Mirarse de cuerpo entero o ver el rostro reflejado en un espejo de cristal son experiencias que hoy, con imágenes multiplicadas al infinito en el mundo digital, no llamarían la atención, pero sin embargo el espejo llegó a la vida del hombre para influir fuertemente en la percepción del yo. En un exhaustivo libro, la historiadora de las mentalidades Sabine Melchior-Bonnet da cuenta de esta trayectoria ligada a Narciso, Platón, Dios y el Diablo.
› Por Sebastián Basualdo
“Para el hombre de hoy, habituado a encontrar su imagen a cada paso a través de los espejos, fotografías y cámaras digitales, es difícil comprender el extraordinario impacto que tuvo sobre las sensibilidades de aquella época la posibilidad de mirarse de pies a cabeza, sin contar la conmoción que causó en la percepción del espacio la invención de los paneles de espejos entre puertas y ventanas. ¿Cómo podía uno convivir con un rostro o vestir un cuerpo que, sin la seguridad del espejo, se conocía únicamente a través de la mirada del otro? Imaginemos la sorpresa de aquel que se encuentra frente a su imagen por primera vez”, escribe Sabine Melchior-Bonnet, profesora titular del Colegio de Francia, que acaba de publicar Historia del espejo, un libro exhaustivo y riguroso que logra poner de manifiesto a través de inventarios y documentos iconográficos la fecha de aparición del primer espejo de cristal puro y liso y trazar el progreso de su difusión; “porque la transformación del objeto lujoso en una baratija diaria, tan integrada a nuestra vida cotidiana actual –refiere a modo introductorio la autora– fue un desarrollo lento que se vio impedido no sólo por obstáculos técnicos o económicos, sino también por reticencias económicas y morales”.
Historia del espejo comienza por las técnicas iniciales de fabricación y su relación con las antiguas civilizaciones mediterráneas y sus respectivas representaciones y mitologías (entre las cuales, fundamentalmente, se encuentran los mitos de Narciso y Perseo), los primeros usos del metal, el perfeccionamiento del proceso, las dificultades del plateado, el paso del vidrio soplado al fundido y luego el rol que desempeñaron en la fabricación de espejos los desarrollos de Murano y de la Compañía de Saint-Gobain, en Francia. “Luego de habernos proporcionado una historia sólida y precisa sobre la creación de los espejos, Sabine Melchior-Bonnet cambia el registro (sin restarle importancia al campo histórico) para estudiar el significado que han tenido los espejos en la sociedad”, afirma en el prefacio el historiador Jean Delumeau, con quien Sabine Melchior-Bonnet comparte la cátedra de Historia de las Mentalidades en el Occidente Moderno, “intuyendo las múltiples asociaciones filosóficas, psicológicas y morales que se fueron tejiendo a su alrededor en el curso de las distintas épocas, por ejemplo: la relación de los espejos con el bien y el mal, con Dios y el Diablo, entre el hombre y la mujer, entre las personas y su propio reflejo, entre el autorretrato y las confesiones”. Dividido en tres partes con sus respectivos capítulos, Sabine Melchior-Bonnet no sólo lleva a cabo una profunda investigación histórica del origen del espejo sino que también analiza desde una perspectiva sociológica los costados más oscuros y mezquinos que recayeron sobre su fabricación, allá por el siglo XVII, época en que la industrialización enfrenta a dos grandes potencias. “¿Cómo podía consentir la República de Venecia que su monopolio sobre los espejos (base de su fortuna) perdiera poderío frente a un competidor francés? La República había instalado, desde hacía largo tiempo, una barrera de protecciones en torno de sus obreros y les había reservado excelentes ventajas (como el derecho de ciudadanía, excepción de impuestos y autorización para casarse con hijas de la nobleza). También había obrado con amenazas preventivas. Murano estaba resguardada de las miradas y los obreros tenían prohibida la emigración o comunicación con el extranjero. Si eran sorprendidos fugándose o eran denunciados por presunta fuga, el ‘tribunal terrible’ los consideraba perjudiciales para la seguridad del Estado y los perseguía como ‘traidores a la patria’. Sus bienes eran confiscados y las represalias se extendían al resto de sus familias, que eran utilizadas como rehenes.” Y a continuación, Sabine Melchior-Bonnet reproduce algunos de los reglamentos que muestran las excelentes condiciones de trabajo de los maestros vidrieros: “Si algún obrero o artista transporta su arte a cualquier país extranjero y no obedece las órdenes de volver, se encerrará en prisión a sus familiares más cercanos, y si a pesar del encierro de sus padres, se obstinara en querer permanecer en el extranjero, encargaremos a algún emisario que lo mate, y sólo después de su muerte sus padres serán liberados”. En la segunda parte, titulada “La magia del parecido”, los elementos de juicio de valor sobre el espejo se establecen a modo de diálogo y herencia entre el platonismo y San Agustín; mientras que para uno el alma era el reflejo de lo divino, para el otro el hombre que se miraba en el espejo de la Biblia podía ver el esplendor de Dios y su propia miseria. “En cuanto a la falta cometida por Narciso, ésta se produjo porque ignoró su alma y su parecido con Dios: deleitado con su forma corporal, Narciso descuidó la auténtica belleza para dispersarse en un reflejo y se condenó a poseer únicamente un simulacro que jamás colmaría las aspiraciones de su alma”. Más adelante, el mito de Narciso es retomado para pensar las primeras experiencias del yo en relación con el uso del espejo (comienzo de lo que luego será pensado como narcisismo colectivo); el sentimiento del yo que el espejo despertaba era un sentimiento conflictivo de pudor o de honor, la conciencia del cuerpo y la apariencia bajo la mirada del otro, dice Sabine Melchior-Bonnet y agrega que cada época elige un teatro particular, según sus gustos, su manera de pensar y de sentir.
En el siglo XVII, el tocador forrado era la nueva pieza de la decoración clásica, cuyo adorno principal era el espejo de cristal. “En una sociedad de reflejos, donde la expresión personal es sospechosa, el yo necesita, para existir, desdoblarse en múltiples ecos. El retrato pintado y el retrato literario desempeñaron este papel, prolongando el placer del espejo. Espejo y pintura tenían el mismo objetivo, valorizar la imagen, y el amante que quería agradar a su dama le ofrecía un pequeño retrato pintado o un espejo colocado en un medallón”. Uno de los momentos más interesantes de Historia del espejo acontece en la tercera parte, “Una extrañeza inquietante”, más precisamente el capítulo titulado “La cómplice del Diablo”, donde Sabine Melchior-Bonnet despliega una intensa mirada crítica cotejando todo tipo de representaciones, desde textos bíblicos, vitrales como el del rosetón de Nôtre-Dame y de las catedrales de Auxerre y de Lyon, tratados de moral, como La somme le Roi, escritos en 1280, incluso proverbios y antiguos tapices como El Apocalipsis de Angers, representaciones pictóricas como La vanidad de Hans Memling y láminas de Galle, para reflexionar sobre el modo en que ha sido representada la mujer en todos estos casos y qué tienen en común. “La cadena de pecados representada por la mujer lujuriosa incluye a la vanidad, la pereza, la envidia, la codicia y la mentira. En todos los acaso aparece relacionada con un espejo”.
Acompañado por un interesando posfacio de Luis Gusman, Historia del espejo es un libro de múltiples entradas y recorridos, lúcido, crítico y de un nivel de erudición verdaderamente avasallante.
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