La semana pasada murió en París el poeta entrerriano, nacido en Mansilla, Arnaldo Calveyra. Su obra había empezado a difundirse con mayor vigor en la Argentina en los últimos años, y el propio poeta tendió puentes con la literatura y la escena poética local. Instalado en París desde los años ’60, fue amigo de Julio Cortázar y a lo largo de los años consolidó una obra ascética y oblicua, un puente tendido entre culturas, territorios y lenguajes diferentes.
› Por Juan Pablo Bertazza
Suele pensarse que la novela tiene mucho que ver con nuestro día a día: su progresión casi siempre lineal que va revelando misterios escalonados funcionaría como gran condensador de esa dirección única que significa vivir, en tanto seguir adelante. Tal vez la sensación provenga de esas lecturas relativamente largas que se leen de a poco cada noche, como una sombra diaria que se extraña cuando se termina. La lógica de la existencia, sin embargo, tiene mucho más que ver con la poesía. Por lo menos, con la poesía tal como hoy la entendemos: con su marcha imprevisible y su sentido relampagueante, a destellos, entre el caos y la confusión. A pesar de que (quizá por eso mismo) se la pretende mantener siempre relegada –como algo demasiado lejano, abstracto o fútil–, la comprensión nuestra de cada día acerca de la realidad y nuestro entorno tiene mucho más que ver con la poesía que con la novela.
La suma de vida y obra de Arnaldo Calveyra –sus encuentros y desencuentros–, que murió el jueves pasado a los 85 años en una París convulsionada y rodeada de incertidumbre –donde residía desde 1960, y cultivó la amistad de Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, entre otros– es una prueba rotunda.
Al igual que sucedió con el tango, el reconocimiento que en nuestro país se le asignó a Calveyra fue tardío: más si se tiene en cuenta que, más allá de las intuitivas excepciones de Carlos Mastronardi o José Luis Mangieri –quien publicó en Tierra Firme sus dos primeros libros (Carta para que la alegría e Iguana, Iguana) en una edición conjunta en 1988–, casi toda su obra se desarrolla y publica en la capital francesa (sobre todo en la prestigiosa editorial Actes Sud) donde lo condecoraron, ya en 1986, Chevalier des Arts et des Lettres.
Sin embargo, ese reconocimiento tanguero y tardío no debería atribuirse, como casi siempre se hace, a la desidia de la crítica y los editores. Es, por el contrario, otro efecto, otra peculiaridad de la poesía de Calveyra y de su sentido fulgurante. En cierta forma, su estilo construido a base casi de jirones reproduce la inestabilidad que significa escuchar una lengua ajena, rodear de a poco la esencia de un idioma desconocido. A pesar de que la mayoría de sus libros se publicaron (tradujeron) primero en idioma francés y luego en español, Calveyra nunca escribió en esa lengua, por una cuestión meteorológica: “Aun frecuentando durante tanto tiempo el francés, puedo afirmar que hay palabras cuya temperatura, hasta ahora, me resulta inasible. ¿Cómo usarlas entonces?”. Sin embargo, hay quienes aseguran que la traducción al francés potencia sus poemas y hay, por otro lado, en el uso que hace del español cierto extrañamiento de sentido. Está claro: hay que conocer muy bien un idioma para poder perderse en él.
De su segundo libro Iguana, Iguana se destaca un extraordinario capítulo llamado “Guía para un jardín de plantas” que se publicó alguna vez de manera independiente y empieza diciendo: “Con la fuerza de sus gritos, los niños están rayando el agua del lago”. Mientras insinúa ofrecer algo parecido a una visita turística al jardín botánico de París, Calveyra revela su propia poética, roza la gramática del mundo y cosquillea los grandes misterios universales.
Más allá de la fuerte y mentada amistad que compartieron durante años, es interesante la relación literaria que puede establecerse entre Calveyra y Cortázar. Si el gran tema de Cortázar son los pasajes continuos que hace fluir en cada una de sus historias –del sueño a la vigilia, de París a Buenos Aires, de las páginas de un libro al sillón donde se lo lee–, en Calveyra sucede lo mismo, pero no a nivel de las tramas sino en las propias palabras: “En este momento, cada paso que das es una palabra en el poema”.
La palabra poética de Calveyra es eso: un puente permanente entre “los arrabales de Villa Mantero, provincia de Entre Ríos” y algún arrondissement parisino; entre la lectura y la vida: un hombre leyendo una edición del texto sagrado del Ramayana en cuyas páginas acaso “ese hombre esté acostado leyendo”; entre la infancia y la adultez, como lo indica una de sus mejores frases que aparece más de una vez en su poesía con ligeras variantes y distintas personas gramaticales: “Cosas que le pasaron en la infancia le están sucediendo ahora: una herida en el anca derecha, una espina en la pata”; y entre el sueño y la vigilia: “Sueño que me despierto y sigo soñando dormido”.
También hay un pasaje verbal entre sus trabajos y su poesía: su libro Diario del fumigador de guardia, por ejemplo, es resultado de su experiencia laboral durante dos años en un insalubre muelle de fumigación en Ensenada donde convivía, literalmente, con las ratas.
Y la verdad es que hay algo de roedor en Calveyra: una escritura transitiva, inesperada, angulosa, imprevisible, de fantasmas y espejos que no se ven sino que se los piensa (espejos simbólicos, no imaginarios), que se mete por espacios tan estrechos como luminosos y suele incluir las palabras del silencio a partir de sus continuas elipsis: “Apagamos la luz porque la luna”, dice un verso de su primer libro Cartas para que la alegría, cuyo título es también una elipsis.
Más que difícil, resulta casi ingenuo hablar de la muerte de alguien que, como dice uno de sus poemas, sabía “los dos o tres gestos muy simples que hay que hacer para dejar de estar donde se está”.
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