistas falsas, o de dejar que el lector no sepa muy bien qué significa o no significa algo dentro de la economía del cuento, hacia dónde va la historia a partir de tener que determinar por sí mismo cuáles son las cosas más importantes, a qué prestarle atención y a qué no. En ese sentido, puede llegar a haber una especie de equivalencia entre lo que le pase al lector y lo que les pasa a los personajes: tratar de leer algo. Con la diferencia de que cuando leemos suponemos que hay alguien que nos organizó las cosas. La literatura tiene ese beneficio; leemos una novela policial y sabemos que en el fondo tiene que haber una resolución, porque es una condición del género. En la vida no necesariamente hay una resolución. Los personajes que tratan de leer sus propias vidas como si estuvieran leyendo una novela, que se hacen preguntas a partir de premisas del tipo ‘porque ya pasó esto debería pasar esto otro’, están sometidos a una tensión. Bueno, una tensión que viene del Quijote en adelante, no es muy original.”
En la época en la que escribió estos relatos, Falco leía bastante obsesivamente a Cheever y a Flannery O’Connor, apunta, y al toque aclara: “Pero no hablaría de una influencia directa, en el sentido de que me encantaría que fueran de esas alturas, y estos cuentos no les llegan a los talones. Yo leo mucho y eso también significa que paso por muchos tamices, entonces no sé si hay influencias directas. Por ahí, sobre todo en las cuestiones de fe religiosa, aparece algo de Flannery
O’Connor. Y en Cheever, por ejemplo, descubrí algo y dije: ‘Ah, acá hay una clave y voy a tratar de robarla impunemente’. Entendí que por ahí él hacía un pasaje, sobre todo en algunos cuentos, en los que directamente se iba al territorio de la comedia. Hablaba de temas muy complejos y profundos y lo hacía desde la comedia. Y ahí se dio un correrse: no hace falta que sea todo un drama. Sin que ese lugar sea cómico o humorístico, pero sí con un tono más leve, aireado, sin tanto peso. Rebajar el dramatismo, tal vez para hacerlo más dramático. Eso sí fue adrede: que los personajes se enfentaran a esas grandes preguntas desde un tono más cercano a la comedia que al drama”.
En 2004 también publicó otro volumen de cuentos, 00, que tenía preparado ya desde tres años atrás y quedó algo congelado por la crisis del 2001. De la versión original de 222 patitos Falco conservó cinco relatos y marginó un par, y para la reedición agregó otros siete, que fueron apareciendo en antologías, diarios y revistas. “Por un lado siento que más o menos sigo siendo el mismo, y por otro lado pasaron un montón de cosas –dice en torno de los diez años transcurridos–. Duelos, viajes, experiencias, haber vivido un tiempo en Estados Unidos, vivir ahora en Buenos Aires. Es raro: parece mucho tiempo, pero a la vez me acuerdo con total claridad de la mañana en que empecé a escribir determinado cuento, como si fuera hace sólo dos meses. En aquel momento era mucho más inocente de lo que soy ahora, estaba como mucho más en tinieblas, a tientas, buscando por dónde iba la mano. 00 fue un primer libro muy del tipo ‘quiero ser un escritor, tocar los grandes temas’; para éste, en cambio, aparecieron los primeros textos en los que me sentí cómodo, que podía escribir por placer y disfrutar. En aquel momento vivía en Córdoba, adonde me había mudado después de que terminé el secundario, y había terminado la facultad (es licenciado en Ciencias de la Comunicación). Estaba empezando, no tenía idea de cómo eran un montón de cosas del amor, de la vida, de la muerte; no sé si aprendí mucho (se ríe), pero al menos pasé por esos lugares. También era más inocente en el buen sentido de la palabra, cierto lugar del cinismo todavía no me tocaba, e incluso ahora por ahí trato de defenderme de eso. A veces surge; en mí, cuando sale la ironía o el cinismo, es porque me estoy protegiendo de alguna manera, es una forma de subir la guardia, no sentir, resguardarse. En algunos momentos está bueno y es necesario, pero también es como no exponerse a sentir cosas. Y me parece que está bueno sentir con los personajes, pasar por las dudas y los problemas, los dolores y las alegrías de los personajes, poner el cuerpo también ahí: permite estar más cerca de lo que está pasando en el texto. Viste que escribir siempre tiene algo de controlar y descontrolar al mismo tiempo, controlar desde lo técnico y la fluidez y descontrolar desde qué pongo acá, qué estoy contando: está bueno cuando algo se escapa. Para poder ser cínico o irónico primero tengo que haber entendido, controlado, y dar un paso más allá, que te pone en un sitio de entiendo todo, puedo hacer chistes al respecto. Me parece más interesante no entender (se ríe): No sé muy bien qué está pasando, vamos de a poco, a ver qué sale.”
Aunque General Cabrera alcanzó el status de ciudad en los ’90, cuando superó los diez mil habitantes, para Falco sigue siendo el pueblo: alguna vez lo retaron por eso. “Tiene un solo edificio, muy reciente –apunta–. Hace mucho que no vivo en el pueblo, y el sitio se volvió más complejo, ya no toda la gente se conoce como se conocía antes. Pero sí, el lugar sobre el que escribo es el que conocí, o sobre el que invento.” Al sur de la provincia, se trata de un sitio seco, ventoso, con una geografía similar a la de cualquier pueblo del norte de Buenos Aires o del sur de Santa Fe, dice, con esas cuadrículas prototípicas, la plaza, la iglesia, el banco, la ruta. “Hay como un mirar el mundo, entenderlo, que viene preseteado desde ahí –cuenta–. Que todo el mundo pudiera saber quién era uno, ni siquiera por tu nombre sino por tu cara, el hijo de, o el sobrino de... Y está el vínculo muy fuerte con lo natural, con el campo, con la posibilidad de escaparte en bicicleta a la hora de la siesta. De pronto un día llegás y el vecino está carneando chanchos. Un trato cotidiano con los animales, la naturaleza, la producción. Los días de viento norte sabés que está todo el mundo de mal humor, todo se llena de tierra y hace calor, se marca el ritmo del pueblo. Uno de los programas de mi viejo, cuando yo era chico, era salir a la ruta a ver cómo entraba el sol: subíamos a la camioneta, íbamos a las afueras para poder ver el horizonte y saber si al día siguiente iba a llover, o si iba a haber viento. Por otro lado, en un pueblo uno es siempre una biografía que se puede resumir en dos líneas; vos preguntás ‘¿Quién es ése que pasó?’ y pueden decirte: ‘Es el que se ganó el Prode con doce aciertos y se hizo la casa’; o ‘Es el que se le había muerto la hermana atropellada por tal...’ Y eso tiene una lógica narrativa fuerte. Hay mucho control social, pero a la vez eso hace que aparezcan intrigas todo el tiempo, mitos, el sentido de comunidad es más fuerte y entonces también lo es el sentido del rumor, del chisme. No sé si para vivir ahí, pero las mitologías, que tal persona es yeta, que si cruzás las vías por tal lugar salen unas sombras, que en tal lugar venden droga, son muy fuertes desde lo narrativo.”
En 2010 publicó La hora de los monos, nueve cuentos que también están bárbaros, de esos libros que uno pide que no se termine. Caramba, aquí coincide que se termina el agua para el mate y también el espacio para esta nota. Falco viene trabajando en cinco relatos extensos, a medio camino entre el cuento y la nouvelle, con los que planea armar su próximo libro. “Mientras escribía 222 patitos me encontré con que el lenguaje no alcanza a dar cuenta de una cosa muy compleja que tiene la realidad –dice–. Y que a partir de la simplificación, que a lo mejor encuentro en dibujos animados o en el arte contemporáneo, se pueden condensar cosas e ir más al núcleo, o pensarlas desde un lugar más simple pero más profundo, paradójicamente. Eso me conectó con cierta economía, con recuperar eso de Te voy a contar una historia; ‘No te estoy contando el mundo, es una historia, disfrutemos de eso’. Una de las cosas que pasan en el pueblo, por ejemplo, es que hay grandes contadores de anécdotas: siempre son las mismas, y todos pedimos que las repitan. Hace poco falleció mi abuelo; doce de la noche en el velorio y los veo a mi primo y a mi hermano muriéndose de risa. Mi hermano me llamó, Vení, vení, escuchá. ¡Y era una anécdota hermosa, que de pronto resumía todo! Una de las cosas que busqué para este libro, y para lo que escribo en general, es que todo el tiempo el lector recuerde que le están contando algo. Eso le da un poco de sentido a pasarse las mañanas escribiendo.”
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